Han sido muchos hombres con los que, en mayor o menor medida, he mantenido algún tipo de contacto, como suele decirse, íntimo. Aunque según mi criterio, he entregado momentos realmente importantes e íntimos a un número muy reducido de personas, pese a haber practicado sexo con una cantidad bastante más amplia. Escandalosa para muchos, aunque me sea imposible acertar a imaginar un número exacto.
Con la mayoría he aliviado necesidades, he hecho desparecer la sensación de soledad o he conseguido elevar mi ego. Ellos a su vez se servirían de mí para cubrir alguna carencia, o por simple diversión. Habrá quien lo critique, pero yo no encuentro nada de malo en ese intercambio de intereses.
Existe una parcela que personalmente prefiero reservar para el momento en que hayan nacido sentimientos más profundos. Muchas parcelas en realidad, prácticamente la totalidad de mi verdadero yo queda oculta para ese ir y venir de caras y cuerpos sin nombre.
Lo que quiero explicar es que dentro del ritual en que se convierten los encuentros sexuales, hay una acción en particular que valoro y reservo para esos pocos acompañantes que llegan a convertirse en «algo más». Hablo de dormir junto a alguien. Prefiero evitar que ocurra como con el sexo, y que el abrazar a alguien durante horas, sentir su aliento, velar por sus sueños… pierda la importancia que ese acto compartido debe preservar, según mi opinión.
Aitor fue quien me enseño lo valioso y placentero que puede llegar a ser esa acción. Si algo echo de menos de nuestra relación (la última que he tenido a día de hoy) es dormir junto a él de esa forma particular que acostumbrábamos.
De cada una de mis parejas hay ese algo que, a través del filtro del tiempo, sigue pareciéndome especial y que, conscientemente o no, pasa a formar parte de las cualidades imprescindibles en futuras relaciones.
Aitor es una de esas personas capaz de enamorarse con un sólo encuentro, y de desenamorarse con la misma rapidez e intensidad. Apareció en el peor momento posible, apenas un par de meses después de la traumática ruptura con Cristian, y todo lo que ello significó en mi vida: la vuelta al hogar familiar, el dolor por el desamor, la falta de recursos económicos y una mente llena de dudas sobre el futuro. Pero supo darme justo lo que precisaba para devolverme a la vida.
Le castigué con unos primeros meses de desinterés, pero con su insistencia, sus nervios por verme, su actitud casi inmadura… regalándome noches increíbles, besos que me llevaban al cielo… me hizo olvidar lo que creía grabado a fuego, y pronto ascendí a su nivel de sentimiento.
Desafortunadamente ya era tarde. Cuando por fin pude entregarme a él sin reservas, su respuesta ya no fue tan efusiva y, como digo, apagó la llama antes de poder compartir siquiera un instante como novios, correspondidos de idéntica forma.
En los meses que duramos como «pareja» la frustración y, de nuevo, el alcohol, lo cubrió todo de actitudes equivocadas; de broncas, malas palabras, desprecios y demás situaciones ridículas e innecesarias.
Dicen que el amor puede con todo. Mi experiencia es que el alcohol puede más.
Hoy, cuando ya no quedan ni las cenizas de lo que pudo ser, soy capaz de considerar que fuimos afortunados, y que a ambos nos sirvió de mucho habernos conocido; pese a que también nos supuso sufrir por amor. En mi caso varios meses de intentar recuperar a quien ya no me quería…
Curioso que habiendo rechazado a tantos, conociendo la indiferencia que producen, uno no sea capaz de identificarse con esa falta de interés, y se siga creyendo especial para la otra persona; hasta que inevitablemente el «vacío» te golpea con la verdad en la cara, y no queda más remedio que dejarlo marchar.