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Ir demasiado lejos

Salí corriendo del coche, pues ya no soportaba más la sensación de angustia. Me faltaba la respiración, y sólo era capaz de pensar que aquel era mi final.

El Hospital aun quedaba a varias calles, pero no era capaz de mantenerme allí dentro. Agarré mi mochila, donde entre mis efectos personales se encontraban los botes de pastillas. Les temía a ellos, y me temía a mí.

Como después he descrito estando en terapia, la sensación en esos momentos debe ser parecida a la que sufre el que espera ser fusilado. Con los ojos vendados, sin saber cuando llegará el momento, sufriendo esa tremenda angustia y deseando que llegue su turno, y que todo termine.

Todo se debió a una crisis de pánico, algo que ya había sufrido otras veces, aunque en menor nivel y que, por un cúmulo de circunstancias, esa noche llegó demasiado lejos

—Necesito que me atendáis ya, por favor…

No hizo falta ni terminar de hablar cuando un par de chicas de recepción salieron en mi auxilio. Estaba pálido, sudando y sólo jadeaba. Notaba las extremidades adormecidas, y un dolor palpitante en la sien. Me introdujeron en una sala, tomaron la presión arterial y demás constantes vitales, y enseguida me inyectaron un calmante, el cual hizo efecto casi de inmediato.

Sólo entonces fui capaz de romper a llorar. Y así estuve varios minutos, sin poder contestar siquiera a las preguntas de las enfermeras.

Ya más relajado, y solo en la habitación, únicamente podía pensar en mi familia, y en que necesitaba verlos, estar con ellos; sólo eso me tranquilizaría del todo. Me encontraba en un estado en que parecía flotar. No creía ser capaz de levantarme, pero quería estar en mi casa, junto a mi madre y llorar a su lado.

Me incorporé, y salí. Pregunté a las enfermeras, pero me indicaron que volviese a la habitación, ya que pronto pasaría el doctor. No me convencieron, y disimuladamente fui acercándome a la salida, y me marché.

Tuve que dar varias vueltas para asegurarme, y sí: mi coche ya no estaba. No recordaba prácticamente ni donde lo había dejado. En una de las vueltas vi la pegatina triangular de la grúa municipal pegada al asfalto.

Sin más opción, llamé a casa, y por la voz mi madre enseguida notó que algo me ocurría. Como es normal en mí, solo bastó que ella me preguntara para provocar mi llanto. Le expliqué que había estado en el hospital de un pueblo cercano por una crisis de ansiedad, y que la grúa se había llevado mi coche… otra vez.

Tras realizar las gestiones, ocultando mi mal aspecto con unas gafas de sol, conseguí sacar el coche del depósito y llegar a casa. Mientras me acercaba pude distinguir en el portal a mi madre y a mi hermana, sin duda esperando por mí. Aun faltaban algunos metros cuando en la calle, al mirarlas, comencé de nuevo a llorar desconsolado.

Mi hermana salió en mi busca y me alejó para que mi madre no pudiese oírnos.

—¿Qué ha pasado?

He intentado suicidarme

Lo sabía

Realmente no llegó a ser así, por ese último momento de cordura que me llevó al hospital, pero fue la manera de pedirle auxilio sin tener que gritar a pleno pulmón.

Tal vez en algún momento sienta que es necesario contar lo que ocurrió aquella noche.

—¿Qué has hecho?

Nada. Sólo querer morirme

Ese día decidimos que volvería a hacer terapia.