—No sé por qué estoy registrando esto —dijo lentamente George Takeo Pickett ante el micrófono de la grabadora—. No hay la menor oportunidad de que nadie pueda escucharlo. Dicen que el cometa no volverá a las proximidades de la Tierra hasta dentro de dos millones de años, en su próxima vuelta alrededor del Sol. Quisiera saber si para entonces existirá el género humano y si el cometa se situará en tan buena posición para nuestros descendientes como lo hizo para nosotros. Tal vez ellos puedan enviar una expedición, lo mismo que hicimos nosotros, para ver lo que pueden hallar. Y tal vez nos encuentren…
»Porque la nave todavía estará en perfectas condiciones, incluso después de tantos años. Habrá combustible en los depósitos, y quizá también aire en los tanques, porque lo primero que se nos agotará es la comida. Pero no creo que esperemos a morirnos de hambre. Lo más rápido será abrir las esclusas y terminar así de una vez.
»Cuando era un chiquillo leí un libro sobre una expedición polar llamado Un invierno entre los hielos. Bien, eso es con lo que ahora nos enfrentamos. El hielo nos rodea por todas partes, flotando en enormes icebergs porosos. El Challenger se halla en medio de un enjambre de ellos, orbitando el uno alrededor del otro tan lentamente que es preciso esperar varios minutos antes de tener la certeza de que están en movimiento. Pero ninguna expedición a los polos de la Tierra tuvo que enfrentarse jamás a nuestro invierno. Durante la mayor parte de esos dos millones de años, la temperatura será de 145 grados bajo cero. Estaremos tan lejos del Sol, que apenas si nos dará más calor que el de las lejanas estrellas. ¿Quién ha intentado calentarse las manos con la estrella Sirio, en una fría noche de invierno?
Esa absurda imagen, llegada de pronto a su mente, le hizo interrumpir su dictado. No pudo seguir hablando a causa de los recuerdos de las noches de luna sobre los campos nevados, del calor del hogar y de las fiestas de Navidad en aquella lejana Tierra que, ahora, se encontraba a ochenta millones de kilómetros de distancia. De repente se descubrió llorando como un niño desamparado, con su autocontrol disuelto por el recuerdo de todo lo familiar y las lejanas bellezas de la Tierra, que ya consideraba perdida para siempre.
Todo había empezado tan bien, con aquella explosión de entusiasmo, de excitación y de aventura… Podía recordar (¿hacía sólo seis meses?), la primera vez que salió a echar un vistazo al cometa, después de que el joven astrónomo Jimmy Randall lo hubiera descubierto con su telescopio casero y hubiera enviado su famoso telegrama al Observatorio de Monte Stromlo. En aquellos días sólo podía observarse una nubecilla lechosa que se movía lentamente a través de la constelación de Erídano, justo debajo del Ecuador. Aún estaba mucho más allá del planeta Marte, dirigiéndose hacia el Sol en su alargada órbita, inmensa y elíptica. La última vez que había brillado en los cielos de la Tierra no había habido hombres que lo viesen, y tal vez no habría tampoco ninguno cuando volviera otra vez. La raza humana estaba viendo el cometa Randall por primera y seguramente por última vez en toda su historia.
A medida que se aproximaba al Sol crecía de tamaño, encendiéndose en chorros de luminosidad, el más pequeño de los cuales era mayor que un centenar de Tierras juntas. Como un gran penacho que fuese soplado hacia atrás por una brisa cósmica, la cola del cometa ya tenía cincuenta millones de kilómetros cuando pasó rozando la órbita de Marte. Fue entonces cuando los astrónomos le dieron cuenta de que seguramente debía de ser el espectáculo más fabuloso que podía verse en los cielos; su tamaño y su majestuosidad dejaban reducido al cometa Halley, aparecido en 1986, a casi nada en comparación y fue entonces también cuando los administradores de la Década Internacional de Astrofísica decidieron enviar al Challenger como astronave de investigación en su busca, si estaba dispuesta a tiempo, pues era una oportunidad que quizá no se repitiese en un millar de años.
Durante semanas, en las horas próximas al amanecer, el cometa se extendía por el cielo con un brillo mucho más intenso que la Vía Láctea. Conforme se aproximaba al Sol y captaba el fuego que no conocía desde la época en que los mamuts recorrían la Tierra, se hacía más y más activo. Chorros de gas luminoso surgían de su núcleo, formando fabulosos abanicos que se movían como inmensos reflectores que quisieran perforar la oscuridad entre las estrellas. La cola, de ciento cincuenta millones de kilómetros de longitud, se dividía en intrincadas bandas que cambiaban completamente de forma en el transcurso de una sola noche. La cola aparecía siempre en sentido contrario al Sol, como si éste resoplase una tremenda y constante bocanada de gigante que partiera del corazón solar.
Cuando le hablaron de que iría en el Challenger, George Pickett apenas si pudo dar crédito a su suerte. Nada parecido a aquello le había sucedido a un periodista desde William Lawrence y la bomba atómica. El hecho de que estuviese en posesión de un título de ciencias, que no estuviese casado, que gozara de buena salud, que no pesara más de ochenta kilos y que estuviese operado de apendicitis, era algo que sin duda le había ayudado mucho. Pero tenía que haber otros muchos igualmente calificados. Bueno, la envidia de todos ellos pronto se tornaría en alivio.
Debido a la mínima carga útil, el Challenger no podía acomodar a un simple reportero. De modo que Pickett tuvo que desdoblarse, empleando su tiempo libre como oficial ejecutivo. Aquello significaba, en la práctica, que tenía que llevar al día el diario de navegación, actuar como secretario del capitán, llevar el control del almacén y cuadrar las cuentas. A veces pensó que podía considerarse afortunado por el hecho de que sólo bastan tres horas de sueño de las veinticuatro de un día de Tierra cuando se está en el mundo sin peso del espacio.
Mantener por separado sus dos obligaciones requirió mucho tacto. Cuando no estaba escribiendo en su reducido espacio dedicado a oficina, o comprobando los miles de artículos guardados en los almacenes, tenía que andar al acecho y merodear con su magnetofón en busca de noticias. Había tenido el buen cuidado, aprovechando uno u otro momento, de hacer una entrevista a cada uno de los veinte científicos e ingenieros que tripulaban el Challenger. No todos los informes se habían radiado a la Tierra; algunos eran demasiado técnicos, otros demasiado incoherentes y otros, en fin, demasiado lo contrario. Pero había cumplido bien su cometido, sin favoritismos, y por todo lo que podía apreciar no había chocado con nadie. Aunque eso no importara ahora.
Se preguntó cómo habría tomado la cuestión el doctor Martens; el astrónomo había sido uno de sus más difíciles interlocutores y, con todo, el que más información le había suministrado. Siguiendo un repentino impulso, Pickett localizó la primera de las cintas registradas del doctor Martens y la insertó en su grabadora. Sabía que estaba escapando del presente para refugiarse en el pasado, pero el solo efecto de tal autoconocimiento le hizo esperar que el experimento tuviera éxito.
Todavía conservaba el vívido recuerdo de aquella primera entrevista, ya que el micrófono ingrávido, balanceándose suavemente en la corriente de aire de los ventiladores, casi le había hipnotizado hasta la incoherencia. Y con todo, nadie lo hubiera imaginado: su voz había tenido su timbre suave, normal y profesional.
Estaban a treinta millones de kilómetros tras el cometa, pero alcanzándolo con rapidez, cuando pilló al doctor Martens en el observatorio y le lanzó la primera y más importante pregunta.
—Doctor Martens —comenzó—, ¿querría decirme de qué está compuesto el cometa Randall?
—Es toda una mezcla —repuso el astrónomo—, y está cambiando constantemente a medida que nos alejamos del Sol. Pero la mayor parte de la cola está compuesta de amoníaco, metano, dióxido de carbono, vapor de agua y cianógeno…
—¿Cianógeno? ¿No es un gas venenoso? ¿Qué ocurriría si la Tierra se viese envuelta en esa cola?
—Nada en absoluto. Aunque tenga un aspecto tan espectacular a nuestra vista, la cola de un cometa es un vacío casi absoluto. Un volumen tan grande como la Tierra tiene tanto gas como el aire que cabe en una caja de cerillas.
—¿Y es posible que algo tan difuso y tenue presente un aspecto semejante?
—Algo así es lo que hace el gas en un anuncio luminoso, y por la misma razón. La cola de un cometa resplandece porque el Sol la bombardea con partículas cargadas eléctricamente. Es, a fin de cuentas, un anuncio luminoso en pleno cielo. Un día, me temo, los agentes de publicidad se darán cuenta de ello y hallarán la forma de exhibir eslóganes publicitarios a través del sistema solar.
—Eso resulta una idea deprimente… aunque supongo que alguien afirmará que es un triunfo de la ciencia aplicada. Pero dejemos la cola; ¿cuánto tiempo tardaremos en adentramos en el corazón del cometa…, el núcleo, como creo que lo llaman ustedes, los astrónomos?
—Puesto que una persecución desde atrás lleva bastante tiempo, pasarán otras dos semanas antes de entrar en el núcleo. Seguiremos adentrándonos más y más por la cola, tomando una sección y dirección apropiadas a través del cometa en cuanto le demos caza. Pero, aunque el núcleo lo tenemos a treinta millones de kilómetros delante de nosotros, ya hemos aprendido mucho de lo que queríamos. En un aspecto, es extremadamente pequeño… menos de ochenta kilómetros de diámetro. Y aunque no es sólido, debe consistir probablemente en millares de pequeños cuerpos, todos en remolino como formando una nube.
—¿Y estaremos en condiciones de adentrarnos en el núcleo?
—Lo sabremos cuando lleguemos a él. Tal vez actuemos con seguridad y lo estudiemos a través de nuestros telescopios desde unos cuantos miles de kilómetros de distancia. Pero, personalmente, me sentiría decepcionado a menos que no entrase en su interior. ¿Y usted?
Pickett detuvo la grabadora. Sí, el doctor Martens había tenido razón. Se habría sentido decepcionado, especialmente puesto que no parecía que existiese ningún peligro especial. En realidad, el peligro no había venido del cometa, sino de la propia nave.
Habían navegado a través de una tras otra de las muchas y enormes, aunque inimaginablemente tenues, cortinas de gas que el cometa Randall iba eyectando conforme se alejaba del Sol. Con todo, incluso entonces, aunque estaban aproximándose a las regiones más densas del núcleo, se hallaban, a efectos prácticos, dentro de un vacío casi perfecto. La neblina luminosa que envolvía al Challenger y se extendía por tantos millones de kilómetros oscurecía escasamente las estrellas; pero directamente delante, allá donde residía el corazón del cometa, era una brillante mancha de luz radiante que los envolvía como si estuviesen inmersos en un fuego de San Telmo.
Las alteraciones eléctricas, que entonces tenían lugar a su alrededor con incrementada violencia, los habían casi incomunicado de la Tierra. El principal transmisor de radio de la nave apenas si podía emitir una señal a través de aquella nube radiante y, durante las últimas semanas, todo se había reducido a enviar mensajes en código morse, breves y lacónicos, de que todo iba bien. Cuando se apartasen del cometa y tomaran rumbo a casa, se reanudaría la comunicación normal; pero por el momento estaban casi como unos exploradores aislados en idéntica forma a los tiempos anteriores al descubrimiento de la radio. Era cierto que Pickett estaba de acuerdo con aquel estado de cosas, ya que la situación le dejaba más tiempo para sus obligaciones de contabilidad y control administrativo. Aunque el Challenger estaba navegando en el corazón de un cometa, siguiendo una ruta que ningún capitán pudo haber soñado antes del siglo XX, alguien tenía que comprobar y llevar la cuenta todavía de las provisiones del navío cósmico.
Con lentitud y precaución, mientras su radar iba examinando el espacio que le rodeaba, el Challenger se introdujo en el núcleo del cometa. Y entonces se detuvo… entre el hielo.
Allá por 1940, Fred Whipple de Harvard había imaginado ya la verdad; pero resultaba difícil creerlo incluso teniendo la evidencia delante de los propios ojos. El núcleo relativamente pequeño del cometa era un enjambre de icebergs libres, que se deslizaban y giraban unos sobre otros, mientras todo el conjunto seguía la órbita del cometa. Pero a diferencia de las montañas de hielo que flotan en los mares polares, no eran de un blanco cegador ni estaban formados por agua. Eran de un gris sucio y muy porosos, como de nieve derretida, y aparecían además muy estriados y arrugados, con bolsas de metano y amoníaco helado que de tanto en tanto estallaban en erupciones de gigantescos chorros de gas al absorber el calor procedente del Sol. En conjunto era una maravillosa manifestación de las fuerzas cósmicas; pero Pickett había tenido poco tiempo para admirarla… hasta ahora.
Estaba haciendo su comprobación de rutina por los almacenes de la nave cuando se dio de bruces con el desastre… aunque transcurrió algún tiempo antes de que se diera cuenta. El stock de suministros era correcto; tenían lo suficiente para volver a la Tierra. Lo había comprobado con sus propios ojos, y ahora sólo tenía que confirmarlo con el pequeño ordenador que almacenaba todos los datos de la nave.
Cuando las primeras cifras aparecieron alocadas en la pequeña pantalla luminosa del ordenador, Pickett supuso razonablemente que debía haber pulsado la tecla control inadecuada. Borró los totales e insertó de nuevo la información en el ordenador.
Comenzó con 60 cajas de carne en conserva; se habían gastado hasta entonces 17. Cantidad que quedaba: 9 999 943.
Lo intentó otra vez, y otra, sin obtener mejores resultados.
Entonces, sintiéndose molesto, aunque no particularmente alarmado, fue en busca del doctor Martens.
Encontró al astrónomo en la Cámara de Tortura, aquella diminuta cabina destinada a gimnasio, alojada inverosímilmente entre los almacenes de suministros técnicos y el mamparo del tanque principal de carburante. Cada miembro de la tripulación tenía que hacer ejercicio allí durante una hora diaria, para no dejar atrofiar sus músculos en aquella situación de ingravidez. Martens hacía ejercicio con dos potentes muelles, con una expresión de terca determinación estampada en su rostro. Una expresión que se hizo más grave cuando Pickett le informó de lo que sucedía.
Unas cuantas comprobaciones le confirmaron rápidamente lo peor que podía esperar.
—El ordenador se ha vuelto loco —dijo Martens—. Ni siquiera puede sumar ni restar.
—Pero…, ¡podremos repararlo!
Martens sacudió la cabeza. Había perdido toda su habitual confianza en sí mismo, como un muñeco inflado que recibe un alfilerazo y comienza a perder aire.
—Ni siquiera los constructores podrían hacerlo. Es una masa sólida de microcircuitos, tan comprimidos como las neuronas de un cerebro humano. Las unidades de memoria funcionan todavía, pero la unidad de cálculo está totalmente fuera de juego. Distribuye al azar las cifras que se insertan en ella.
—¿Y dónde nos deja esa conclusión?
—Eso significa que todos podemos considerarnos muertos —repuso Martens sin andarse con rodeos—. Sin el ordenador, estamos perdidos. Es absolutamente imposible calcular una órbita de vuelta a la Tierra. Se necesitaría todo un ejército de matemáticos y semanas enteras para calcularlo sobre el papel.
—¡Eso es ridículo! La nave está en perfectas condiciones, tenemos alimentos y combustible de sobra… y usted viene a decirme ahora que vamos a morir porque no podemos hacer unas cuantas sumas.
—¡Unas cuantas sumas! —replicó irónicamente Martens, con un soplo de su veterano sentido del humor—. Una maniobra importante de navegación como la que necesita para salir del cometa y ponernos en órbita de vuelta a la Tierra implica aproximadamente cien mil cálculos diferentes. Incluso el ordenador necesita varios minutos para llegar a ese resultado.
Pickett no era matemático; pero sabía lo suficiente de astronáutica como para comprender la situación. Una nave que navega en el espacio está sujeta a la influencia de muchos otros cuerpos. La principal fuerza que la controla es la enorme gravedad del Sol, que mantiene a todos los planetas firmemente encadenados en sus respectivas órbitas. Y los planetas, a su vez, tienen también su campo gravitatorio, aunque con mucha menos fuerza. Pero analizar toda esa enorme cantidad de influencias en conflicto permanente y, sobre todo, tomar ventaja de ellas y alcanzar un objetivo deseado a cientos de millones de kilómetros de distancia era un problema de fantástica complejidad. Entonces pudo apreciar la desesperación interior del doctor Martens; ningún hombre podía trabajar sin las herramientas de su oficio, y este oficio necesitaba las herramientas más especializadas.
Después incluso de la declaración del capitán y la primera conferencia urgente en que la totalidad de la tripulación se reunió para discutir la cuestión, transcurrieron horas antes de que se dieran realmente cuenta de la situación. El final se hallaba a tantos meses de distancia que la mente no podía aceptarlo; estaban bajo una sentencia de muerte, aunque no había prisa para llegar a la ejecución. Y la visión de los cielos continuaba siendo una cosa soberbia…
Más allá de las brillantes nubes que los envolvían y que se convertirían en un monumento celeste para ellos hasta el fin de los tiempos, todos podían observar el gran faro que era Júpiter, más brillante que cualquier estrella. Algunos de ellos aún estarían vivos, si los demás se sacrificaban voluntariamente, cuando la nave pasara junto al más poderoso de los hijos del Sol. Pickett imaginó que aquellas semanas de tiempo valdrían la pena de ser vividas para ver de cerca la visión que tuvo Galileo cuando descubrió, con un rústico telescopio fabricado por sus propias manos hacía siglos, los satélites de Júpiter, que se movían y deslizaban de un lado a otro como cuentas engarzadas en un alambre invisible…
Cuentas en un alambre. Ante aquella idea, un recuerdo lejano e infantil, pero no olvidado aún, estalló en su subsconsciente. Debía de haber estado luchando por surgir a la superficie durante días hasta ver la luz en su mente.
—¡No! —gritó en voz alta—. ¡Es ridículo! ¡Se reirían de mí!
—¿Y por qué? —le repuso la otra mitad de su mente—. No tienes nada que perder, a fin de cuentas mantendrá a todos ocupados en algo mientras el oxígeno y los alimentos van agotándose. Incluso la esperanza más remota y más débil es mejor que ninguna…
Se detuvo y dejó la grabadora; la sensación de lástima hacia sí mismo acabó en aquel instante. Aflojando la red elástica que le mantenía sentado, se dirigió a los almacenes de equipo técnico en busca del material que necesitaba.
—Si esto es una broma —dijo el doctor Martens tres días más tarde—, no me parece en absoluto graciosa. —Y dirigió una despectiva mirada a la ridícula estructura de madera y alambres que Pickett sostenía entre las manos.
—Supuse que diría usted eso, doctor —replicó Pickett, manteniendo su presencia de ánimo, sin amilanarse—. Pero le ruego que me escuche un momento. Mi abuela era japonesa y, cuando yo era un chiquillo, me contó una historia que había olvidado por completo hasta esta semana. Creo que puede salvar nuestras vidas.
»Algún tiempo después de la Segunda Guerra Mundial, hubo un concurso entre un americano que disponía de una calculadora electrónica y un japonés que utilizaba un ábaco como este. Ganó el ábaco.
—Entonces debía de ser una calculadora muy mala, o tratarse de un operador muy incompetente.
—Se utilizó lo mejor que tenía el ejército de los Estados Unidos. Pero dejemos de discutir. Póngame un problema… digamos dos números de tres cifras para obtener una multiplicación.
—Bueno… pongamos 856 multiplicado por 437.
Los dedos de Pickett bailaron arriba y abajo sobre las cuentas del ábaco con una velocidad fabulosa. Tenía doce alambres en total, por lo que el ábaco sólo podía llegar a la cifra máxima de 999 999 999 999 o ser dividido en secciones separadas donde pudieran llevarse a cabo simultáneamente varios cálculos independientes.
—374 072 —dijo Pickett tras un increíblemente corto espacio de tiempo—. Ahora, veamos cuánto le cuesta a usted con lápiz y papel.
Transcurrió mucho más tiempo antes de que el doctor Martens, que como la mayor parte de los matemáticos era lento en la realización de operaciones aritméticas, llegase a enunciar la cifra de «375 072». Una rápida comprobación confirmó pronto que el astrónomo había empleado, cuando menos, tres veces más tiempo que Pickett, para llegar a un resultado erróneo.
La cara del astrónomo era algo digno de estudio, con expresiones de sorpresa, asombro, decepción y curiosidad.
—¿Dónde aprendió usted ese truco? —preguntó—. Pensé que esas cosas sólo servían para sumar y restar.
—Bueno… la multiplicación es solo la repetición de una suma, ¿no es cierto? Todo lo que hice fue sumar 856 siete veces en la columna de unidades, tres veces en la de las decenas y cuatro en la de las centenas. Usted hace lo mismo cuando utiliza lápiz y papel. Por supuesto hay algunas abreviaciones, pero si usted piensa que soy rápido, tendría que haber visto a mi tío abuelo. Solía trabajar en un banco de Yokohama, y era imposible verle los dedos cuando trabajaba a gran velocidad. Me enseñó algunos de los trucos propios del manejo del ábaco, pero he olvidado la mayor parte en estos últimos veinte años. He estado practicando sólo un par de días, por lo que todavía soy bastante lento. Así y todo, espero haberle convencido de que hay algo interesante en mi argumentación.
—Ciertamente, muchacho, así es. De veras que estoy completamente impresionado. ¿Puede usted dividir con la misma rapidez?
—Casi igual, una vez haya adquirido de nuevo la práctica necesaria.
Martens tomó el ábaco en sus manos y comenzó a mover las cuentas de un lado para otro. Después dejó escapar un suspiro.
—Ingenioso… pero realmente no creo que nos ayude, incluso siendo diez veces más rápido que con lápiz y papel, que no lo es, el ordenador trabajaba un millón de veces más rápido.
—Ya he pensado en eso —replicó Pickett un tanto impaciente. (Martens no tenía redaños, se desmoralizaba demasiado fácilmente. ¿Cómo se las habían arreglado los astrónomos cien años atrás, cuando no existían los ordenadores?)—. Esto es lo que yo propongo…, dígame si puede ver algún fallo en ello…
Cuidadosa y detalladamente, Pickett expuso su plan. Mientras lo hacía, Martens se relajó lentamente y de pronto soltó la primera carcajada que Pickett había oído a bordo del Challenger desde hacía ya varios días.
—Me gustará ver la cara que pone el capitán —dijo el astrónomo— cuando le proponga usted que vayamos todos al jardín de infancia a jugar con cuentas.
Al principio hubo escepticismo, pero pronto se desvaneció cuando Pickett hizo unas cuantas demostraciones. Para hombres que se habían educado y crecido en un mundo de electrónica, el hecho de que aquella simple estructura de alambres y cuentas pudiese dar por resultado tales milagros fue toda una revelación. Constituía además un desafío, y puesto que sus vidas dependían de ello, respondieron vivamente y con la mayor decisión.
Tan pronto como el personal de ingeniería hubo construido unas réplicas eficaces del rústico prototipo de Pickett, comenzaron las clases. Se necesitaban solamente unos cuantos minutos para explicar los principios básicos; lo que requería tiempo era la práctica, hora tras hora de trabajo, hasta que los dedos se acomodaran a volar automáticamente a través de los alambres cambiando las cuentas a sus posiciones correctas sin necesidad apenas del pensamiento consciente. Hubo algunos miembros de la tripulación que nunca llegaron a adquirir ni velocidad ni precisión en su manejo, incluso después de una semana de práctica constante; pero otros, en cambio, pronto sobrepasaron al propio Pickett en tal destreza.
Mientras dormían, todos soñaban ya con columnas más columnas y cuentas que volaban de un lado par otro. Tan pronto como superaron el estadio elemental, se dividieron en equipos que se pusieron a competir deportivamente unos contra otros, hasta alcanzar todavía un coeficiente más elevado de habilidad. Al final había ya hombres a bordo del Challenger que podían multiplicar números de cuatro cifras en el ábaco en quince segundos y eso una hora tras otra.
Semejante trabajo era puramente mecánico; requería destreza, aunque no demasiada inteligencia. La tarea más difícil recayó en Martens y su trabajo de astrónomo en el cual nadie podía hacer nada por ayudarle. Tuvo que verse obligado a olvidar todas las técnicas basadas en el uso de las máquinas, que él consideraba como artículo de fe, y readaptar sus cálculos de forma que pudiesen interpretarse automáticamente por hombres que no tenían idea del significado de las cifras que estaban manipulando.
El astrónomo les suministraba los datos básicos, después ellos tenían que continuar un paciente trabajo de rutina, siguiendo el programa del doctor. Tras horas de sufrido trabajo automático, la respuesta emergía al final de aquella línea de producción matemática, en el supuesto de que no se hubiesen cometido errores. La forma de prevenirlo fue disponer dos equipos independientes, que comprobaban mutuamente sus resultados a intervalo regulares.
—Lo que hemos hecho —dijo Pickett a su magnetofón, cuando al fin dispuso de tiempo para pensar en un auditorio al que jamás creyó poder volver a dirigirse—, es construir un ordenador formado por seres humanos en lugar de circuitos electrónicos. Es mil veces más lento, no puede manejar muchos dígitos y se fatiga fácilmente… pero el trabajo se está haciendo. No la totalidad de la tarea de navegar hasta la Tierra, ya que eso es demasiado complicado; pero al menos lo más simple, que es el aproximarnos a una órbita que nos sitúe al alcance de la radio. Una vez hayamos escapado de la interferencia eléctrica de nuestro alrededor, podremos radiar nuestra posición y los grandes ordenadores de la Tierra podrán indicarnos qué tendremos que hacer a renglón seguido.
»Ya hemos conseguido separarnos del cometa, saliendo fuera de la ruta que nos aleja del sistema solar. Nuestra nueva órbita coincide con los cálculos, dentro de la precisión que podíamos esperar. Todavía nos encontramos dentro de la cola del cometa; pero el núcleo se halla ya a más de un millón de kilómetros de distancia y ya no volveremos a ver esos icebergs de amoníaco. Corren hacia las estrellas en la helada noche que existe entre los soles, mientras nosotros volvemos a casa…
»¡Hola, Tierra! ¡Hola, Tierra! Aquí el Challenger que llama, el Challenger llamando a la Tierra. Respondan tan pronto como reciban nuestra señal… ¡Y, por favor, comprueben nuestros cálculos aritméticos antes de que los dedos se nos gasten y se nos queden pelados hasta el hueso!