EL CENTINELA

La próxima vez que vea la luna llena en lo alto, hacia el Sur, mire con atención a su reborde a mano derecha y deje a su ojo viajar hacia arriba a lo largo de la curva del disco. Alrededor de las dos del reloj, observará un cí­rculo pequeño y oscuro. Cualquiera con una visión normal lo encontrará con bastante facilidad. Se trata de la gran llanura amurallada, una de las mejores de la Luna y que se conoce como Mare Crisium, el Mar de las Crisis. De unos quinientos kilómetros de diámetro, y casi rodeada por completo por un anillo de magní­ficas montañas, no habí­a sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del verano de 1996.

Nuestra expedición era bastante importante. Tení­amos dos pesados cargueros que habí­an traí­do en vuelo nuestros suministros y equipo desde la base lunar principal situada en el Mare Serenitatis, a unos ochocientos kilómetros de allí­. Habí­a también tres pequeños cohetes previstos para transportes de escaso radio de acción sobre aquellas regiones que nuestros vehí­culos de superficie no pudieran cruzar. Por suerte, la mayor parte del Mare Crisium es completamente llana. No existen ninguna de las grandes grietas tan frecuentes y peligrosas en otras partes, y son muy pocos los cráteres o montañas de cualquier tamaño. Por lo que sabí­amos, nuestros poderosos tractores oruga no tendrí­an la menor dificultad en llevarnos adonde quisiésemos.

Yo era geólogo, o mejor dicho selenólogo, si desea ser pedante, al mando del grupo de exploración de la zona sur del Mare. Habí­amos recorrido ya, en una semana, unos ciento cincuenta kilómetros, bordeando las faldas de las montañas a lo largo de la orilla de lo que en un tiempo fue un mar, unos mil millones de años atrás. Cuando la vida se iniciaba en la Tierra, aquí­ ya se hallaba moribunda. Las aguas se retiraban de los flancos de aquellos estupendos riscos, hacia el vací­o corazón de la Luna. Por el territorio que cruzábamos, aquel océano sin mareas habí­a tenido un dí­a más de treinta kilómetros de profundidad, y ahora el único vestigio de humedad era la escarcha que a veces se encontraba en cavernas en las que la ardiente luz del sol no penetraba jamás.

Habí­amos empezado nuestro viaje a primera hora del lento amanecer lunar, y faltaba todaví­a una semana, según el tiempo de la Tierra, para que cayese la noche. Media docena de veces al dí­a debí­amos abandonar nuestros vehí­culos y salir con los trajes espaciales en busca de minerales interesantes, o a colocar marcas que sirviesen de guí­a a futuros viajeros. Se trataba de una rutina monótona. No existe nada peligroso, ni siquiera excitante, en una exploración lunar. Podí­amos vivir con toda comodidad durante un mes en nuestros tractores presurizados y, si nos enfrentábamos con algún problema, siempre podí­amos recurrir a la radio para pedir ayuda y esperar hasta que cualquier nave espacial acudiese a rescatarnos.

Acabo de decir que no hay nada excitante en la exploración lunar; pero, naturalmente, eso no es cierto. Uno puede llegar a cansarse de aquellas increí­bles montañas, mucho más escarpadas que las de la Tierra. Mientras rodeábamos los cabos y promontorios de aquel mar desaparecido, no sabí­amos jamás qué nuevos esplendores se nos revelarí­an. Toda la curva sur del Mare Crisium forma un vasto delta donde, en un tiempo, una serie de rí­os se abrieron camino hacia el océano, alimentados tal vez por las lluvias torrenciales que debieron batir las montañas en la breve era volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos antiguos valles era una invitación, desafiándonos a trepar por ellos hacia las desconocidas tierras altas que se hallaban más allá. Pero tení­amos que cubrir aún unos ciento cincuenta kilómetros y sólo podí­amos mirar con deseo aquellas alturas que otros escalarí­an.

A bordo del tractor, conservábamos el horario de la Tierra. Y, a las 22.00 en punto, tení­amos que enviar el mensaje de radio a la Base y cerrar el contacto por ese dí­a. Afuera, las rocas arderí­an aún bajo un sol casi vertical; sin embargo, para nosotros, serí­a de noche hasta que despertásemos de nuevo ocho horas después. Luego, uno de los que estábamos allí­ prepararí­a el desayuno, se escucharí­a un gran ronroneo de máquinas de afeitar eléctricas y alguno conectarí­a la radio de onda corta emitida desde la Tierra. Asimismo, cuando el olor de las salchichas fritas comenzase a llenar la cabina, resultarí­a difí­cil creer que no nos hallábamos de regreso en nuestro propio mundo. Hasta tal punto era todo tan normal y hogareño, si dejábamos de lado la sensación de haber disminuido de peso y la poco natural lentitud con que caí­an los objetos.

Me tocaba a mí­ preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal, que hací­a las veces de cocina. Después de tantos años, puedo recordar aquel momento de una forma muy ví­vida, puesto que en la radio acababan de tocar una de mis melodí­as favoritas, la antigua tonada galesa de David en la Roca Blanca. Nuestro conductor ya estaba fuera, con su traje espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett, se encontraba delante, en la posición de control, realizando algunas anotaciones en el Diario del dí­a anterior.

Mientras me hallaba de pie al lado de la sartén, aguardando, como cualquier ama de casa terrestre, a que se dorasen las salchichas, dejé que mi mirada errase ociosa por las paredes de la montaña que cubrí­an todo el horizonte sur y se extendí­an, hasta perderse de vista, hacia el Este y el Oeste, por debajo de la curva de la Luna. Parecí­an estar a sólo unos tres kilómetros del tractor; sin embargo, yo sabí­a que la más cercana se hallaba a treinta kilómetros. Naturalmente, en la Luna no se pierden los detalles con la distancia, pues no existe ninguna de las casi imperceptibles neblinas que, en la Tierra, tamizan y a veces desfiguran las cosas lejanas.

Aquellas montañas tení­an tres mil metros de altura, y ascendí­an abruptamente desde la llanura, como si unas eras atrás alguna erupción subterránea las hubiese lanzado hacia el cielo a través de la fundida corteza. Incluso la base de la más cercana quedaba oculta por la curvadí­sima superficie de la llanura, ya que la Luna es un mundo muy pequeño y, desde donde yo me encontraba, el horizonte se hallaba a sólo unos tres kilómetros.

Alcé los ojos hacia los picos a los que no habí­a ascendido jamás ningún hombre, unas cumbres que, antes del principio de la vida terrestre, habí­an contemplado los océanos en retirada hundiéndose sombrí­amente en sus tumbas y llevándose consigo la esperanza y la promesa del mañana de un mundo. La luz solar se estrellaba contra las cumbres con un resplandor que hací­a daño a la vista; aunque, sólo un poco por encima de ellas, las estrellas alumbraban con firmeza en un cielo más negro que en cualquier noche invernal de la Tierra.

Estaba ya volviéndome, cuando mi ojo captó un reflejo metálico en lo alto de la arista de un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, unos cincuenta kilómetros hacia el Oeste. Se trataba de un punto de luz impreciso, como si una estrella hubiese sido arrancada del cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que alguna pulida superficie rocosa captaba la luz solar y hací­a las veces de un heliógrafo directamente hacia mis ojos. Cosas de este tipo no eran raras. A veces, cuando la Luna se encuentra en su segundo cuarto, los observadores de la Tierra ven las grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arder con una iridiscencia de un azul blanquecino, pues la luz del Sol destella desde sus faldas y salta de nuevo de un mundo a otro. No obstante, tuve curiosidad por saber qué clase de roca podí­a brillar allí­ con tanta intensidad. Subí­ a la torre de observación e hice girar hacia el Oeste nuestro telescopio de diez centí­metros.

Vi lo suficiente como para quedar tentado. Muy claro y ní­tido en el campo de visión, los picos de la montaña parecí­an encontrarse a menos de un kilómetro; pero aquello que atrapaba la luz solar era demasiado pequeño para ser captado. Sin embargo, parecí­a poseer una simetrí­a elusiva, y la cumbre sobre la que descansaba era curiosamente plana. Contemplé aquel resplandeciente enigma, forzando durante un buen rato mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor a quemado procedente de la cocina me dijo que nuestras salchichas para el desayuno habí­an efectuado en vano un viaje de más de cuatrocientos mil kilómetros.

Toda aquella mañana, estuvimos discutiendo durante nuestro recorrido a través del Mare Crisium, mientras las montañas orientales se alzaban cada vez más hacia el cielo. Incluso cuando buscábamos nuestros trajes espaciales, la discusión continuó por radio. Era del todo seguro, argumentaban mis compañeros, que jamás se habí­a visto ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Las únicas cosas vivientes que hubieran podido existir allí­ eran algunas plantas primitivas y sus un poco menos degenerados antepasados. Sabí­a todo aquello lo mismo que cualquiera; sin embargo, hay ocasiones en las que un cientí­fico no debe tener miedo a hacer un poco el ridí­culo.

—Escuchadme —les dije al fin—. Voy a ir allí­, aunque sólo sea para quedarme tranquilo. Esa montaña tiene menos de cuatro mil metros de altura; es decir, sólo setecientos según la gravedad terrestre, y puedo hacer el recorrido a lo sumo en veinte horas. Siempre he deseado, por otra parte, escalar esas montañas, y esto me proporciona una excusa excelente.

—Si no te rompes el cuello —respondió Garnett—, te convertirás en el hazmerreí­r de la expedición cuando regresemos a la Base. Y, a partir de ahora, esa montaña empezará a llamarse la Locura de Wilson.

—No me romperé el cuello —repliqué con firmeza—. ¿Quién fue el primer hombre que trepó a Pico Helicón?

—¿Pero no eras bastante más joven en aquella época? —preguntó Louis en tono amable.

—Eso —repliqué con suma dignidad— es una razón tan buena como cualquier otra para desear ir.

Aquella noche nos acostamos temprano, tras llevar el tractor hasta un kilómetro del promontorio. Garnett vendrí­a conmigo por la mañana. Era un buen alpinista y me habí­a acompañado con frecuencia en hazañas de aquel tipo. Nuestro conductor quedó muy complacido de que lo dejáramos al mando de la máquina.

A primera vista, aquellos acantilados parecí­an por completo inescalables; sin embargo, para cualquiera que tenga una cabeza firme que aguante las alturas, es fácil trepar en un mundo donde todos los pesos son sólo de una sexta parte de su valor normal. El peligro auténtico en el montañismo lunar radica en la excesiva confianza. Una caí­da de doscientos metros en la Luna, te puede matar exactamente igual que una de treinta en la Tierra.

Hicimos nuestra primera parada en una amplia repisa a unos mil trescientos metros por encima de la llanura. La ascensión no habí­a sido difí­cil; pero tení­a los miembros un poco envarados a causa del desacostumbrado esfuerzo, y me alegró poder descansar. Aún veí­amos el tractor como un pequeño insecto metálico, muy alejado al pie del acantilado, e informamos de nuestro avance al conductor antes de comenzar la siguiente etapa de ascensión.

En el interior de nuestros trajes reinaba un confortable frescor, puesto que las unidades de refrigeración luchaban contra el implacable sol y eliminaban el calor corporal de nuestro esfuerzo. Apenas nos hablábamos, excepto para pasarnos instrucciones acerca de la ascensión y para discutir el mejor plan de subida. No sabí­a lo que pensaba Garnett. Probablemente, que aquélla era la aventura más descabellada en la que jamás se habí­a embarcado. Yo estaba más que a medias de acuerdo con él; pero la alegrí­a de la ascensión, saber que ningún hombre habí­a hollado aquel camino antes y el entusiasmo que proporcionaba el paisaje al ampliarse cada vez más ante nosotros, me iba concediendo toda la recompensa que anhelaba.

No creo haber sentido una particular excitación al ver delante de nosotros la pared de roca que habí­a inspeccionado por primera vez con el telescopio desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se elevaba a unos veinte metros por encima de nuestras cabezas; y allí­, en la meseta, se encontrarí­a la cosa que me habí­a llevado hasta ese lugar por aquellos desolados parajes. Seguramente no se tratarí­a más que de una roca astillada muchí­simos años atrás por la caí­da de un meteorito, y que conservaba sus planos de escisión aún frescos y brillantes en aquella quietud incorruptible e inmutable.

No habí­a en la parte delantera de la roca ningún lugar donde asirse con las manos, y tendrí­amos que emplear un garfio. Mis cansados brazos parecieron recuperar nueva fuerza al hacer girar sobre mi cabeza el ancla metálica tridentada y lanzarla en la dirección de las estrellas. La primera vez no agarró y cayó con lentitud al tirar de la cuerda. Al tercer intento, los dientes se clavaron con firmeza, y el peso de los dos juntos ya no fue capaz de arrancarlos.

Garnett me miró con ansiedad. Me pareció que querí­a ser el primero, pero le sonreí­ desde el cristal de mi casco y meneé la cabeza. Muy despacio, tomándome tiempo, emprendí­ la ascensión final.

Incluso con mi traje espacial, aquí­ sólo pesaba unos veinte kilos. Me izaba con una mano tras otra, sin preocuparme de emplear los pies. Al llegar al borde, hice una pausa y una seña a mi compañero, tras lo cual acabé de subir por el filo. Me puse de pie y miré ante mí­.

Deben comprender que, hasta este momento, habí­a estado convencido casi por completo de que allí­ no habrí­a nada extraño o fuera de lo corriente. Casi. Pero no por completo. Aquella tentadora duda era la que me habí­a impulsado a seguir adelante. Pues ahora ya no habí­a duda; pero el misterio sólo acababa de comenzar.

Me hallaba de pie en una meseta como de unos treinta metros de diámetro. En un tiempo habí­a sido lisa por completo (demasiado lisa para ser natural); pero las caí­das de meteoritos habí­an marcado y perforado su superficie a través de inmensurables eones. Lo habí­an aplanado para soportar una estructura reluciente y más o menos piramidal, que doblaba en altura a un hombre, y que se hallaba empotrada en la roca como una joya gigantesca y de múltiples facetas.

Probablemente, en aquellos primeros segundos, ninguna emoción llenó en absoluto mi mente. Luego, sentí­ una euforia inmensa y una alegrí­a extraña e inexpresable. En realidad, amaba a la Luna, y ahora supe que el moho rastrero de Aristarco y Erastóstenes no habí­a sido la única vida que albergó durante su juventud. El viejo y desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. A fin de cuentas, habí­a existido una civilización lunar, y yo era el primero que la habí­a encontrado. Haber llegado tal vez con un centenar de millones de años de retraso no me turbaba lo más mí­nimo. Era suficiente haber podido llegar.

Mi mente empezó a funcionar con normalidad, para analizar y plantear preguntas. ¿Se trataba de un edificio, un santuario, o algo para lo que mi idioma carecí­a de denominación? Si era un edificio, ¿por qué lo habí­an construido en un lugar tan poco accesible? Me pregunté si aquello serí­a un templo, y me imaginé a los adeptos de alguna extraña fe clamando a sus dioses para que los salvasen mientras la vida de la Luna refluí­a junto con los agonizantes océanos; y apelando en vano a sus deidades…

Avancé una docena de pasos para examinar aquello desde más cerca. Pero un sentido de precaución me contuvo de aproximarme demasiado. Sabí­a un poco de arqueologí­a, y traté de deducir el nivel cultural de la civilización que habí­a limado aquella montaña y alzado aquellas superficies relucientes de espejo que aún me deslumbraban los ojos.

Pensé que los egipcios podrí­an haber hecho algo así­, si sus obreros hubiesen poseí­do algunos materiales más extraños que los empleados por aquellos arquitectos mucho más antiguos. Por lo reducido de aquella cosa, no se me ocurrió que pudiera estar contemplando la obra de una raza mucho más avanzada que la mí­a. La idea de que en la Luna hubiese habido inteligencia era demasiado tremenda para captarla, y mi orgullo no me permití­a dar el último y humillante salto.

Luego, me percaté de algo que me produjo un escalofrí­o en la nuca, una cosa tan trivial y tan inocente que muchos jamás se habrí­an fijado en ello. Ya he explicado que la meseta presentaba las cicatrices producidas por los meteoritos; pero estaba también revestida de unos centí­metros de polvo cósmico, algo que siempre se filtra a la superficie de cualquier mundo donde no hay vientos que lo perturben. Sin embargo, el polvo y las cicatrices terminaban de pronto en un amplio cí­rculo que rodeaba la pequeña pirámide, como si una pared invisible la protegiera de las inclemencias del tiempo y del lento pero incesante bombardeo desde el espacio.

Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me habí­a estado llamando desde hací­a rato. Anduve vacilante hasta el borde del risco y le hice señales para que se reuniera conmigo, pues no confiaba en mí­ lo suficiente para expresarlo con palabras. Luego, regresé hacia el cí­rculo en el polvo. Recogí­ un fragmento de roca astillada y lo lancé con suavidad contra el brillante enigma. Si el guijarro se hubiese desvanecido en aquella invisible barrera no me hubiera sorprendido; pero pareció alcanzar una superficie semiesférica y suave, y se deslizó blandamente hasta el suelo.

Supe que estaba mirando algo que no podí­a compararse con la antigüedad de mi propia raza. No era un edificio, sino una máquina, y que se protegí­a con unas fuerzas que habí­an desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas, fuesen las que fuesen, operaban todaví­a, y tal vez me habí­a acercado ya demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre habí­a atrapado y domesticado durante el siglo pasado. Según mis conocimientos, podí­a muy bien hallarme condenado de forma irrevocable, como si hubiese penetrado, sin llevar protección, en el aura mortí­fera de una pila atómica.

Recuerdo que entonces me volví­ hacia Garnett, que se habí­a reunido conmigo y que se hallaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecí­a como olvidado de mí­. No quise molestarle y me dirigí­ al borde del acantilado en un esfuerzo por ordenar mis pensamientos. Allá, debajo de mí­, yací­a el Mare Crisium (precisamente el Mar de las Crisis), extraño y raro para la mayorí­a de los hombres; pero familiar y tranquilizador para mí­. Alcé los ojos hacia el creciente de la Tierra, que yací­a entre su cuna de estrellas, y me pregunté qué habí­an cubierto sus nubes cuando aquellos desconocidos constructores finalizaron su tarea. ¿Se encontraba en la selva llena de vapores del Carboní­fero, en la desolada costa sobre la cual habí­an trepado los primeros anfibios para conquistar la tierra, o más temprano aún, en la larga soledad que precedió a la llegada de la vida?

No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, esa verdad que ahora me parece tan obvia. En la primera excitación de mi descubrimiento, di por supuesto, sin ponerlo en tela de juicio, que aquella aparición cristalina la habí­a construido alguna raza perteneciente al pasado remoto de la Luna. Pero, de repente, y con una fuerza abrumadora, tuve la convicción de que se trataba de alguien tan ajeno a la Luna como yo mismo.

Durante veinte años no habí­a encontrado la menor traza de vida excepto algunas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su destino, podí­a haber dejado algo más que un simple testimonio de su existencia.

Miré de nuevo la reluciente pirámide, y me pareció más remota que cualquier otra cosa que tuviera algo que ver con la Luna. De pronto, me estremecí­ con una loca e histérica risa, producto de la excitación y del esfuerzo. Me habí­a imaginado que aquella pequeña pirámide me hablaba y me decí­a:

—Lo siento, pero yo también soy un extraño aquí­.

Hemos tardado veinte años en quebrantar ese invisible escudo para llegar a la máquina que se encontraba dentro de aquellas paredes cristalinas. Lo que no podí­amos entender, lo rompimos al fin con la fuerza salvaje de la energí­a atómica, y ahora he visto los fragmentos de aquella cosa hermosa y resplandeciente que encontré en lo alto de la montaña.

No tienen el menor sentido. El mecanismo, si es que se trataba de algún mecanismo, de la pirámide pertenece a una tecnologí­a que se encuentra mucho más allá de nuestro horizonte, tal vez sea la tecnologí­a propia de las fuerzas parafí­sicas.

El misterio nos obsesiona mucho más ahora que se ha llegado a los otros planetas y que sabemos que sólo la Tierra ha sido el hogar de la vida inteligente en nuestro Universo. Tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo ha podido construir esa máquina, puesto que el grosor del polvo espacial que habí­a sobre la meseta nos permitió calcular su edad. Se depositó encima de la montaña antes de que la vida emergiera de los océanos de la Tierra.

Cuando nuestro mundo tení­a la mitad de su edad actual, «algo» procedente de las estrellas, pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso y siguió su camino. Hasta que la destruimos, esa máquina siguió cumpliendo la misión de sus constructores. En cuanto a cuál era esa misión, he aquí­ lo que conjeturo:

Hay cerca de cien mil millones de estrellas que giran en el cí­rculo de la Ví­a Láctea, y hace mucho tiempo otras razas en los mundos de otros soles debieron haber alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado ahora. Pensad en esas civilizaciones, muy alejadas en el tiempo, en el mortecino resplandor que siguió a la Creación, dueños de un Universo tan joven que la vida sólo habí­a llegado a unos cuantos mundos. Debieron hallarse en una soledad que no podemos imaginar, la soledad de los dioses que miran a través del infinito y que no encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.

Debieron haber estado buscando en los cúmulos de estrellas, lo mismo que nosotros hemos buscado en los planetas. En todas partes existirí­an mundos; pero vací­os o poblados de cosas sin mente que se arrastraban. Así­ era nuestra propia Tierra, con el humo de los grandes volcanes manchando todaví­a los cielos, cuando la primera nave de los pueblos del amanecer se deslizó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos exteriores, sabiendo que la vida no podrí­a desempeñar ningún papel en sus destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose con el Sol y aguardando a que comenzasen sus historias.

Aquellos vagabundos debieron mirar hacia la Tierra, que giraba a salvo en la estrecha zona entre el fuego y el hielo, y debieron pensar que era la favorita de los hijos del Sol. En un futuro distante, habrí­a allí­ inteligencia; pero tení­an aún incontables estrellas ante ellos, y tal vez no volviesen nunca más por este camino.

Dejaron, pues, un centinela, uno de los millones que habí­an esparcido a través del Universo, para que vigilase todos los mundos en los que habí­a una promesa de vida. Era un faro que, a través de todas las edades, ha estado señalando en silencio el hecho de que nadie lo habí­a descubierto todaví­a.

Tal vez entenderéis ahora por qué la pirámide de cristal se alzó sobre la Luna en lugar de alzarse sobre la Tierra. Sus constructores no se preocupaban de las razas que aún se esforzaban desde su estado salvaje. De nuestra civilización sólo podí­a interesarles que demostrásemos aptitud para sobrevivir, para cruzar el espacio y escapar de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafí­o al que todas las razas inteligentes deben hacer frente más tarde o más temprano. Se trata de un reto doble, porque depende a su vez de la conquista de la energí­a atómica y de la última elección entre la vida y la muerte.

Una vez hubiésemos superado aquella crisis, sólo serí­a cuestión de tiempo que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora, sus señales han cesado, y aquellos cuyo deber sea ése volverán sus mentes hacia la Tierra. Tal vez deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben ser ya viejos, muy viejos, y los ancianos sienten muchas veces unos celos enfermizos de los jóvenes.

Ahora ya no puedo mirar hacia la Ví­a Láctea sin preguntarme desde cuál de aquellas compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un lugar común muy socorrido, diré que hemos roto el cristal de la alarma contra incendios y lo único que tenemos que hacer es aguardar.

Pero no creo que debamos esperar demasiado.