Un día Pepita y su marido se presentaron en el pueblo en auto. Pepita abrazó a su hermano llorando.
—¿Por qué no me dijiste nada de lo que ibas a hacer? —le preguntó Javier.
—Porque si tú me dices que no me case, creo que no me hubiera casado. Ya me perdonarás, Javiercho.
—Sí, chica, sí.
—¿Y la pobre tía Paula?
—Murió aquí muy tranquila y muy resignada.
—¡Pobrecilla!
—Tú no la querías mucho.
—La encontraba un poco seca; pero la quería por lo que te quería a ti.
Javier le preguntó en qué actitud estaba con relación a su padre.
Pepita le dijo que su padre le había dicho que no quería verla. Ella sentía un fondo de indiferencia hacia él.
—¿Entonces has reñido con nuestro padre?
—Sí; no pienso verle. Es un egoísta. No le tengo cariño ninguno. A ti te ha fastidiado, y a mí me ha querido fastidiar también; pero no me importa nada lo que diga de mí; no pienso ni escribirle una vez siquiera.
Desde su punto de vista, Pepita tenía razón. Pepita y Basterreche querían dar una impresión alegre. Comieron juntos.
—Creí que había hecho algo útil en la vida —dijo Javier en la conversación—, y veo que no he hecho nada.
—¿Y quién lo hace? —contestó el médico—. Has vivido para los demás. Vive ahora un poco para ti mismo.
—Tiene razón Joshe Mari. Es lo que debes hacer, Javiercho.
Pepita y su marido dijeron a Javier:
—Lo que debías hacer era venir a Bilbao a vivir a nuestra casa.
—Ya veremos más tarde.
Después de comer Basterreche dejó a los dos hermanos que hablaran largamente. Él se sentó en el piano. Estaba un poco desafinado. Preludió y cantó el Adio Euskal Herriari, de Iparraguirre:
Gazte gaztetandikan
Herritik kanpora,
Estrajeria aldean
Pasa det denbora.
Herrialde guztietan
Toki onak badira,
Baina bihotzak dio:
«zoaz Euskal Herrira».
(Cuando era joven, muy joven, salí del pueblo, y en países extranjeros he pasado el tiempo. Cierto que en todas partes hay buenos sitios, pero el corazón dice: «Vete al País Vasco.»)
—¿Sigue tu marido cantando? —preguntó Javier a Pepita.
—Sí, ya ves.
—¿Os entendéis bien?
—Muy bien.
—Más vale así.
Al caer de la tarde Javier acompañó a su hermana y a su cuñado hasta la carretera, donde tenían el automóvil. Le pareció que Pepita estaba un tanto pesada.
Al despedirse ella le dijo a Javier:
—Javier, ven con nosotros. ¿Qué vas a hacer aquí? Te vas a poner enfermo, triste. Vas a acabar odiando a todo el mundo, y para otro eso no le costará mucho, pero a ti sí.
—¿Por qué?
—Porque tú no has nacido para odiar, sino para vivir entre gente amable y simpática. Yo no te digo que seas un mal cura, ni que te hagas un calavera, ni que contestes a los que te persiguen con el rencor y la rabia; pero sí que te defiendas de ellos, que los olvides.
—Me he olvidado de todo. No tenía motivos de odio.
Pepita demostraba siempre muy buen sentido. Unos meses después Pepita le avisó a su hermano que había tenido un niño y le pedía que fuera. Marchó Javier; ella estaba todavía en la cama.
—¿Dónde está el niño? —preguntó él.
—Ahí lo tienes, parece un chinito.
—Es muy moñoño —afirmó Javier, y se arrodilló para mirarle en la cuna.
—Si tú quieres, tú serás su segundo padre.
—¿Ya querrá José Mari?
—Con que quiera yo, basta. Le llamaremos Javier. Tú le dirigirás. Todo menos hacerle cura.
De pronto entró en la alcoba la Eustaqui.
—Aquí tienes a la Eustaqui —dijo Pepita—. ¡Cómo ha crecido y qué guapa se ha puesto!
—Sí, mucho —dijo ella, confusa—. Y la pobre señorita Paula, ¿murió?
—Sí; murió.
—Pobrecilla. Era muy buena para mí.
La Eustaqui estaba más guapa que nunca; alta, sonriente, bien vestida.
Comieron el doctor Basterreche y Javier, servidos por ella.
—¿Habéis traído a la Eustaqui?
—Sí; es una chica muy buena, muy inteligente. La tenemos como de la familia.
Javier nada dijo.
—Me preocupa el pensar que te hemos hecho desgraciado o, por lo menos, que hemos contribuido a ello —indicó Basterreche después.
—No te preocupes de eso —contestó Javier.
Basterreche le miró a los ojos y le estrechó la mano.
Después de comer el doctor se puso al piano y cantó su canción favorita:
Bautista Basterretxe
mutiko pijua
niri gurdi ardatza
ostuta dihoa.
Cuando Javier fue a despedirse de Pepita, ella le preguntó:
—¿Te decides a venir, verdad, Javiercho?
—Sí; dentro de unos días estaré aquí.
Madrid, enero 1936.