DIVAGACIONES AL LADO DEL FUEGO
Cinco o seis días después Javier amontonó gran parte de los libros comprados en la huerta, los roció con gasolina y les pegó fuego.
Todavía por la noche estaban ardiendo; con una rama atizó la hoguera; no quedaron más que cenizas. Al día siguiente hizo lo mismo y quemó también su cuaderno de notas.
Hacía frío, y Javier se pasaba muchas horas mirando al fuego, en una contemplación preñada de ideas vagas, informes, siguiendo un razonamiento o un recuerdo y pasando de uno a otro.
Continuaba el mal tiempo.
La nieve iba cayendo en copos grandes y gruesos e iba cubriendo la tierra. A veces pasaban bandadas de cuervos graznando, quizá, de hambre.
«¿Podré vivir así, sin una ilusión, sin una esperanza en nada?», se preguntaba Javier. Se veía mucho más duro y enérgico de lo que él había supuesto. El porvenir era negro para él y no comprendía manera de modificarlo. Después del fruto tormentoso de su corazón (tormensa parturientis cordis mei), que dice San Agustín, no le quedaba más que algo de lo que dice este autor que él padecía: tædium vivendi, metus moriendi (tedio de la vida y miedo de morir).
El miedo de morir no era muy grande en él.
El pensamiento egoísta en sus cosas lo abandonaba muchas veces por la divagación.
El fuego le acompañaba y le absorbía. ¡Qué misterio también esto del fuego! ¡Qué cantidad de siglos, de miles de años se habrá pasado el hombre contemplándolo maravillado! Antes no sabía su origen; ¿pero es que ahora lo sabe? Tampoco. Sabe cómo se produce; pero por qué, no lo sabe ni lo sabrá nunca.
Allí, en la chimenea, ardía la fuerza del sol. ¡Mithra y la calefacción! Qué broma.
Después pensaba en todo el universo, en las ideas de Arrhenius, y le entraba un poco de vértigo.
En medio de estas fuerzas siderales de astros y de nebulosas, ¡qué tremenda soledad la del hombre que piensa! ¡Qué actitud hubiera tomado un cristiano de los tiempos trágicos ante esta terrible indiferencia de la naturaleza! ¿Cómo hubiera podido encontrar fines divinos o humanos en Orion o en Sirio?
Esta idea de la infinidad del universo y del movimiento sideral le había producido siempre admiración y espanto. Ahora pensaba que era un error, porque cuando los conceptos tienden a sobrepasar la capacidad humana, no vale la pena de ocuparse de ellos. El punto de vista astronómico no valía nada para el hombre.
Había que tomar una posición humana, ¿pero cuál?
Duró mucho el mal tiempo; las nieves se convirtieron en lluvias. Salió el sol y comenzaron a aparecer los tordos.