XXI

LA TÍA PAULA

Durante estos días, Javier estuvo muy intranquilo.

Una noche su tía Paula le dijo:

—Yo no quiero que te canses ni que te sacrifiques.

—Déjame seguir mi camino —contestó él con rudeza—. Cada uno hace lo que le conviene.

—No.

—¿Cómo que no?

—No, porque tu camino es también el mío.

—¡Tiene gracia!

—No, no tiene gracia. No tiene ninguna gracia. ¿Es que tú eres tan egoísta que no has notado que yo he vivido para ti? Yo he puesto en ti todos mis cuidados y has sido para mí algo que se atiende en todos los momentos. Ahora tú quieres decir: «¿Qué tienes que ver conmigo? Yo tengo derecho a hacer de mi cuerpo y de mi alma lo que me dé la gana.» ¡Pues no, pues no y pues no!

—¡Qué cosas dices!

—Digo la verdad, porque deshaces mi vida y le quitas toda su ilusión.

Al decir esto, tuvo un hipo angustioso y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Javier se quedó sorprendido y estuvo callado sin hacer objeción hasta que su tía Paula se marchó a su cuarto.

Él le había dicho, como Jesucristo a su madre: «Mujer, ¿qué tengo que ver contigo?»

Durante la noche volvió a pensar en lo dicho por aquella mujer y reconoció su razón. Realmente, él era un egoísta y no se había preocupado nunca más que de sí mismo. Ella, en cambio, puso todas sus preocupaciones en él.

Quizá no había pensado nunca claramente que aquella pobre mujer era una víctima también, en la cual nunca pensó ni le concedió importancia.

Javier había obrado siempre con egoísmo. No comprendía su engaño sobre su conducta. ¡Tan absoluta y tan completamente se podía engañar un hombre! Se había hecho cura, ciertamente, porque veía en esta vida una existencia reposada y tranquila; no había seguido a la bella irlandesa porque comprendió que seguirla era emprender una vida insegura, miserable y quizá trágica, en país extranjero. Odiaba las explicaciones, por egoísmo, y temía las consecuencias por la misma razón. Ubi et quando innocens fui? (¿Dónde y cuándo fui inocente?), podía preguntarse como San Agustín.

—Un poco mejor o un poco peor, igual que todos —murmuró al reaccionar de su mala opinión sobre sí mismo—. ¿Es que seré yo también un epicúreo, como decía Basterreche? Si es así, ¿para qué ocultarlo y disimularlo? No lo había comprendido todavía —se dijo—. Ya aclarado mi caso, cuando venga el tiempo decidiré.

La explicación fue beneficiosa para los dos. Javier se dispuso a cuidar de sí mismo, más por ella que por él, y a dar a la tía Paula explicaciones de lo que leía y de lo que pensaba.

Ella comprendió el cambio.

—Creo que he perdido la fe —le dijo una vez.

—Sí, ya me lo estaba figurando.

—¿Y qué hago? ¿Qué crees tú que debo hacer?

—Piénsalo, lo que tú digas y lo que tú decidas se hará.

—Entonces esperaremos.

El desmoronamiento de su fe y el comienzo de su irreligión no era un fenómeno improvisado en su alma, como le pareció al principio. Se había ido preparando poco a poco; habían colaborado en él las enseñanzas del confesonario, las conversaciones con Basterreche y con los socialistas, el viaje a Lourdes y al monte Aralar, la actitud de los curas del pueblo y hasta el hablar con Shagua. Por todas partes le había llegado la incredulidad y el escepticismo. ¿Cómo a los demás curas no les llegaba? ¿Era la fortaleza de su fe o era sencillamente su interés? No lo sabía, pero podía comprender claramente que la duda se cernía por todos los ámbitos de la sociedad española. La gente obrera, socialista o revolucionaria, no era religiosa; la burguesía radical tampoco lo era, y el resto de la clase media se mostraba indiferente. El porvenir le parecía bastante negro para el cristianismo.