XVIII

HELENISTAS Y JUDEÓFILOS

He leído en Renán y en otros autores la historia de las ideas de la Iglesia en los primeros siglos.

En el comienzo parece que es real y auténtica la rivalidad y la lucha de influencias entre San Pedro y San Pablo, el primero más inclinado al Israel tradicional y el segundo a la gentilidad cristianizada. El ebionismo y el montañismo después son, según algunos, los herederos más directos de la tradición de Jesús y de los apóstoles.

El ebionismo y el montañismo eran los que conservaban más puro en los primeros tiempos el carácter del cristianismo primitivo.

Los ebionistas, los humildes, gentes de mentalidad pobre, formaban una secta parecida a la de los nazoreos y tendían a considerar a Jesucristo como a un profeta de nacimiento y de vida natural.

Los montañistas eran más creyentes en el Paracleto, perfección final, que en la Parusía, o venida inmediata de Cristo.

El helenismo, que se mezclaba con el cristianismo, intentaba quitarle a éste su carácter de secta judía para convertirlo en religión europea.

Los representantes de las tendencias helénicas eran los gnósticos, con su metafísica y su poesía y sus extravagancias y su alejamiento de la vulgaridad y del pragmatismo judaico.

Todas aquellas sectas gnósticas y teosóficas se prestaban a las mayores fantasías, y había una de los cainitas que tenían a Caín por uno de los primeros santos e iban después glorificando a los personajes que en el Antiguo y en el Nuevo Testamento tienen fama de malvados y de perversos hasta llegar a Judas. Su evangelio era el Evangelio de Judas. Estas extravagancias, absurdas desviaciones de la pasión religiosa, contaban con sus partidarios.

El espíritu judío prosaico y vulgar, sin ninguna condición filosófica, triunfaba en la Iglesia.

Las discusiones entre partidarios del espíritu judaico y el heleno eran extrañas. La Iglesia naciente intervenía en ellas contra gnósticos, arrianos y nestorianos.

En el comienzo, el más importante de los filósofos gnósticos debió de ser Marción, hijo de un obispo de Sinope y armador en el Ponto. Los autores modernos le conceden una gran importancia. Marción, antisemita del tiempo, helenófilo y enemigo de la Biblia hebraica, recomendaba dos Escrituras elaboradas por él: la evangélica, que era el Evangelio de San Lucas, modificado, y la apostólica, las Epístolas de San Pablo, también cambiadas.

Lo mismo los marcionistas que los nicolaítas, los maniqueos y los gnósticos eran enemigos del Antiguo Testamento y consideraban los libros de la Biblia hebraica como falibles y sin autoridad.

Marción creía que Jesucristo había descendido directamente del cielo y que había dos dioses, uno el de la Ley y de la Justicia, el del Antiguo Testamento, el de los judíos; otro el de la gracia y la piedad, el del Evangelio, el de los cristianos.

El discípulo de Marción, Apeles, aseguraba en sus Silogismos que los libros de Moisés decían sólo falsedades y que no podían tener origen divino.

Otro tipo curioso del primer siglo del cristianismo es Simón el Mago. Es, según la tradición, el que quiere comprar con dinero a los apóstoles el secreto de hacer descender a la tierra al Espíritu Santo y el que deja en el lenguaje la palabra simonía.

¡Qué sentido comercial de judío tenía este buen Simón! Por unas monedas quería comprar el arte de bajar a la tierra al Espíritu Santo y tenerlo a sus órdenes.

En las Recogniciones o Reconocimientos y en las Homilías, que se llaman Clementinas y están atribuidas a San Clemente Romano, se encuentran las fantásticas disputas de Simón el Mago con San Pedro en Cesarea.

Simón el Mago es un tipo de taumaturgo extraordinario. Se enamora de la mujer de su maestro en herejías, Dositeo, llamada Luna; se apodera de ella y lo domina a él.

Establecido en Tiro, compra una cortesana de nombre Helena, según Tertuliano, y la hace pasar unas veces par una encarnación de la mujer de Menelao, otras por Minerva y otras por la madre del Espíritu Santo.

Simón, que se denominaba a sí mismo la «Virtud de Dios» y el «Estante», porque se creía inmortal, embriagado con su éxito en Roma, pretende marchar por los aires al cielo en un carro de fuego, y en el ensayo se cae, se rompe una pierna y en vista del fracaso se suicida. Este Simón el Mago tiene algo de Fausto. Es un personaje de leyenda o de novela, de la vitola de Apolonio de Tyana y de los modernos magos como Cagliostro o el conde de San Germán.

Toda la imaginación y toda la fantasía de los gnósticos fueron con el tiempo condenadas.

Las herejías de los primeros siglos son atractivas y llenas de imaginación creadora, sobre todo las de los sabelianos, valentinianos, docetistas, ofitas o hermanos de la Serpiente, etc.

Muchas particularidades de la historia del cristianismo las conocía yo en parte por los estudios del Seminario, aunque un tanto desfiguradas y sofisticadas. Las tendencias gnósticas teosóficas de origen griego las veo ahora opuestas y antagónicas a las tendencias judaicas, pobres de metafísica. En estas cuestiones luchó Atenas contra Jerusalén, es decir, Europa contra Asia.

Sin embargo, la tendencia a la evolución, a las hipóstasis de la filosofía griega, corrió también entre los judíos, y así como los cristianos helenistas, según San Juan, colocaban el verbo en el principio, los judeófilos ponían el metatron al mismo tiempo que Dios.

El metatron o metatrono no es muy fácil de explicar ni de definir; es algo como el asesor de Dios, algo como el Logos o el Espíritu Santo.

He leído, los debates sobre la Trinidad entre arríanos y sus enemigos, la doctrina de las dos naturalezas de Cristo, la controversia nestoriana y monofisista; éstos, partidarios del carácter sólo divino de Jesús y los otros del carácter divino y humano, y la cuestión nunca resuelta satisfactoriamente del libre albedrío y la gracia que renació siglos después con el protestantismo y el jansenismo.

En esas épocas lejanas se discutió constantemente sobre la divinidad de Jesucristo, sobre la Trinidad y sobre si al verbo debía llamársele homoousion (consustancial, de sustancia idéntica) o homoioousiom (de sustancia semejante). Homousia era la consustancialidad y homoiousia la semejanza. También se discutió si a la Virgen había que denominarla Theotokos (Madre de Dios) o Antropotokos (Madre del hombre).

La Iglesia prefería en último término, siguiendo su tradición judaica, la posición práctica y semítica que no la helena, más metafísica y más idealista.

He leído también la Historia de los heterodoxos españoles, de Menéndez y Pelayo, libro de una gran erudición, unida a un espíritu dogmático y un tanto vulgar.

Me hubiera gustado conocer bien esta primera época del cristianismo, de constante creación de los padres de la Iglesia y de los heresiarcas. La época dura hasta el siglo VI y termina en un crepúsculo monótono y pesado.

La influencia de San Pablo predomina en la Iglesia. Es el verdadero organizador, es un hombre inteligente, tiene conceptos claros y prácticos y el cristianismo es esencialmente paulista a pesar de su devoción por San Pedro. San Pablo convierte la anarquía mística de la predicación de Jesús en algo ordenado y conservador.

San Pablo, bajo, pequeño, achaparrado, calvo y narigudo, al principio tejedor y después tapicero en las ciudades a donde llegaba como predicador, es uno de los hombres de mayor ambición de la Humanidad. Se muestra siempre dogmático y afirmativo, pero también muy judío y muy cuco. Lo único que encuentro justo en él es que no concediera gran importancia a los monumentos y estatuas de Grecia, que tanto entusiasmaban a Renán, porque para la Humanidad entera no lo tienen por muy bellos que sean.

San Pablo debía de tener un espíritu muy judío, porque llevando como estandarte a Jesucristo reivindica y legitima las tendencias del Antiguo Testamento. Como buen judío era jurídico y legista; si le dejan tiempo hubiera llegado a ordenar una legislación para los Bancos, para las Bolsas y hasta para las casas de préstamos.

Respecto a la moral del cristianismo, resulta evidentemente confusa, contradictoria y arbitraria.

La moral cristiana es teocéntrica; no es una moral humana, una ética clara con sus preceptos. Lo esencial en ella es la contrición, el examen de conciencia, la metanoia (arrepentimiento, sentimiento); pero como no hay normas definidas y sólo Dios juzga, el hombre no sabe cuándo obra bien y cuándo obra mal. El favoritismo reina.

Por eso hay los llamados y los elegidos:

«Porque muchos hay llamados y pocos escogidos. —San Mateo, cap. XXII, 14.»

Esta predestinación es injusticia pura.

También lo es la glorificación del pecador que se arrepiente:

«Os digo que así habrá más gozo en el cielo de un pecador que se arrepiente, que de noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento. —San Lucas, cap. XV, 7.»

Ante la moral moderna y humana esto parece de una injusticia evidente. No es posible entre nosotros que concedamos la misma estimación y el mismo crédito al chanchullero y al estafador, que se transforma en persona digna que al que ha sido toda su vida un modelo de honradez y de nobleza.

La famosa frase «Ama a tu prójimo como a ti mismo», tan impracticable y tan imposible, no es ni siquiera original.

«No te vengarás ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo: mas amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Jehová. —Levítico, cap. XIX, 18.»

Algunos suponen que aquí el Levítico llama prójimo al otro judío a quien el israelita reconoce por su nariz corva o por el shibolet; pero aunque así sea, la originalidad evangélica de generalizar la frase no es grande.

Además, la recomendación es una cosa tan irrealizable y tan irrealizada que se puede considerar como una frase literaria.

Otra máxima trascendental del Evangelio es ésta:

«Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja que el rico entrar en el reino de Dios. San Marcos, cap. X, 25.»

«Mas os digo, que más liviano trabajo es pasar un camello por el ojo de una aguja que entrar un rico en el reino de Dios .—San Mateo, cap. XIX, 24.»

Los buenos traductores hebraístas han dicho que no se trata aquí de un camello, sino de un cable de pelo de camello. Sea una cosa u otra, la frase tiene el mismo sentido. El rico no puede entrar más que con gran dificultad en el cielo y, sin embargo, los religiosos antiguos y modernos quieren afrontar ese peligro de la riqueza con la alternativa de no entrar en el paraíso.

Hay también en San Lucas la historia del mal rico que va al infierno, y de su criado, Lázaro, medio mendigo, que sube al cielo.

Cristo parece, en general, comunista como judío de raza; muchas iglesias primitivas lo fueron. En contra de esta tendencia se aduce el caso del rico que se salva por sus buenas obras y se opone la frase de «Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César».

«17. Dinos, pues, ¿qué te parece? ¿Es lícito dar tributo a César o no?

18. Mas Jesús, entendida la malicia de ello, les dice: ¿Por qué me tentáis, hipócritas?

19. Mostradme la moneda del tributo. Y ellos le presentaron un denario.

20. Entonces les dice: ¿Cuya es esta figura y lo que está encima escrito?

21. Dícenle: De César. Y díceles: Pagad, pues, a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios. —San Mateo, cap. XXII

San Marcos dice: «Dad», y San Lucas también. Aquí parece que César y Dios están a la misma altura.

No se comprende claramente el valor del cuño de la moneda que al parecer para Jesucristo era muy trascendental.

Los comentaristas católicos tienen que hacer aquí ejercicios malabares para demostrar que los cristianos deben respetar y honrar los poderes de la tierra.

Tampoco es muy clara la justicia del padre de familia que tenía una viña de que habla San Mateo (cap. XX). Este propietario contrata a unos obreros para que trabajen en su propiedad por un denario al día, luego lleva a otros obreros que trabajan la tarde y a otros que no trabajan más que una hora y a todos les paga lo mismo.

Y la razón es porque él puede hacer lo que quiera con su dinero, y porque los primeros serán los últimos y los últimos los primeros.

Esta gracia hoy no convencería a nadie.

No comprendo tampoco la parábola del mayordomo infiel y disipador que pone San Lucas en boca de Jesús.

El mayordomo hace que los deudores de su señor declaren que le deben menos para saldar sus cuentas. «Y alabó el señor al mayordomo malo por haber hecho discretamente; porque los hijos de este siglo son en su generación más sagaces que los hijos de Eva. —San Lucas, cap. XVI, 8.»

Esto parece un vago elogio de la estafa.

Respecto a los dogmas cristianos no cabe duda que van variando constantemente.

El Credo no es una fórmula primitiva; el nombre que se le ha asignado de «Símbolo de los Apóstoles» es falso. Los apóstoles habían muerto siglo y medio antes de que se comenzara a confeccionar el Credo. El Credo es una síntesis formada en el siglo IV contra las herejías del tiempo.

Todas las afirmaciones de la fórmula cristiana son resultado de la polémica contra los gnósticos.

Comenzado en el siglo IV va evolucionando y siendo añadido, y las últimas adiciones son las que se refieren al descendimiento de Jesús a los infiernos y a la comunión de los santos hechas en el siglo VI.

Estas adiciones terminan el edificio cristiano. El descendimiento de Cristo a los infiernos, imitado de los dioses paganos, incorpora al cielo a los patriarcas y profetas. La comunión de los santos es obra también de unificación. Hay para los fieles tres iglesias: la Iglesia militante, o sea el conjunto de los cristianos católicos que viven; la Iglesia purgante, o sea las almas que padecen en el purgatorio y esperan su liberación, y la Iglesia triunfante, formada por los bienaventurados que disfrutan de la gloria eterna. Las tres unidas forman la Comunión de los Santos cuya existencia se afirma al final del Credo.

Hay en esto una maniobra, táctica política.

El infierno primitivo cristiano es bastante oscuro. Que habrá en él lágrimas y rechinamiento de dientes, dice San Mateo. En San Lucas se habla claramente del mal rico que está en el infierno y de su criado, Lázaro, que se encuentra en el seno de Abraham, y el rico llama a este patriarca y le habla, lo cual hace pensar que infierno y cielo se comunican.

San Agustín no cree en la existencia del purgatorio, que no aparece afirmado dogmáticamente hasta un concilio de Florencia del siglo XV. El cielo y el infierno son de casi todas las religiones, pero el purgatorio es casi exclusivamente pagano antes de ser cristiano. No se habla del purgatorio para nada ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento.

En el Antiguo Testamento se habla del Scheol, que es una especie de infierno insustancial y anodino.

El purgatorio es de origen órfico y romano. La idea del purgatorio y del limbo aparece en autores latinos.

El bautismo es ceremonia de sectas anteriores al cristianismo.

La extremaunción queda consignada como sacramento en el siglo XIX. El culto de la Virgen María, probablemente evolución del culto de Isis, comienza en Oriente en los siglos V al VI, es adoptado en Occidente hacia el siglo VII y se convierte en el dogma de la Inmaculada Concepción a mediados del siglo XIX. San Agustín, Santo Tomás, San Bernardo y San Anselmo no eran partidarios de esta idea en su tiempo.

La comunión es un resto de antropofagia semítica y luego de teofagia, según Robertson Smith. Como antecedente próximo tiene la cena de Cristo.

La confesión no es una práctica vieja del catolicismo. En otras religiones sí era frecuente.

Este acto está basado en dos pasajes del Nuevo Testamento de Mateo y Marcos, en los que se asegura que los adeptos de San Juan Bautista confesaban sus pecados y después recibían el bautismo, la inmersión en el agua como símbolo de la purificación mística.

La confesión auricular es católica sólo desde el siglo XI.

El culto de los santos es el culto de los héroes y de los divos tomado del paganismo. «Nosotros no adoramos, honramos a los santos», decían los obispos de los primeros siglos, y los teólogos afirmaron que les daban el culto de dulia —de douleia (servidumbre)—, y no de latría (latreia, adoración).

«Nosotros —dice San Agustín— honramos a los mártires de un culto de afecto y de sociedad, tal como se rinde en este momento a los santos, a los servidores de Dios; pero nosotros no rendimos más que sólo a Dios el culto supremo, llamado en griego latría, porque es un respeto y una sumisión que son debidos sólo a Él.»

Los protestantes han asegurado que esta distinción es falsa y que no hay diferencia entre los dos conceptos, con lo cual quieren demostrar que los católicos son idólatras porque tienen el culto de las imágenes, y la iconolatría y la idolatría es lo mismo. Todo ello parece muy bizantino y artificioso.

Respecto a los signos de la religión, la cruz existía desde época prehistórica. La cruz aparece como signo religioso mucho antes del cristianismo. Probablemente es un esquema de la figura humana. Tertuliano suponía que este hecho de encontrarse cruces no cristianas era una maquinación del demonio, pensada para quitar la fe a los creyentes.

La misa está formada con recuerdos paganos; los ornamentos, lo mismo; el agua bendita es el agua lustral de los antiguos; el canto llano procede de distintas melodías griegas; el rosario lo tomaron los cristianos de los moros en la época de las Cruzadas, y éstos, a su vez, de los budistas.

Parece que fue Pedro el Ermitaño el que trajo a Europa el rosario desde Palestina en el siglo XI. El incienso y el agua bendita se empleaban en los viejos cultos europeos y asiáticos. La tonsura, la sotana, la casulla, son paganas. Las procesiones y peregrinaciones también. Respecto al ascetismo, los judíos dicen que no procede de ellos, que viene de Oriente, de otros países.

En el ascetismo cristiano hubo sin duda influencias orientales y del culto órfico de Grecia.

Así considerado, no hay nada original en el cristianismo; tiene los mismos elementos que la mayoría de las religiones: Dios, Trinidad, inmortalidad del alma, cielo, infierno, purgatorio, cultos, mitos y vestiduras…

Hay autores católicos que argumentan diciendo que, puesto que las ideas de la Trinidad y la inmortalidad del alma y la existencia del infierno son generales y defendidas con tesón, esto demuestra que son ciertas.

¡Qué puede valer la creencia de pueblos primitivos bárbaros y sin cultura! Poco seguramente. Si por el deseo bastara, muchos militares que sueñan con ser Césares o Alejandros lo serían, y lo serían los que aspiran a ser millonarios, sabios, grandes filósofos o grandes escritores, pero el deseo no vale nada.

Ahora, si no hay originalidad en el cristianismo, ¿por qué su expansión? La religión de Buda tenía máximas parecidas a las cristianas. Cierto que era una religión lejana y desconocida en Europa. La filosofía de Marco Aurelio no se diferenciaba mucho de la cristiana. El mithraísmo tenía cultos semejantes. Los hebraístas han demostrado que casi todas las frases célebres de Jesucristo están en el Antiguo Testamento, y, sin embargo, todas estas religiones o filosofías quedaban recluidas en rincones aislados y el cristianismo inundaba Europa de Norte a Sur.

El éxito del cristianismo proviene seguramente de su carácter dogmático, afirmativo y prometedor. La filosofía de Epicteto o de Marco Aurelio no promete nada, es una filosofía para señores, para hombres hartos y cansados. El cielo en ella aparece vacío; después de la muerte no queda rastro de la vida. El ateísmo es individualista y aristocrático, no puede ser de masas. Las masas necesitan un mito, una bandera, algo que las una y les dé conciencia de su carácter colectivo. El cristianismo está lleno de promesas ardientes. Es para los ansiosos, para los plebeyos desesperados, afligidos y desgraciados. Es para la gente que no quiere razonar, como hoy el anarquismo y el comunismo son para las masas obreras. El cristianismo buscó el apoyarse en los sentimientos elementales, equiparó al bueno con el malo, al inteligente con el estúpido, consideró que no había diferencias entre los hombres. Esto tenía que satisfacer enormemente a todos los que se sentían miserables.

—No hay sabios, no hay hombres buenos —diría el cristiano—. Yo soy un crapuloso, un sucio, una porquería humana, pero tú no eres mejor que yo.

Esto halaga mucho al hombre.

La idea cristiana y en su comienzo apocalíptica no daba una esperanza lejana, sino inmediata. El espíritu judeocristiano no quería abstracciones ni entelequias, sino realidades con peso, cuerpo y color.

El reino de Dios, para los cristianos, era promesa a corto plazo. La profecía del Apocalipsis les aseguraba que tras de la lucha con Satán y tras del sacrificio de Jesucristo vendría el triunfo de la Jerusalén nueva.

El Hijo del Hombre juzgaría a los unos y a los otros con sus elegidos en medio de una escenografía pintoresca y de teatro con nubes, estrellas, candelabros y trompetas.

No era seguramente la idea moral y filosófica del Evangelio la que triunfó y trastornó el mundo antiguo, como creen los protestantes, sino la tragedia del Calvario y las esperanzas que hacía concebir el Apocalipsis.

Por lo que leo, entre los protestantes, Jesucristo queda convertido en un inspirado. No hizo los milagros que le atribuyeron. Si hay contradicciones en sus teorías, se deben a sus discípulos. La moral de Cristo es un ideal de justicia en la tierra, y el reino de Dios es la evolución de la Humanidad que va marchando hacia el bien. Si es así, el protestantismo se diferencia muy poco del judaísmo. Para los protestantes, el Hijo del Hombre quiere decir el hombre por excelencia, y el Hijo de Dios es casi una frase sinónima. Naturalmente, para ellos el catolicismo es una desviación.

Harnack, como buen protestante, asegura que en la Iglesia católica no queda nada del espíritu de los Evangelios. Pero ¿cuál es ese espíritu? Nadie sabe señalarlo con claridad; últimamente el novelista Tolstoi era el que creía interpretar fielmente esos libros. Lo que no parece es que los demás estuviesen conformes con él.

Si el Cristo del catolicismo no es el del Evangelio, el Cristo del protestantismo alemán no tiene valor ni realidad. Es un orador, un agitador socialista, que predica la fraternidad humana.

Entre el cristianismo primitivo y el actual hay una diferencia inmensa; aquél es un cuerpo con fiebre y éste es un organismo sin calor. Los conceptos habrán variado mucho o poco, pero la temperatura ha descendido.

¿Cómo volver a la temperatura pasada? Eso ya es imposible. Los mismos ideales que antes producían ansia ahora nos dejan fríos. No es el dogma ni la esperanza lo que ha cambiado; es el hombre, que se ha hecho más viejo y más reflexivo.

Para el hombre de hoy, el punto de vista indiferente y agnóstico es el que mejor le cuadra. Es triste si se toma en serio, y si no se toma en serio no es menos triste. Ver el mundo como un campo de ceniza, donde nada tiene remedio y cuyo final es hundirse en el abismo de la muerte para siempre, no es muy halagador. Ésta es la idea de un europeo pesimista de Occidente y de un budista de Oriente. El uno adorna su desolación con una sonrisa y el otro con unas cuantas prácticas supersticiosas, pero en el fondo es igual.

Hoy los únicos que viven con un ansia parecida a los antiguos cristianos, aunque no tan fuerte ni tan febril, son los comunistas y anarquistas.

«El socialismo —dice el abate Tyrrell en uno de sus libros—, con todas sus brutalidades, su estrechez, su anticristianismo, es más cristiano, más cerca del Evangelio por su entusiasmo humanitario que el eclesiasticismo cínico y frío al cual se opone.»

El socialismo tiene un aire muy semítico. Israel lo realizó con un sentido religioso. Ante Dios, la unidad era Israel. El individuo no era más que una partícula de Israel. El ruso comunista actual no es hoy nada ante el gobierno soviético.

En cambio, Europa fue siempre individualista.

Israel, oprimido por los gentiles, soñaba con vengarse de ellos, como ahora el bolchevismo ruso sueña con deshacer a Francia o a Alemania.

El judío antiguo, que no pudo vencer al gentil con su naturaleza hebrea, lo venció en su hipóstasis cristiana.

El pequeño pueblo judío vencía. Parecía convenir a sus intereses que la Europa fuerte y dinámica de personalidades violentas y agresivas se debilitase, y lo consiguió.

La frase apócrifa que los historiadores eclesiásticos atribuyen a Juliano el Apóstata: «Venciste, Galileo», habría sido más exacta si hubiera sido: «Venciste, Israel». El esclavo vil vence muchas veces al señor noble y lo domina.

La Iglesia ha sido la heredera de ese instinto de dominación.

La técnica de la Iglesia es someter a sus individuos a una disciplina de esclavos para que se conviertan después fácilmente en amos. No se ve otra cosa. Si no ¿qué valor puede tener socialmente el ascetismo sacerdotal y monacal? Si no es una preparación para el mando, no es nada; no tiene significado ninguno.

La Iglesia, en los dos primeros siglos, lucha con las diversas tendencias gnósticas, que son un comienzo de racionalismo y de protestantismo, y con un criterio de justo medio, más negativo que positivo triunfa de las herejías.

La inspiración pasa del individuo a la comunidad; la comunidad la rigen los ancianos, y los ancianos son presididos por el obispo. La ciudad es la cuna de la Iglesia; el campo cuenta poco, y la ciudad se amolda a la civitas cæsarea. Es un Estado dentro de otro Estado.

Después, de triunfo en triunfo, al cristianismo ya no le basta el poder del Municipio, sino que necesita el poder del Imperio. Todo poder viene de Dios, ha dicho San Pablo. Roma, que tiene la primacía sobre las demás iglesias, lucha con el Imperio, lo vence al fin y se apodera de él incorporándose todas sus normas. El cristianismo tiene la ambición de ser universal, católico. El Papa es al mismo tiempo el César.

Así, un Lenin, en nuestro tiempo, a base de ideas confusas y primarias, se convierte también en César y en Papa definidor del comunismo.

Después yo creo que es la teología la que ha contribuido a debilitar la idea cristiana. La teología, sobre todo la escolástica, es metafísica, racionalismo, verbalismo. Los teólogos, con su Aristóteles por estandarte, quieren explicarlo todo. Ellos son los que han comenzado a desmoronar la fe y la moral de Cristo. A fuerza de divisiones y subdivisiones, de silogismos, de sutilezas y de habilidades, han quitado la sencillez primitiva del cristianismo y lo han adulterado. Ellos son los que han dado las armas a los enemigos de la Iglesia. Han querido convertir en matemáticas el sentimiento, y el sentimiento ha volado como un pájaro raro y ha dejado en el antiguo nido unas fórmulas vacías y sin vida.

La historia de las persecuciones religiosas no está muy clara; pero si tiene un debe y un haber, el haber no está del lado del cristianismo. En todo se ha exagerado, pero quizá donde se ha exagerado más ha sido en la relación de las persecuciones de los emperadores romanos. Muchos de estos primeros mártires no fueron sacrificados por su religión, sino por su turbulencia política, por sus agitaciones públicas. Los romanos se zafaban de la cuestión religiosa, y durante el primer tiempo no distinguían a los judíos de los cristianos. A los emperadores y a sus gobiernos no les interesaban las creencias de los súbditos, mientras no produjeran desórdenes callejeros contra el Estado.

La teoría de la legitimidad de la persecución contra el Imperio es cristiana, y antes había sido judaica. Los romanos tenían la idea de la legitimidad de la persecución contra el turbulento. Los credos religiosos no les importaban. En cambio, para los cristianos era lo esencial. Constantino, Teodosio, San Cirilo, Santo Domingo e infinidad de obispos y de frailes dirigen matanzas y asesinatos.

Ya San Agustín, a pesar de predicar a veces la tolerancia, difunde la misma teoría de la Inquisición:

«La persecución de los impíos contra la Iglesia de Cristo es injusta; la de la Iglesia de Cristo contra los impíos es justa.»

Así, no hay otra posibilidad que la guerra sin cuartel. Quizá entre las religiones nacidas de otros troncos: bramánicos, budistas o politeístas se puede establecer la convivencia; entre las que proceden del tronco semítico y las demás no es posible. El odio y la lucha sañuda entre ellas y las restantes será eterno. «El que no está conmigo está contra mí», podrán decir.