HIPÓTESIS
La realidad histórica de la vida de Jesús no se puede probar de una manera rigurosa. Es un hecho de fe.
Las escasas noticias de la vida de Jesucristo se supone que fueron completadas con tradiciones y leyendas de procedencia judía y sobre todo se origen griego. De aquí se cree que nació la idea de la Virgen y los milagros.
Toda una serie de dioses y semidioses son hijos de vírgenes cuyo nombre es variación de María: Adonis era hijo de Myrrha; Hermes, hijo de Maya; Cyrus, hijo de Mariana o Mandala; Moisés, hijo de Myriam; Joshua, de Miriam; Buda, de Maia y Krishna, de Maritala.
El culto de Isis contribuyó al de la Virgen María. Isis estaba representada teniendo en sus brazos a su hijo divino, Horus. El título de Madre de Dios, Theotokos, dado a la Virgen, fue empleado por primera vez en Alejandría, cerca del lugar del culto de Isis.
La disidencia produjo luchas violentas entre los que llamaban a María Madre de Dios y los que querían llamarle Madre del hombre o de Cristo.
Alejandro de Alejandría (siglo IV) le llamó a la Virgen por primera vez Theotokos, y Teodoro de Mopsuesta (siglo IV), de Antioquía, y Nestorio (siglo V), de Constantinopla, protestaron de la denominación.
San Lucas y San Mateo hablan de la Virgen madre. San Marcos y San Lucas consideran que Jesús fue revelado como hijo de Dios por medio de la adopción en el acto del bautismo, cuando el Espíritu Santo bajó sobre él en forma corporal como paloma y se oyó una voz del cielo que decía: «Tú eres mi hijo amado y en ti me he complacido». San Juan comienza su testamento por el verbo. La Iglesia primitiva de Palestina vio en Jesús el hijo de José y de María.
Jesucristo no habla nunca de sí mismo como hijo de Dios, sino como hijo de David o hijo del hombre, que en arameo, su lengua materna, equivale a hombre.
La fuente del mito del nacimiento virginal no es, probablemente, la Biblia Antigua.
Por lo tanto, el mismo Señor os dará señal: «He aquí que la virgen concebirá y parirá hijo y llamará su nombre Emmanuel. (Isaías, cap. VII-14.)» La fuente parece que es griega. Los primeros paganos cristianizados no comprendían el concepto judío de Hijo de Dios o Mesías, más bien Enviado de Dios, y lo entendieron literalmente, casualmente; lo que para los antiguos paganos no era difícil de creer.
Probablemente entre los paganos cristianizados nació la idea del hijo de un dios y de una virgen. Las diosas castas, virginales, como Rhea, Diana, Ceres, Cibeles, Palas-Atenea, eran adoradas por los griegos. El Partenón era el templo de la virgen Athenea. Parthenos quiere decir «virgen».
El culto de la Virgen parece de procedencia gentílica y al mismo tiempo egipcia. Isis con el niño Horus en brazos se hallaba colocada en los templos de Egipto bajo la advocación del signo del zodiaco Virgo.
El abate Loisy dice en su libro Simples Reflexiones: «Para descartar las relaciones del nacimiento milagroso y de la concepción virginal basta señalar que han sido ignoradas de Marcos y de Pablo; que los datos de Mateo no concuerdan con los de Lucas y que presentan los del uno y los del otro el carácter de ficciones.»
El empadronamiento de que habla San Lucas (cap. II-5 y siguientes), mandado hacer por un edicto de Augusto César, es poco probable, porque todavía el país no era romano. Por Josefo se sabe que el primer censo de Judea se verificó el año 6 o 7 de nuestra era. Josefo, que señala los crímenes de Herodes y da detalles de su vida, no habla absolutamente nada de la matanza de los inocentes.
La matanza de los inocentes, que únicamente narra San Mateo, se ve que es una invención novelesca. Ningún historiador habla de esa matanza. Únicamente hace una referencia a ella Macrobio en sus Saturnales, pero ya en el siglo V. No hay ninguna comprobación histórica de un hecho tan cruel y tan extraordinario.
Por otra parte, la matanza de los inocentes es una leyenda que corría por los pueblos del Mediterráneo antes del nacimiento de Cristo.
Es dudoso que Jesucristo naciera en Belén, en Judea.
El cristianismo primitivo creyó a Jesús de Nazaret en Galilea. Sin embargo, muchos críticos suponen que en los textos griegos de los Evangelios no se llama a Cristo nazareno, sino nazoreo, y que esto no tiene nada que ver con Nazaret, pues los nazoreos (observadores) formaban una secta gnóstica de bautizadores, mandeos, partidarios de San Juan Bautista; secta que aún sobrevive en la Mesopotamia Inferior y que tiene tendencias del sabeísmo.
Los mandeístas se llamaban Nazoreos, Nazarerenos, Nazorenos o Nazoraios, de Nazoraioi o Nasaraioi; lo que quiere decir vigilantes, observadores o salvadores, pero no habitantes de Nazaret. Éstos tenían un libro, La Ginza (El Tesoro).
Parece que no hay ningún texto antiguo, pagano o judío, que haga mención de Nazaret como pueblo. Entre los nazoreos se llamaba manda a la gnosis, y kouschta a la verdad. Para éstos el Bautista era el profeta, y Cristo era hijo de mujer.
En la secta de los mandeístas se reunían ideas de los gnósticos y de la cábala. Los mandeístas tenían tendencia al dualismo, creían en dos principios eternos de todas las cosas: Fira y Ayar. Fira, al desdoblarse, daba origen al Mana, o señor de la Gloria, y a Yuva, el señor del esplendor.
Estos nazareos o nazarenos eran heréticos y tenían como libro santo el Evangelio de los hebreos.
No se puede establecer una cronología ni aproximada siquiera de la vida de Jesús. Tampoco se sabe cuánto tiempo predicó ni en dónde. Es muy posible, como dice el Evangelio de San Juan, que predicara no sólo en Galilea, sino también en Judea. Parece que estuvo más de una vez en Jerusalén.
El espíritu de Jesucristo tiene sus raíces en la tradición israelita. Su prédica se dirige a los judíos. La Iglesia para él es Israel, como para los profetas. El Dios de Jesús es el Dios de los hebreos, un Dios personal y vulgar, y no el Dios de la filosofía griega, que es una entelequia filosófica. La doctrina que se desprende del Evangelio de Cristo es teocéntrica, y no individualista, como el pensamiento helénico. Jesucristo no tiene ninguna filosofía, ninguna metafísica, ni aun siquiera una ética; pronostica el advenimiento del reino de Dios, y por esto entiende una catástrofe cósmica, la resurrección de los muertos y el juicio final.
Sin embargo, a pesar de su base semítica, no cabe duda que hay diferencia entre el espíritu cristiano y el espíritu judío. Esta diferencia puede provenir de la infiltración de pensamiento europeo en el cristianismo, y puede existir desde su origen. Para algunos especialistas en la historia de Israel ya primitivamente en la nación judía había dos pueblos diferentes, con civilizaciones distintas: el uno en la Palestina septentrional, y el otro en la meridional. Jesús, galileo de la Palestina nórdica, era, según estos historiadores, el representante del espíritu del país del Norte y el enemigo del país del Sur.
Respecto de los milagros, no es fácil formarse una opinión de algún valor. No cabe duda que en los Evangelios sinópticos la narración de los milagros es un poco más posible que en el Evangelio de San Juan. Aquí los hechos prodigiosos arrogantes son completamente inverosímiles.
Hay, por otra parte, una serie de milagros cuyo objeto no se comprende bien; no tienen finalidad mística ninguna. Uno de ellos es ése que hace Jesucristo metiendo los diablos en el cuerpo de los cerdos, que luego se tiran al mar y se ahogan.
No se explica esta obra extraña de taumaturgia o, por lo menos, no se la explica uno hoy con la mentalidad de nuestro tiempo.
Harnack divide los milagros de Jesucristo en cinco categorías: aquellos que son el abultamiento de hechos naturales, aunque sorprendentes; los que son como la realización exterior y material de sentencias y de parábolas o de fenómenos de la vida religiosa íntima; los que han sido concebidos para señalar el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento; las curaciones extraordinarias operadas por el poder espiritual de Jesús; y aquéllos de los cuales no se ve la explicación.
Los enemigos del cristianismo y de Cristo creyeron en sus prodigios.
El mismo Celso, que en su Discurso veraz quiere hacer de Jesucristo y de sus hechos una crítica fría y racionalista, dice:
«Educado secretamente en Egipto, había aprendido a hacer milagros y pudo así, a su vuelta, hacerse pasar por un Dios.»
¡Como si en Egipto hubiera un arte especial de hacer milagros y tuvieran allí la exclusiva!
Esto da la impresión, al cabo de los años, del maniático que, después de una explicación razonable, disparata.
¿Qué idea tendría este filósofo de los milagros? Una idea parecida tuvieron los judíos enemigos de Cristo. Así, dice San Mateo (cap. XII-24) que los fariseos le acusaban de echar fuera los demonios por Beelzebub. Suetonio, Pórfiro y Juliano creían lo mismo. Para ellos los milagros de Jesús eran obra de magia. Luciano, en su historia De Peregrinus, que es una sátira de los apóstoles misioneros, dice de su héroe que fue puesto en prisión porque afirmaba su fe cristiana, y que esta desgracia le dio el poder de hacer prodigios.
Si Celso y otros escritores paganos creían en los milagros y en que se podía aprender a hacerlos, en cambio, San Agustín no debía de creer mucho en ellos, a juzgar por lo que dice:
«Llamo milagro a todo lo que rebasa, ya la previsión, ya las facultades de un testigo asombrado… Decimos que los prodigios son contrarios a la naturaleza; pero no lo son, en realidad. El milagro no va contra la naturaleza en sí, sino contra la naturaleza que nosotros conocemos. ¿Cómo, en efecto, lo que acontece por la voluntad de Dios había de ser contra la naturaleza, cuando esta voluntad constituye precisamente la naturaleza misma de cada cosa creada por Él?»
Esto dice San Agustín en el capítulo Utilitate Credendi de Civitate Dei.
En cambio, Santo Tomás acepta milagros supra natura, contra natura y praeter natura.
¿Qué se puede creer de las resurrecciones del Evangelio? Una es la de la hija de Jairo, y está contada de distinta manera por los tres sinópticos: Mateo, Marcos y Lucas. La otra es la narrada por Lucas y ocurrida en Naín, donde el Cristo hace resucitar a un joven que iban a enterrar ya, metido en el féretro. Esto puede explicarse por un fenómeno de catalepsia.
La resurrección de Lázaro sólo la cuenta San Juan; los tres sinópticos no dicen nada de ella.
Renán, siempre en su actitud ambigua, quiere sostener la ciencia racionalista, que no acepta el milagro y al mismo tiempo la personalidad taumatúrgica de Jesucristo, y supone a Jesús obligado a hacer fraudes piadosos por imposición de sus partidarios. Es una hipótesis que no tiene fundamento ninguno.
¿Se puede creer que Cristo resucitara a Lázaro, que llevaba muerto tres días, que estaba ya corrompido y olía mal? Si es así, se puede creer todo y no hay necesidad de crítica. Resucitar a un muerto no es más difícil que crear a un vivo.
Renán quiere creer que en este milagro se trata de mala inteligencia, de confusión. Que en el Evangelio hay una gran cantidad de oscuridades y de contradicciones es evidente. No es, como querían hacernos creer en el Seminario, una cosa clara y sencilla.
«Ego vero Evangelio non crederem, nisi me catholicæ ecclesiæ commovere autoritas… Ego me ad eos teneam quibus præcipientibus Evangelio credidi.» (San Agustín, contra la epístola intitulada del Fundamento.)
(Yo no creería en el Evangelio si no me moviera a ello la autoridad de la Iglesia. Yo tengo la creencia en el Evangelio por los que lo enseñaban antes.)
Esta frase es parecida a aquella célebre de Tertuliano:
«Mortus est Dei filius; prorsus credibile est, quia ineptum est. Et sepultus resurrexit; certum est quia impossibile est.»
(Ha muerto el hijo de Dios; esto es creíble, precisamente porque es inepto. Después de sepultado ha resucitado; ello es cierto, porque es imposible.)
La frase parece idéntica al Credo quia absurdum, que se atribuye a San Agustín, al parecer, sin motivo.
Estas contradicciones y oscuridades se van advirtiendo si se insiste en la lectura de los Evangelios. Jesucristo habla de distinta manera en los que se llaman sinópticos que en el de San Juan; así, existe una ciencia religiosa que se llama la Armonística, que tiene la tarea de armonizar unos Evangelios con otros.
«Fas non est evangelistarum aliquem mentitum fuisse nec existimare nec dice.»
(No está permitido decir ni pensar que alguno de los evangelistas ha podido mentir, dice San Agustín.)
Sobre la originalidad del cristianismo se ha discutido mucho.
Los judíos han demostrado que el célebre Sermón de la Montaña de Jesucristo es una transcripción de pasajes bíblicos. El sermón, que aparece completo en el capítulo V del Evangelio de San Mateo, está en textos del Pentateuco, de los Salmos, de los Proverbios, del Ecclesiastes. En el Evangelio, el mérito no es la idea sino la selección y la forma concisa, breve y sustancial.
Una de las cosas oscuras que no resuelven los exégetas heterodoxos modernos es el porqué si las ideas religiosas de Jesucristo no eran de una gran originalidad, estas ideas llegaron a tener tanta expansión y, como se diría ahora, tanto éxito.
Algunos suponen que si el cristianismo no hubiera llegado al mundo clásico, hubiera sido remplazado por otro sistema religioso y filosófico semejante a él.
El que el pensamiento de Marco Aurelio o de Epicteto no se hubiera generalizado quizá dependiera de su intelectualismo, de su frialdad, de no ofrecer milagros ni nada apasionante, como la inmediata vida ultraterrena. Todo hace pensar que, según la predicación de Cristo, el reino de Dios iba a ser inmediato y el juicio final cosa de poco tiempo.
Los primeros cristianos creían en un segundo advenimiento o segunda presencia de Cristo, al cual llamaban la Parusía. Esta segunda llegada, indicada en el Apocalipsis, vendría precedida de hechos dramáticos. Era, más en grande y más en trágico, la revolución social de nuestros días.