XIII

LA HISTORIA DE JESÚS

Muchas veces, al ver que los historiadores racionalistas de la religión dan la Pasión y la Muerte de Jesús como un hecho del que apenas se habló en su tiempo en el mundo clásico, pienso en cómo sucesos pequeños se convierten luego en trascendentales. Así, la toma de la Bastilla, acontecimiento local sin importancia, se convierte, por influencia de los unos y de los otros, en un símbolo.

Hablando de la historia de Jesucristo, los ortodoxos nos dan como cronología, por la época en que aparecieron, primero los Evangelios sinópticos; segundo, el Evangelio de San Juan; tercero, las Epístolas de San Pablo; cuarto, el Apocalipsis.

Para muchos historiadores, el orden de conocimiento entre los primeros cristianos de los libros sagrados no es éste, sino que fueron conocidos primero las Epístolas de San Pablo; segundo, el Apocalipsis; tercero, el Evangelio de San Juan, y cuarto, los sinópticos.

Según Arturo Weigall, el orden cronológico de la aparición de los textos sagrados es éste: Epístolas de San Pablo. Primera Epístola de San Pedro. Apocalipsis, Evangelio de San Marcos. Actas de los Apóstoles. Epístolas de San Juan. Epístolas de Santiago. Evangelio de San Lucas. Evangelio de San Mateo. Epístola de San Judas. Evangelio de San Juan. Segunda Epístola de San Pedro.

Lo que es bastante extraño es que toda esta literatura esté escrita en griego y no haya ninguna historia de Jesucristo en hebreo.

La exégesis bíblica, y sobre todo evangélica, que nos daban en el Seminario como algo claro, concreto y definitivo, es en el campo racionalista un mar de confusiones y de explicaciones oscuras.

Hay contradicciones entre los tres primeros Evangelios llamados sinópticos; quien cree que los tres deben estar tomados de algún Evangelio hebreo anterior; pero todo hace pensar que si los tres estuvieran tomados de otro primitivo no habría en ellos tantas discrepancias.

En los sinópticos se ven los mismos hechos contados de diferente manera. Es natural y lógico que así sea desde un punto de vista humano en toda obra histórica; pero no lo es tanto en obras de inspiración divina dictadas, según los cristianos, por el Espíritu Santo.

La antigua Biblia, como los Evangelios, están hechos a fuerza de adiciones, interpolaciones y retoques. Muchos críticos suponen que el texto primitivo de San Juan se reduciría en su origen a la mitad.

Por lo que veo, a los Evangelios Sinópticos unos los consideran copiados de otro primitivo.

Este primitivo, algunos creen que era de San Marcos y le llaman Proto-Marco y los alemanes Urmarco. Otros suponen que una fuente de los Evangelios fueron las Logias o Discursos de Jesús, libro del que no quedan más que retazos.

Los críticos aceptan todos que el de San Marcas es el Evangelio primitivo. El que Mateo y Lucas hablen de discursos de Cristo, que no están en Marcos, se explica hipotéticamente suponiendo que estos dos evangelistas recurrieron a las supuestas Logias, de las que habla Papías de Hierópolis; Lucas declara haber conocido varios Evangelios.

Los críticos encuentran también que el Evangelio que consideran primitivo, el de San Marcos, no es homogéneo, que hay en éste, según ellos, las mismas suturas, añadidos y superposiciones que en los otros.

«Se falsea enteramente el carácter de los más antiguos testimonios concernientes al origen de los Evangelios; cuando se les considera como ciertos, precisos, tradicionales e históricos, son, por el contrario, hipotéticos, vagos, legendarios, tendenciosos», dice el abate Loisy.

Al leer esto he comprendido cómo todos los investigadores e historiadores católicos que penetran en la cuestión peligrosa de los orígenes del cristianismo acaban siendo condenados por Roma y con sus obras en el Índice.

La Comisión bíblica ha fijado ya los puntos de exégesis que no pueden tratar ni discutir. Es cerrar la posibilidad de la crítica.

Del cuarto Evangelio, todos los comentadores suponen que es muy posterior a los otros tres y no se sabe realmente quién es el autor.

La Iglesia lo atribuye al apóstol San Juan, hijo de Zebedeo y de Salomé y hermano de Santiago, que murió siendo obispo de Éfeso.

San Policarpo, obispo de Esmirna, que por la tradición vio y oyó al apóstol San Juan no habla de su Evangelio en la carta que se conserva de él.

Los eruditos aseguran que la primera vez que se cita un pasaje del Evangelio de San Juan es en San Teófilo de Antioquía hacia el año 180.

Los valentinianos y los montañistas aceptaron el cuarto Evangelio a finales del siglo II; en cambio, los álogos lo rechazaron y lo atribuyeron a Corinto, considerándolo como obra gnóstica de donde había salido la idea del Paracleto.

El Paracleto era el tercer estadio del cristianismo, la época futura de la perfección de la Humanidad.

Para muchos críticos, este Evangelio fue compuesto por un sirio llamado Presbíteros, discípulo del apóstol Juan, veinte o treinta años después de su muerte. Este Presbíteros debe ser también, según la opinión de los críticos, autor del Apocalipsis.

Hay quien piensa que el Evangelio del presbítero Juan de Éfeso fue escrito ya muy adelantado el siglo II.

El Evangelio de San Juan, tan diferente de los sinópticos, se considera influido por la filosofía griega y por la gnosis irania. Se cree que se empleó una tradición manuscrita para componerlo. Los helenistas afirman que el estilo de la obra es defectuoso, lo que revela que el autor era judío y no griego.

Según dice Renán en el apéndice de su libro El anticristo, el viaje y la estancia del apóstol Juan en Éfeso se consideraba indudable; pero desde que se publicó la Vida de Jesús, de Keim, comenzó a ponerse en duda el aserto. La base del sistema de Keim era que se había confundido a Juan el apóstol con el Presbyteros Johannes. De este Presbyteros Johannes, sosia del evangelista, hablan Papías y Dionisio de Alejandría. Para algunos es de una generación posterior a San Juan, para otros es el mismo; pero parece que San Jerónimo afirma haber visto las dos tumbas en Éfeso. La misma tesis que Keim han defendido otros investigadores, entre ellos un profesor de la Universidad de Leyden, Scholten. Según ellos, el apóstol Juan no estuvo en Éfeso ni escribió el Apocalipsis ni el Evangelio que lleva su nombre.

Ningún crítico considera que el cuarto Evangelio sea del apóstol San Juan. Al autor no se le llama nunca apóstol, sino discípulo amado. Según Polycrates de Éfeso, vivió en esta ciudad un anciano llamado Johannes, de gran prestigio y autoridad, que había sido sacerdote en Jerusalén. Se cree que éste o alguno de sus compañeros compuso o inspiró el cuarto Evangelio, que se publicó en Asia Menor o en Siria entre el 115 y el 145.

Hay quien supone que San Juan, que seguramente había leído las relaciones evangélicas del tiempo en las cuales no se le daba a él toda la importancia debida, contaría hechos que él podía conocer mejor que nadie, por ser testigo presencial, y que, con sus narraciones, algún discípulo del Asia Menor, helenizado, medio gnóstico, escribiría el Evangelio, y como entonces las ideas literarias no eran como las actuales, atribuiría el libro al propio apóstol para darle más eficacia.

Otros investigadores suponen que Cerinto fue el inspirador del cuarto Evangelio y del Apocalipsis. Renán cree que San Juan es el autor del Apocalipsis, pero no del Evangelio que lleva su nombre.

En esta época el Asia Menor era el centro de un gran movimiento sincretista y gnóstico. Cerinto, contemporáneo de San Juan y judío como él, suponía que un eon llamado Chrestus se había unido por el bautismo en el Jordán con el nombre Jesús y le había acompañado, abandonándole en el momento de la crucifixión.

Las opiniones sobre la autenticidad del último Evangelio y sobre su autor son abundantes: la ortodoxa, que lo considera escrito por el apóstol en su vejez, en Éfeso; los que lo atribuyen a sus discípulos; los que dicen que no pudo ser el mismo el autor de este relato evangélico y el del Apocalipsis; los que ven en el texto la mano de varios redactores. En resumen, los que creen que San Juan escribió el cuarto Evangelio y el Apocalipsis y los que suponen que no es autor ni del uno ni del otro libro.

Loisy encuentra manifiesta y evidente la incompatibilidad profunda e irreductible del Evangelio llamado de San Juan con los anteriores.

Lo que parece cierto es que el espíritu es distinto. Este Evangelio es menos sencillo, más metafísico, más elocuente que los sinópticos. Da la impresión de un poema.

Los tres primeros Evangelios tienen un aire de biografía histórica más o menos mixtificada; el último es pura teología.

Pensar que el discutido relato johánico, poema teológico, penetrado de pensamiento helénico, con sus disquisiciones sobre el verbo y la luz, está escrito por un antiguo pescador de Galilea, compañero de Cristo, es bastante inverosímil.

San Juan, hermano de Santiago el Mayor e hijo de Zebedeo, nacido en Bethsaida, era pescador, a juzgar por este versículo de San Mateo:

«Y pasando de allí vio otros dos hermanos, Jacobo, hijo de Zebedeo, y Juan su hermano, en el barco con Zebedeo su padre, que remendaban sus redes, y los llamó. —San Mateo, cap. IV, 21».

En el cuarto Evangelio a Santiago el Mayor y a Juan, el discípulo amado por Cristo, no se les señala como pescadores, no se dice su profesión y parece deducirse que habían sido de antemano compañeros de San Juan Bautista.

Respecto al Verbo y a su equivalente el Logos, oíamos en el Seminario muchas explicaciones complicadas, que querían ser aclaratorias, lo que no impedía que después de oírlas tuviéramos de esas palabras ideas tan oscuras como antes.

Muchas fallas se encuentran, según los críticos, en este Evangelio. Los diálogos que hay en él, el de Jesús con Nicodemo, con la Samaritana y con Pilatos, no pudieron tener testigos.

¿Cómo puede hablar San Juan de una Iglesia que no estaba todavía fundada en tiempo de su vida, sino después de su muerte?

San Juan, el seudoautor del último Evangelio, aparece indudablemente como envuelto en nubes.

Una de las observaciones frecuentes en los autores heterodoxos es que la religión de los apóstoles es íntimamente distinta a la predicación de Jesucristo, como la de la Iglesia católica es también distinta a la de los primeros siglos. Como han afirmado los llamados modernistas, los dogmas evolucionan y evoluciona el espíritu del cristianismo.

Jesús no constituye ninguno de los sacramentos, ni siquiera el bautismo ni la comunión. Cristo creía en el inminente establecimiento del reino de Dios y no pensó en instituir una Iglesia.

Son los apóstoles los que van poniendo los puntales de la Iglesia, que se fija y se inmoviliza siglos después en el Concilio de Trento.

Los críticos exégetas, que la Iglesia Romana llamó modernistas con un apodo, como podía ponerlo una tertulia de comadres, intentaron aclarar estos puntos.

La verdad no puede ser más inmutable que el hombre, decían los reformistas, porque evoluciona en él, con él y para él.

La tendencia de tales críticos, como el abate Loisy y el abate Tyrrell, podía haber rejuvenecido el catolicismo, quitándole una porción de trabas inútiles y perjudiciales.

Estos modernistas consideraban necesario para la vida amplia del catolicismo una cierta facilidad de crítica y de movimiento ideológico. Llamaban a sus contradictores ultramontanos y medievalistas.

Para ellos la fórmula buena de conciliación hubiera sido ésta: In necesariis, imitas; in dubiis, libertas; in omnibus, caritas. (En lo esencial y necesario, unidad; en las cosas dudosas, libertad; en todo, caridad.)

La encíclica Pascendi Domine gregis y el decreto Lamentabili sane cortó esta orientación.

Loisy decía después que, de observar al pie de la letra aquellas prescripciones, ya no era posible la crítica bíblica.

Tyrrell protesta de que los ultramontanos de Roma desde 1870 pretendan ahogar todo pensamiento e instaurar un absolutismo papal en el que el papa manda despóticamente a los obispos y éstos a los párrocos.

El partido español de Roma, autoritario, de los Merry del Val, Vives y Tutó, influyó poderosamente para impedir que la Iglesia se rejuveneciera en parte. Pío X, que tenía un espíritu de cura de pueblo, se aferró a la tendencia inmovilizadora e hierática.

Para todos los exégetas, San Pablo, que no conoció a Jesucristo, fue el que dio al cristianismo su carácter universal.

El mérito de San Pablo es vario, según los protestantes. Para los unos, lo principal es su talento de escritor; para los otros, su arte de misionero. Otros creen que lo más eminente de su obra es la organización de las iglesias y hay quienes piensan que su mayor importancia es la de ser teólogo, porque así dio al cristianismo la comprensión y la conciencia de su fuerza.

Después de San Pablo colaboraron en esta obra, principalmente, los padres de la Iglesia.

Según los críticos heterodoxos, en el cristianismo no hay nada original. Todo está aportado de aquí y de allá, principalmente del Antiguo Testamento. Sin embargo, el espíritu es distinto y hasta opuesto.

En el Antiguo Testamento se ve una sociedad dominada por una teocracia poderosa: la Iglesia, los doctores, reinan. En cambio, en el Nuevo Testamento, Jesucristo ataca a la Iglesia, y las leyes no tienen valor, según él, al lado de la intuición de la verdad de la luz, etc. La impresión que se obtiene es que, de seguir al pie de la letra la enseñanza de los Evangelios, no debía de haber Iglesia ni intermediarios entre Dios y el hombre.

Cristo es la parte más humana del judaísmo. Lo cristiano es una selección y una depuración sentimental de lo judío.