ÉPOCA DE CRISIS
Javier escribió varios cuadernos con notas. El primero comenzaba así:
Voy a fijar las impresiones de mis lecturas y a expresar mis ideas y mis vacilaciones en este período crítico de mi pensamiento. No hay aquí nada original, sino resúmenes de lo leído. No es mi objeto hacer un libro ni argumentar contra esto o lo otro, sino reunir datos e ideas para recordarlos y formarme una convicción, o por lo menos una opinión. Ya veré después si de la lectura de mis notas obtengo algo.
Supongo que se me han pasado errores, porque no he podido comprobar bien los datos; supongo también que contra los argumentos anticristianos encontraré, no sé si fácilmente, otros argumentos; pero los encuentre o no, estoy dispuesto a seguir adelante y a no detenerme por miedo o por prudencia.
La religión y la ciencia actual se diferencian en muchas cosas, principalmente en el metro, en la medida. La ciencia cuenta por millones de leguas, o por millones de milésimas de milímetro; la religión, por pequeñas unidades. La religión vive, como el hombre enfermo, dentro de su alcoba. El enfermo dice: «No me puedo vestir, porque el armario de la ropa está muy lejos»; y está a dos metros. «Han tardado una enormidad en traerme el caldo.» La enormidad ha sido diez minutos o un cuarto de hora. Para un enfermo religioso el mundo es su alcoba; Dios está cerca del techo, el diablo debajo de la cama, los ángeles en los armarios o en las ventanas. En la ciencia todas las medidas son inmensas, en lo pequeño y en lo grande: tantos millones de leguas de una estrella a otra, tantos millones de glóbulos rojos en un centímetro cúbico de sangre.
Aunque parece que no, hay una gran ventaja para el hombre en pensar con medidas pequeñas.
La religión es optimismo y colaboración.
La idea religiosa se basa, indudablemente, en una fe de armonía y de dependencia del individuo con el cosmos inteligente o con Dios. El grillo o la rana religiosos deben creer cantando que colaboran en la sinfonía universal. El grillo y la rana no religiosos, si chirrían o si croan lo harán con poco brío o como quien muestra una imperfección que valdría más ocultar.
De este optimismo y colaboración de las ideas religiosas viene, sin duda, el parecido más o menos externo de la religión con la idea comunista actual, y quizá por eso también el que los judíos intervinieran antiguamente tanto en la religión y hoy tanto en el comunismo.
Éste es un cristianismo tosco, sin poesía y sin gracia.
La ciencia, en cambio, no es optimista, digan lo que quieran; es indiferente, no es teleológica ni tiene fines humanos, y lo que no presenta finalidad para el hombre, es para él cosa triste.
En el curso de estas lecturas he tenido pensamientos que no se me habían ocurrido nunca. La pregunta de «¿Quién ha hecho el mundo?» me parecía, hasta ahora, una cosa seria y digna de atención. La idea de la causalidad, como la idea del tiempo, son ideas humanas. Fuera del hombre, no sabemos lo que son ni si existen. Además, extendiendo el principio de causalidad a todo, si el mundo estuviera hecho por Dios, Dios tendría que estar hecho por otro Dios anterior, y lo mismo da decir que Dios es el principio y fin de todas las cosas como decir que el universo es principio y fin de todo. En esto no hay más que palabras, peticiones de principio, tautologías.
El deísmo de Voltaire es un poco fofo y sin consistencia.
Todo está organizado —dice este escritor—. Todo indica sabiduría.
A mí hoy me parece esto una pura candidez. Es el querer convertir una idea de interés humano en un hecho exterior de la naturaleza. Si las cosas buenas para el hombre indicaran una inteligencia organizadora con buenas intenciones, las malas supondrían una inteligencia organizadora con aviesos propósitos y habría que creer en el diablo elaborando en su laboratorio el veneno de las víboras y produciendo en grandes fábricas los microbios de la tuberculosis, del cólera y de la fiebre tifoidea. Esto sería pasar de una concepción filosófica de civilizado a una idea de mandingo.
Sobre la creación, en el Seminario fantaseábamos acerca de las diversas teorías: la de los dualistas, que consideran que la materia ha coexistido eternamente con Dios, y la de los panteístas, que piensan que todo está dentro de Dios y que las cosas son manifestaciones parciales de lo divino. Después sacábamos a relucir la teoría de Santo Tomás de que Dios es un puro acto y que, por lo tanto, la creación se está verificando constantemente.
Pero si es así, esa creación no puede tener principio y ha tenido que ser eterna.
Ahora que no pienso en seminarista, creo que la idea de la creación es una idea elemental primaria nacida de un instinto humano.
El hombre primitivo, que hace su casa, sus armas y sus instrumentos de trabajo, no tiene más remedio que pensar que un ser parecido y superior a él ha hecho el mundo. Para Feuerbach, el secreto de la religión y de la teología es la antropología; mejor dicho, la antropolatría. Cuando el hombre adora a Dios, no hace más que adorarse a sí mismo en su imagen reflejada amplificada y embellecida. Para Feuerbach, los dioses son los deseos humanos libertados de los lazos de la necesidad.
Mi impresión, por ahora, es haber salido de un puerto estrecho y pequeño y entrar en un mar tempestuoso.
Encuentro que para los autores modernos mitología y teología son términos semejantes. La mitología es una teología en la que no se cree. La teología es una mitología que se considera dogmática. Adán, Satán, Jehová, no se diferencian más que en esto de Júpiter, Prometeo o Apolo.
Hay autores católicos que aseguran que el que cree firmemente en el dogma de una religión es el que está más capacitado para comprender las demás religiones.
El aserto de esos autores no tiene confirmación alguna. Judíos y gentiles no comprendieron el espíritu de los cristianos, y los consideraron a éstos como ateos, idólatras y de costumbres perversas; los cristianos no vieron nada bueno en los musulmanes, ni los católicos en los protestantes, ni los protestantes en los católicos. Sólo los hombres sin trabas en la inteligencia son los que pueden examinar con cierta claridad y cierta justicia los dogmas de las sectas religiosas, en los cuales no creen, y compararlos.
Por ahora, en el mundo de las religiones se ven tres núcleos principales de origen: el semítico o semítico-caldeo, el ario de la India y el europeo autóctono. El semítico se caracteriza por la idea del dios personal, por dogmas y por leyes prohibitivas. El ario, por la moral vaga y la poesía. El europeo, por las teorías del arte y de la ciencia y por las entelequias metafísicas.
Por debajo de todo esto aparecen los tabús, el totemismo, la magia, la astrolatría, el animismo, principios oscuros. No hay todavía el anillo de la cadena que una a estas creencias primitivas con las religiones históricas.
Tampoco se observa que se puedan relacionar los datos de la etnografía con los de la prehistoria, y los de la historia religiosa.
En la cuestión de la religión lo inseguro son los orígenes, las bases. Esa obra de cimentación divina es lo que falla, porque no es divina. Yo antes creía lo contrario. En cambio, lo humano, dentro de lo humano, es sabio y casi perfecto. Por eso se ve que los exégetas modernos, los críticos de los orígenes, acaban excomulgados, y con que sus obras van al Índice. No les pasa lo mismo a los historiadores de la Iglesia.
La falla de las investigaciones sobre los puntos de las creencias primitivas está siempre en el prejuicio del investigador. Será muy difícil que el incrédulo aporte los datos de la misma manera que el creyente.
En religiones antiguas y conocidas vemos que el judío y el mahometano fanáticos acusan al cristiano de idolatría, y los mismos protestantes se inclinan a creer en la tendencia pagana y politeísta de los católicos.
No se puede pensar que los datos de los viajeros acerca de las creencias de los primitivos puedan ser tan exactos y tan objetivos para no ofrecer dudas de veracidad y de interpretación. ¿Cómo se puede saber a ciencia cierta si este Kichimanitú o este churinga es un dios, un espíritu poderoso o un diablo?
En contra de las teorías de los etnólogos de la época de Tylor, Andrés Lang defendió la tesis de que los pueblos primitivos, sin pasar por el animismo, tienen la idea de un dios como jefe y legislador, que vive en la tierra y después en el cielo.
El padre Schmidt ha insistido en esta idea y ha encontrado que entre los australianos, bosquimanos, bantús, pigmeos, andamanes, fidjianos, zulús, hay una divinidad única.
Esto no demuestra más sino que el monoteísmo no exige ninguna capacidad extraordinaria. Además, ¿son los primitivos verdaderamente monoteístas? Chantepie de la Saussaye, en la introducción de su Manual de Historia de las religiones, dice que no se pueden llamar monoteístas las tendencias hacia una concepción monárquica de la divinidad y que no hay más que una religión verdaderamente monoteísta: la judía, con sus dos hijas, la cristiana y la mahometana.
No se ha hecho, no se ha podido hacer aún, el balance crítico exacto del monoteísmo. La Humanidad no ha conseguido por el monoteísmo ni mayor bondad ni mayor piedad. La Historia, antes y después de él, ha sido igualmente bárbara, brutal y sañuda.
Lo que sí se puede sospechar es que la tendencia monoteísta, al dar mayor unidad a las sociedades, les ha prestado más energía y más fuerza. El monoteísmo y el dualismo, el Dios único y la lucha del bien y del mal, han sido como los principios tónicos de las religiones; el panteísmo y el politeísmo, los principios poéticos y debilitantes.
Sin embargo, la concentración de la energía que trae el monoteísmo es posible que a la larga produzca el estancamiento y la muerte, como ha pasado en el Islam, aunque es presumible que en esto hayan obrado causas físicas y materiales.
Para la mayoría de los sociólogos naturalistas, la religión es un resultado de la intuición, del terror, de la noche, de las prohibiciones y tabús, y después, del deseo de explicarse la vida y el mundo.
Como la crítica va marchando en perpetua transformación y en perpetuo cambio va depurando la Historia cada vez más. Un hecho pequeño que demuestra la agudeza de la crítica es el que he visto consignado en una obra de Salomón Reinach. Se trata de una anécdota histórica que se refiere a Tammuz.
Tammuz, dios de la vegetación, de origen sumerio, que es el mismo Adonis y es representación del solsticio de verano, transformado por el cristianismo en San Juan Bautista, tuvo, según Frazer, gran popularidad entre los pueblos semíticos.
Cuenta Plutarco que la tripulación de un navío griego, al pasar por entre la Morea y Túnez una noche, en tiempo del emperador Tiberio, oyó unas voces terroríficas que gritaban «¡Tammuz! ¡Tammuz! El gran Pan ha muerto».
El piloto del barco se llamaba Tammuz, según Plutarco, y los autores que han copiado la noticia lo han creído así. No había tal.
Reinach comprendió que ésta no era la explicación. La frase era: «¡Tammuz, Tammuz el gran Pan, ha muerto!»
Tammuz no era el piloto, sino el gran dios de la agricultura, al que se daba por muerto.