VIII

HASTA EL FINAL

Javier nunca había leído los libros como entonces. Al principio el aburrimiento, luego la curiosidad, le hicieron sacar la quintaesencia a las lecturas. Esto le hizo pensar en adquirir con el tiempo libros de todas clases; ya estaba harto de prohibiciones. Se llega a tener cariño por la cadena que estorba y martiriza; pero hay un momento en que se la lima, si se puede, y se libra de ella.

Entre los tomos que trajo de Vitoria le quedaban por leer tres o cuatro. Uno de ellos, las Metamorfosis, de Ovidio, lo comenzó; pero había demasiada fantasía, convertida con el tiempo en lugares comunes. Le había entrado la sospecha, por haberle oído al doctor Basterreche, de que toda la literatura latina era vulgaridad, y había pasado de la admiración excesiva a la desconfianza.

Las Metamorfosis las dejó de leer y comenzó con la Naturaleza de las cosas, de Lucrecio. Esto armonizaba mejor con el tono austero de su espíritu. Aquella severidad del poeta le agradaba. Pronto notó que Lucrecio se manifestaba como un terrible enemigo de las religiones. Para él eran la causa de todos los males de la Humanidad.

Así, dice:

Tantum relligio potuit suadere malorum.

(Tanto la religión puede incitar a cometer males.)

En otro verso añade:

Quare relligio pedibus subjecta vicisim

Obteritur nos exæquat victoria cœli.

(Así, la religión, sujeta a los pies, alternativamente pisoteada, nos lleva a la victoria del cielo.)

Y en otra parte:

In terris opressa gravi sub relligione

Que caput a cœli regionibus ostendebat

Horribili super aspectu mortalibus instans.

(En la tierra oprimida por la religión, que desde las regiones del cielo mostraba su cabeza espantosa, de horrible aspecto, amenazaba a los mortales.)

Javier comprobó el espíritu antirreligioso del poeta. Un tanto alarmado, vaciló en seguir leyendo, pero se decidió. El carácter didáctico del poema, su estoicismo, su serenidad y su frialdad le gustaban.

Si en Lucrecio le sorprendía su tendencia antirreligiosa, le agradaba su amor por la Naturaleza. Javier recordaba sus frases al caminar por el campo.

Así, cuando veía a las ovejas paciendo en los prados verdes, subiendo por las colinas, mientras que los corderos jugaban dándose con los cuernos, recordaba esta frase del poeta filósofo:

Præterea magnæ legiones cum loca cursa

Camporum complent belli simulacra cientes.

(Parecía que un ejército numeroso cubría el campo y seguía a grandes pasos sus banderas.)

Leyó también dos veces el libro del tío de Mary la irlandesa; era mucho más importante de lo que había creído al principio. Allí aparecían con frecuencia alusiones a la idea sustentada por distintos autores del carácter mítico de la vida de Jesucristo.

Se le ocurrió entonces escribir al autor inglés.

Le decía que se encontraba en un momento de curiosidad crítica. Le pedía le enviara una lista de obras trascendentales sobre la religión, y entre ellas un libro suyo acerca de Juliano.

El inglés le contestó en seguida.

Javier no había gastado nunca gran cosa en libros. Aquella vez hizo un pedido extenso de obras en francés, inglés y español a París, Londres y Madrid. Le costaron más de tres mil pesetas. Se encontró de pronto con ciento y tantos tomos, y se dispuso a leerlos metódicamente y a escribir en varios cuadernos las observaciones que se le fuesen ocurriendo. Había obras de religión, de historia y de astronomía; la Historia de las religiones, de Chantepie de la Saussaye; la Historia de los Papas, de Pastor; Orfeo, Cultos, Mitos y Religiones, de Salomón Reinach; el Diccionario Filosófico de Voltaire, y otras obras de Strauss, de Renán, de Feuerbach, de Frazer, del abate Loisy, de Arturo Weigall, y estudios sobre el protestantismo, el jansenismo, el Renacimiento, los Concilios, la Inquisición y la moral.

Al mismo tiempo se decidió a leer la Biblia. La tenía en latín y en castellano con las notas del padre Scio y en la traducción, editada por los protestantes, de Cipriano de Valera.

Era como meterse en la zona de las tormentas y de los ciclones, después de haber vivido años y años en el puerto; como remover con la reja del arado la tierra sin cultivo.

Siempre había pensado que de decidirse era necesario llegar hasta el final. Esta idea le detuvo muchas veces, ya no le detenía; al revés, deseaba seguir y resolver sus dudas.

Aquella ansia de claridad iba disolviendo todos sus escrúpulos.

—No sé en qué concluiré —pensaba Javier—, pero ya no volveré atrás.

El incendio de su espíritu iba consumiéndolo todo. No le parecía un hecho casual, sino algo determinado, el que las ideas fuertes, desoladas, antirreligiosas, las sintiera en aquel país adusto, pétreo y severo.

El terreno influía en él, aunque se hallase enfrascado en sus lecturas y no le concediera más que de tarde en tarde una mirada distraída. El paisaje, unido a la soledad, pesaba en su espíritu. Seguramente en la huerta de Monleón no hubiera tenido tan enérgicas decisiones.

Esperaba a veces que después de las horas sombrías de pensamientos desolados vendrían otras más claras y sonrientes.

Fueron aquellos días para él días de crisis y de esfuerzo. Su cerebro, como una esponja, sorbía todo lo que encontraba, y el espíritu de aquellos libros penetraba en lo vivo como el bisturí de un cirujano que va sajando un ántrax.

Los datos históricos, las frases violentas y crudas de Feuerbach y de Strauss, se fijaban en su alma al lado de las palabras de unción de Renán, de las desesperaciones de Kierkegaard y de la malicia de Voltaire.

Ya no era la palabrería retórica de los Michelet y de los Víctor Hugo. Aquí se apuntaba al corazón.

—¿No trabajas demasiado, Javier? —le preguntaba la tía Paula.

—No; no tengas cuidado.

Mientras pensaba y tomaba notas, no tenía muchos motivos de queja. La gente se ocupaba poco de él y no le molestaba; el invierno era frío, pero había cerca un montón de troncos y de ramas para quemar. Desde la ventana se veía parte de la sierra con sus manchones blancos de nieve. En las noche claras de luna, bajo el cielo azul, la sierra, con su nieve, parecía de cristal y de porcelana.

En abril comenzaron las granizadas, que allí llamaban kaskarrinas y en Guipúzcoa kaskabarra.

Uno de estos días recibió la visita de un cura de un pueblo próximo. La visita le pareció de espionaje. Por si acaso, no le llevó al compañero al cuarto donde tenía sus libros y donde leía y escribía. Era el visitante, don Pascual, hombre de unos cuarenta años, alto, grueso y apático. Tenía un aire impasible e indiferente. Era fumador y hablaba poco.

Javier fue unos días después a devolverle la visita. El cura don Pascual le acogió con alegría y le convidó a comer. Vivía pobremente; no tenía sin duda más recursos que el sueldo y el estipendio. Algunos le llamaban con poco respeto Pascualón.

Javier comprendió que su desconfianza había sido infundada. Hablaron durante la comida de la vida miserable de los curas de pueblo. Don Pascual era muy partidario de las prerrogativas y fueros de los párrocos.

—Los cánones siempre dieron al párroco muchos derechos —dijo don Pascual—; ahora que desde hace tiempo los obispos van socavando esos derechos y quieren hacer lo que les da la gana.

Javier reconoció que los obispos iban tomando una influencia excesiva y que era imposible luchar contra ella. No había medio posible.

—Pues conmigo no juegan —aseguró don Pascual.

A la segunda visita que hizo el cura al pueblo y a casa de Javier éste le convidó a comer. Comieron con la tía Paula delante de la chimenea y después don Pascual estuvo fumando cerca del fuego.

Javier le habló de sus lecturas. Don Pascual le escuchó con extrañeza.

—¿Y para qué investigar? —dijo—. A mí no me chocaría nada que lo que creemos del mundo y de la vida y que nos han enseñado sea mentira… pero como todos lo creen o hacen como que lo creen, es igual que si fuera verdad.

Javier se quedó maravillado al oírle esta afirmación de escepticismo absoluto.

—¿De verdad cree usted eso? —le preguntó.

—Claro que sí. Y lo he creído siempre.

—Pues es usted más filósofo que yo. Yo ahora empiezo a sospecharlo.

—¿Así que usted está de ida y yo de vuelta?

—Eso parece.

—Pues hay que desearle a usted que el viaje sea corto, porque de él no sacará usted nada en limpio.

En la primavera comenzaron los verdores del campo. Llovía; pero los caminos estaban pronto secos. El pueblo le daba poco trabajo. Javier seguía en su tarea de leer. A veces le sorprendía la mañana y el canto de los gallos con el libro sobre la mesa.

A las altas horas de la noche, mientras la aldea dormía en la más completa oscuridad y en el silencio, la ventana de la casa del cura brillaba con su luz. Seguramente nadie se ponía a pensar qué haría aquel hombre a la claridad de la lámpara. Nadie suponía las inquietudes y las dudas que reinaban en aquel cuarto en medio de la noche negra y silenciosa, mientras mugía el viento y temblaban las estrellas en lo alto y aparecían y desaparecían entre las nubes.

Aquel cuarto grande, que entre él y su tía Paula habían humanizado con los muebles y los libros, le gustaba a Javier.

Así pasaron el invierno y parte de la primavera al lado de la lumbre. El leyendo y escribiendo, ella haciendo calceta o tejiendo con agujas y lanas ropas de abrigo.

A veces se presentaba don Pascual, el cura del pueblo próximo, y hablaba con Javier. Cuando éste le explicaba lo que leía, el otro se encogía de hombros o decía un chiste.

Las bromas de don Pascual contagiaban a Javier, que ironizaba al par que él y tenía también momentos de humorismo. En ocasiones, toda su tragedia de cura le parecía muy cómica.

—¿Y no tiene usted deseo de salir del pueblo? —le preguntó un día a don Pascual.

—¿Para qué? No se ven por ahí más que miserias, egoísmos, enemistades y sinsabores, lo mismo entre clérigos que entre seglares. Así que yo me estoy quieto en mi rincón.

Aunque a Javier le hiriesen muchas frases y datos expuestos en los libros, no tenía más remedio que reconocer que vivía con gran intensidad.

Era como el naufragio visto desde la cubierta de un barco cuando las olas van y vienen por encima y amenazan hundirlo todo.

Javier hacía en sí mismo descubrimientos terribles.

No creía en el Diablo. El Diablo, para el catolicismo, no es un símbolo, una explicación más o menos filosófica y primitiva del mal. El Diablo, para el católico, es una personalidad viva, casi con cédula personal, que habla, se mueve, se agita y se mezcla entre los hombres. Puede llevar gabán, sombrero, andar en automóvil y jugar al fútbol. El Diablo tiene hoy para los católicos la misma realidad que en la Edad Media. Es una de las principales columnas de la fe. Para él ya no existía esta columna.

Cuando leyó La evolución de los mundos, de Svante Arrhenius, pensó que no había sitio tampoco en el universo para el pequeño dios bíblico.

Se cuenta que el teólogo alemán protestante Melanchthon, cuando se enteró del sistema de Copérnico, dijo:

—Si ese hombre está en lo cierto, estamos perdidos.

Si había un Dios, tenía que ser la conciencia del universo infinito, no un Dios personal, mezquino y colérico. Si no había Dios personal, ¿qué valor podría tener el cielo y el infierno?

Las delicias de uno y los suplicios del otro le parecieron ridículos.

Un detalle horroroso de esta idea del infierno era para él la opinión de teólogos como San Agustín y Bossuet, que pensaban que los niños muertos sin bautizar tenían que ir necesariamente al infierno, porque no habían sido purificados del pecado original. Este deseo le parecía una mala intención.

Por otra parte, él no sentía el ansia de inmortalidad material tan ansiada por las razas semíticas.

Leyó también Javier un folleto de vulgarización acerca de la teoría de Einstein; pero no lo pudo entender; únicamente sospechó que con el cálculo matemático se llegaba a consecuencias a las cuales no se podía llegar por el razonamiento puro.