VI

EL PASTOR

El otoño fue agradable, algo melancólico. En los días oscuros pasaban las grullas hacia el Mediodía muy en lo alto, chillando, y las nubes venían moradas y negruzcas cargadas de lluvia.

En los paseos Javier se detenía en las explanadas altas, que llamaban los torcos, en donde brillaban las flores de los escaramujos y las aliagas con sus flores amarillas. Sentía la contemplación panteísta. Le absorbía mirar las faldas pedregosas de la sierra próxima y al llegar cerca del pueblo oír el Ángelus, ver el humo de las hogueras y sentir el olor de las hierbas quemadas. Desde los altos le gustaba contemplar los montes de Vizcaya y de Guipúzcoa con sus peñas cretáceas de aspecto raro y caprichoso.

Al pasar por aquellos caminos altos, que algunos terminaban en descampados o en mortuorios, se sentaba a pensar qué es lo que habría ocurrido allí para producir estas ruinas.

Por el cielo solía volar el jerifalte o milano, que la gente del país llama el alorro.

Muchas veces Javier se encontraba en sus paseos con un pastor, con quien hablaba. Era un mozo fuerte, moreno, con unos ojos de animal salvaje. Se llamaba Rufo. Era hombre que manifestaba un materialismo y un positivismo crudo y neto. Éste no era, como Shagua, un humilde; por el contrario, se consideraba con derecho a todo. Era un comunista en embrión. Javier no le tenía la menor simpatía. Muchas veces sentía la tentación de darle con el palo en la cabeza. Le consideraba como una cría de una fiera.

Rufo solía contar muchas historias picarescas con saña y Javier le escuchaba con cierta cólera. Dos de estas historias las recordaba, por su escepticismo anticlerical.

—Había un cazador —contaba Rufo— que salía a cazar liebres por las mañanas, tenía mala suerte y no llevaba a su casa ninguna; había otro más afortunado, y el de poca suerte le preguntó: «Amigo, ¿cómo te las arreglas tú para coger tanta caza?» «Es que yo siempre rezo antes de ir al campo en la ermita, a la Virgen». El poco afortunado hizo lo mismo y prometió a la Virgen la mejor liebre que cazara. Al día siguiente salió al campo y al momento vio una, la disparó y la mató. Al poco rato otra y más tarde otra. Con las tres al hombro volvía a casa cuando vio otra liebre, la disparó y no le acertó. Entonces el hombre dijo convencido: «¡Rediez, y cómo corre la liebre que he prometido a la Virgen!»

Al decir esto, el pastor se reía mostrando los dientes agudos.

Otra de las historietas era ésta:

—Una vieja, que era la mujer de un cazador furtivo, fue a confesarse y le dijo al párroco que se acusaba de haber comido liebre un día de vigilia. «Ya que su marido es cazador, le dijo el cura, tráigame usted mañana una liebre a mi casa y yo le daré la absolución.» Al día siguiente la mujer dejó una liebre a la criada del párroco y se fue a la iglesia, donde le dieron la absolución. Cuando la criada abrió la liebre regalada se encontró con que no era más que la piel llena de salvado y se quejó de haber sido engañada por la mujer del cazador. «Está bien —dijo el cura—; ya le diré yo a esa vieja cuántas son cinco.» Al día siguiente, cuando la mujer se presentó a comulgarse, el párroco, en vez de darle una hostia, le puso en la boca un botón de calzoncillo. Al sentir en la boca una cosa tan dura, la vieja preguntó a su vecina: «¿Has podido tragar a Dios?» «Yo sí.» «Pues a mí me han debido de dar a Dios el Padre, porque es tan duro que no lo puedo tragar.»

El pastor, al contar esto, se reía y le brillaban los ojos con un aire satírico.

Javier se quedaba asombrado. ¿Es que en España no creía nadie en la religión? En la burguesía vasca no había visto más que hipocresía; en el pueblo, formalismo y práctica; aquí veía absoluta incredulidad.