V

TRANSFORMACIÓN DEL CARÁCTER

La gente del pueblo, al principio desconfiada y recelosa, comenzó a mirar al cura con simpatía. En un par de meses, Javier se repuso del todo. Con el palo y los zapatones marchaba de aquí para allí, y se dedicaba a dar grandes paseos y a subir a la sierra, al Balcón de la Rioja, desde donde se veía el Valle del Ebro. Le gustaba mirar aquella gran depresión con sus arboledas, sus viñedos, sus colinas y los trozos del río brillantes como espejos. A pesar de su buena salud, se iba convirtiendo en brusco y malhumorado.

Cuando tenía que bautizar algún chico solía decirse:

—Éste será, con el tiempo, algún granuja o algún bestia.

Brotaba en él otro hombre más rudo, más seco y más fuerte que el de antes; el entrecejo fruncido, un rictus amargo en la boca, los movimientos violentos. Iba echando abajo todo sentimentalismo y mirando la vida con sarcasmo e ironía. El paisaje áspero, pétreo, le llenaba el alma; ya no le gustaba hablar vascuence; su núcleo interior, amable e infantil, se estaba reduciendo y empequeñeciendo. Tenía más desconfianza y más sequedad en sus palabras. Cuando se ponía en el piano no tocaba más que fugas y ejercicios complicados.

A veces pensaba si su espíritu acabaría haciéndose indiferente a todo, y en no desear ni pensar en nada, en ser como un molusco sujeto a la roca.

Pero no había nada de eso: el espíritu trabajaba oscuramente y se proponía cuestiones la mayoría irresolubles.

En la soledad del monólogo se amontonaban materiales del incendio que le iba a consumir. Cuando vino el calor y el no poder salir de casa en las horas de sol, comenzó a leer las poesías de Gonzalo de Berceo. Las conocía fragmentariamente. Sus frases le recordaban la manera de hablar del pueblo de Álava. En el antiguo poeta, como en las expresiones populares, aparecía el vascuence como subsuelo del castellano.

Berceo no tenía el menor espíritu religioso y místico. La Virgen era una buena y amable señora; el Diablo un pobre hombre a quien se le engañaba fácilmente. Había en el viejo poeta más paganía que catolicismo.

Durante el verano, en julio y en agosto, reinaba el viento del Sur, que venía abrasador. En los trigales se veían muchas amapolas, y en los ribazos y pedregales, las endrinas, que en el país se llamaban los aranes, con una palabra primitivamente vasca, mostraban sus pequeños frutos negros.

El verano fue caliente; el aire abrasaba en las horas de sol, pero la noche era fresca y agradable.

Javier, en los paseos que daba al anochecer, se encontraba con pueblos abandonados y arruinados conocidos en el país con el nombre de mortuorios. En septiembre hizo excursiones a algunos lugares y ermitas próximas. Vio las cuevas de Marquínez y la sima de Oquina, en lo alto de un monte. Oyó contar de ella una conseja medieval, de un par de enamorados, el pastor Iván y la bella Rosmunda, hija del señor de Arraya. El padre había puesto como condición al pastor para casarse con su hija el bajar a la cueva y apoderarse de un becerro de oro que, según la tradición, había en el fondo de ella. Lo descolgaron con una cuerda; el padre, traidoramente, cortó ésta, el pastor se estrelló en las rocas de aquel antro y la enamorada Rosmunda se lanzó a morir con él.

Fue también Javier a la ermita de la Peña, tallada en la roca viva.

Uno de los jóvenes de familia acomodada del pueblo estaba de médico en una aldea próxima. Este joven iba algunas veces a hablar con Javier.

Le invitó a visitar a las personas importantes de los alrededores.

El médico le llevó a casa de un señor rico de un pueblo de la parte riojana que vivía en una antigua casa solariega.

Este señor era un navarro, casado en la juventud con una heredera a quien había arruinado. Estaba por entonces enfermo, gotoso y cardiaco.

El hombre era un tanto cínico. Los tres puntales de su vida habían sido la misa, las cartas y la prostitución.

—Mi misica, mi cartica y mi p… —decía— con una expresión satisfecha. Esto le produjo a Javier una impresión de desagrado que no pudo disimular.

El médico tenía a aquel señor por un hombre pintoresco y contó varias anécdotas de él.

—Hace tiempo, le dijeron, Fulano ha perdido cincuenta mil duros en el juego, y él contestó: «Cómo se habrá divertido». Podría usted visitarle de cuando en cuando —añadió el médico.

—No; no iré —contestó Javier—. Es un tipo que me repugna.