LOS CAMPESINOS
No era la del pueblo mala gente, pero se mostraba áspera, ruda y desconfiada. Tenían hombres y mujeres un sentido democrático primitivo que contrastaba con el aristocratismo de los guipuzcoanos.
El aldeano vasco, sobre todo el guipuzcoano, posee indudablemente un aire más aristocrático que sus vecinos. Cuando un hombre del campo se convierte en hombre de ciudad, entonces pierde todas sus condiciones de finura y de distinción. Se hace ambicioso, soberbio, cursi y es incapaz de entrar de una manera distinguida y noble en el terreno de la cultura.
Lleva a este terreno el barro de la tierra próxima al caserío. Si tiene algún valor la palabra maqueto, el maqueto es el próximo al vasco, el vasco o semivasco que se ha transformado en castellano. El andaluz, el valenciano, el francés o el alemán a ningún vasquista le ha parecido nunca maqueto.
Javier se entendía bien con aquellos aldeanos, aunque sin un acuerdo profundo. Hablaban ellos con un acento entre castellano y aragonés parecido al riojano.
El tipo, evidentemente, era mezclado; debía de haber allí un fondo de antiguo elemento vasco y superpuesto un elemento gótico de cara cuadrada y ojos claros.
En aquel pueblo, Javier no tenía la obsesión sexual; ya su fuerza se iba reconcentrando en el cerebro y se empleaba en la lectura y en el estudio. En este sentido experimentaba un gran descanso; la confesión de los aldeanos y aldeanas era sencilla.
La primavera fue corta y de buen tiempo. A veces el viento del Noroeste, llamado allí el regañón, traía lluvia, vendavales y granizo; el cielo se ponía negruzco, morado y venían gruesas nubes de color de tinta.
El paisaje era sombrío con el mal tiempo; el cielo quedaba gris, el aire nebuloso y húmedo y la vista quedaba cerrada por la muralla pétrea de la sierra.
El viento del Norte llegaba helado. No comprendía Javier cómo el cierzo al atravesar Guipúzcoa, país templado, viniera tan frío.
Javier comenzó a dar paseos por el monte; el ejercicio, la comida, quizá el vino, le aumentaban la energía física y le proporcionaban una mayor potencia cerebral.
Le gustaba marchar por la carretera e ir otras veces por los caminos entre piedras y recibir el viento y la lluvia en la cara y luchar con él.
Los días de buen tiempo solía trabajar en el campo próximo a la casa, en donde se daban patatas, alubias, guisantes, habas y frutas.
Javier iba a este campo y como estaba un poco abandonado y lleno de hierbas amontonaba para pegarla fuego la broza de la huerta, operación a la que llamaban en el pueblo con una frase que a Javier le parecía excesivamente literaria, «quemar la rémora».