II

INDECISIÓN

La tía Paula comenzó el arreglo de la casa con energía, y tomó una muchacha y una mujer ya entrada en años, la Gumersinda. Ésta, para los trabajos de fuerza, le servía como un hombre. Ni la joven ni la vieja tenían encantos para intranquilizar al cura. El pueblo le parecía a Javier esquelético al lado de Monleón. Lo veía completamente seco, primitivo y adusto como las personas y el paisaje. No había señorío; no era necesario intrigar ni andar con maquiavelismos. Los labradores no se preocupaban para nada del cura. Con tal de que cumpliera y dijera su misa, estaban satisfechos. La misa debía ser lo más corta posible. Javier no la hacía durar nunca más de veinte minutos. Esto lo agradecían mucho los aldeanos, y le proponían al cura que si quería resarcirse alargara los domingos la misa mayor; pero él no quiso hacerlo, con lo cual todos quedaron contentos.

La casa que alquiló Javier tenía cerca un campo con huerta y frutales para el inquilino. El cura comenzó a hacer una vida de solitario. Por las mañanas, después del alba, oía desde la cama las voces de los hombres que se preparaban a salir a trabajar con sus bueyes. Luego sonaba la campana de la misa. Mientras se vestía veía salir el humo de las chimeneas, y marchaba a la iglesia por las calles sin empedrar, en donde andaban los cerdos. Venía en ráfagas el olor de la retama mezclado con el olor del pan que salía del horno. Al salir de decir misa los chicos estaban a la puerta de la escuela. El herrero daba con el martillo en el yunque. Javier retornaba y esperaba la hora de comer; después iba a la huerta a trabajar, y al caer de la tarde veía a la gente de vuelta de sus trabajos y entraba en su casa cuando la noche se echaba encima.

El pobre cura se veía por dentro como una ruina.

Había querido vivir para los demás y hasta dedicarse con afecto a su misión evangélica, inculcar a las gentes el amor y la simpatía de los unos por los otros y llevar a la práctica algunas máximas del Evangelio, y se encontraba castigado y desterrado. ¿Qué iba a hacer? No era un héroe ni un mártir. ¿Adónde podía conducir en su posición el heroísmo y el afán por el martirio? Probablemente su heroísmo sería estéril y se pondría en ridículo. Ninguno de aquellos aldeanos oscuros y desconfiados le había de seguir, hiciera lo que hiciera. No veía ningún camino ante sí.

Sentía la juventud perdida.

¿Cómo hubiera ganado la juventud? Para él ganar la juventud hubiera sido principalmente realizar una labor humana y social. Él lo intentó modestamente, mas todos sus esfuerzos fueron inútiles; su obra se consideraba perniciosa y malintencionada.

No sabía a qué dedicarse. Pensó si podría comenzar a hacer un herbario y a estudiar la botánica, como el cura Lacoizqueta de Narvarte; pero estas aficiones no se improvisan, y al poco tiempo el herbario y el libro con los nombres de las flores y sus estampas quedaron olvidados.