EL PAÍS
Álava tiene tres líneas de alturas casi paralelas. Éstas la dividen en zonas. La línea del Norte limita con Vizcaya y Guipúzcoa; son sus jalones las masas calizas cretáceas del Gorbea, de la peña de Udala, del Aizgorri y de San Adrián.
La cordillera del Sur, la sierra de Cantabria, separa la parte alavesa clásica de la zona del Ebro. Entre estas dos extremas y las intermedias quedan en la provincia tres pequeñas comarcas naturales, que son, de Norte a Sur: la primera, limitada por la línea fronteriza y los montes de Vitoria; la segunda, entre los montes de Vitoria y los de Treviño, y la tercera, entre Treviño y la sierra de Cantabria. Todavía hay una zona alavesa riojana entre la sierra del Sur y el Ebro. Las tres primeras son bastante frías, y probablemente la más fría de todas es la zona alta, que se halla entre Vitoria y las alturas de Treviño.
Estas llanadas o depresiones fueron antiguos lagos que rompieron sus diques naturales y se derramaron en el mar. El Ebro excavó sus obstáculos y produjo las conchas de Haro; el Zadorra, más pequeño y modesto, agujereó las conchas de Arganzón con sus aguas.
De la laguna del Ebro, según dicen los historiadores, queda un testimonio histórico, pues habla de ella Estrabón, citando a Posidonio. Causaba grandes crecidas del río, sin lluvias ni deshielos, cuando soplaban los vientos del Norte.
El pueblo adonde le enviaban a Javier estaba en la parte alta, entre Vitoria y Treviño. Tendría veinte o treinta casas.
En Vitoria le dijeron que en los alrededores de la aldea donde iba a quedar de cura había muchos fósiles. En verano, la vida allí era agradable —añadieron los informadores—; ahora, en el invierno, muchas veces la nieve cubría los campos e interrumpía el paso hacia la parte de Vitoria y de la Rioja.
Algunos conocedores del terreno le indicaron:
—Allí, en el pueblo, tendrá usted buenos alimentos y buena agua; también viene de la parte del Ebro un vino superior. A usted lo que le conviene es pasear y cazar.
El pueblo adonde le enviaban a Javier estaba en tierra dura y fría. La cordillera de Cantabria se dibujaba en el fondo, al Sur, con sus picos y sus aristas. La aldea, de casas pobres y míseras, a pesar de ser de fundación antigua, parecía un poblado insignificante y moderno. No había carretera hasta ella ni camino transitable. La iglesia, con una fachada nueva y vulgar de color amarillento, por dentro era gótica, con nervaduras elegantes. En el altar mayor había unas tablas viejas y repintadas, «que quizá podrían restaurarse» —pensó Javier—. El órgano, aunque en parte estaba roto, era antiguo y ornamentado. Los campos de alrededor parecían bastante fértiles; pero el pueblo aquel, como todos los próximos, tenía un aire pobre y miserable. Cerca había una ermita entre árboles y un molino. Como curato, la aldea era un lugar de castigo.
Javier decidió quedarse, y alquiló una casa grande a un labrador acomodado. Le avisó que pocos días después traerían sus muebles.
Una semana más tarde fue con la tía Paula. No habían llegado los muebles aún al pueblo. Se quedaron los dos en la posada de la aldea vecina, al lado de la carretera. La posada era bastante mala, sin comodidades. A poco de estar allí paró un señor en un automóvil. Necesitaba gasolina. Habló con Javier y le preguntó:
—¿Es que se ha quedado usted aquí por alguna avería de automóvil?
—No.
Javier explicó lo que le pasaba.
—Es un error meterle a usted en ese rincón —dijo el señor—. Esto es para otro tipo de cura, para un mozo de éstos del país, andarines y cazadores. ¿Usted qué va a hacer aquí? Se hará usted un amargado, un rebelde.
—Ya veremos.
Javier estuvo paseando por la tarde por los alrededores de aquel pueblo, contemplando la sierra de Cantabria, la muralla que separaba el país vasco de las tierras llanas del Ebro.
Al día siguiente llegaron los muebles y el piano en un camión, y los condujeron a la aldea en un carro pequeño, en distintos viajes.