XXXVIII

EN EL PALACIO DEL OBISPO

Cuando ya pasaron las fiestas, una mañana Javier marchó al palacio del obispo; tenía que presentarse a él. Este palacio, con una fachada nueva del año 1887, había sido, según decían, la residencia de los marqueses de Monte Hermoso, donde había vivido aquella señora de Echauz que había sido una de las queridas de José Bonaparte.

Javier se presentó al secretario del obispo quien le dijo que volviera dos días después. Así lo hizo, y apareció el día señalado en el palacio. Subió las escaleras y se presentó al prelado cuando le tocó el turno.

Su Ilustrísima, de perfil aguileño, estaba grueso, un poco calvo; había perdido su antigua prestancia; sus explicaciones no eran muy fáciles ni sus ademanes tampoco. No tenía elegancia mundana ni tampoco aspecto de fervor evangélico. Al ver a Javier, le hizo una advertencia fría. Sus frases podían haber sido de un gobernador civil o de un comandante de carabineros. Javier no hizo la menor objeción ni dio explicaciones. Sabía que no tendría ningún éxito. Escuchó en silencio, sin protestar, y cuando se lo indicaron se retiró.

Al despedirse, el obispo le presentó el anillo, y Javier se arrodilló y lo besó.

El mandato del superior es siempre bueno, aunque a primera vista parezca injusto y hasta inmoral. Esto se dice en los seminarios y en los colegios de jesuitas.

Por la tarde paseó por la Florida, y de noche estuvo en la ventana con el corazón agitado, pensando qué sería de él. Enfrente todavía se veía luz en un mirador; un jardín mostraba sus árboles adornados de flores; pasaba algún transeúnte muy de tarde en tarde y se oía un reloj lejano. La noche estaba muy estrellada, y Javier, al ver la Vía Láctea y la Osa Mayor que se dibujaba por encima del tejado, sentía ganas de llorar.

Entonces le vinieron a la boca las palabras de fray Luis de León, en la traducción del salmo De Profundis:

Yo, Señor, en ti espero,

y esperando le digo al alma mía

que más esperar quiero,

y espero todavía,

que es tu ley responder al que confía.