EN ESPERA
Al mediar el otoño Javier fue un día a Monleón a recoger sus muebles. Se entendió con Domingo el hortelano para que los cargasen en una camioneta y los llevaran a un guardamuebles de San Sebastián.
—Habrá que marcharse de aquí —dijo Domingo—. Esto está mal.
—¿Y a dónde vas a ir? —le preguntó Javier.
—¡Yo! Donde se dean mejor las habichuelas.
—Pero, ¿no sabes a qué pueblo?
—No, todavía no. Donde se dean mejor las habichuelas.
De aquí no se le sacaba a Domingo. Aquella fórmula le parecía sin duda la más rotunda y expresiva.
El último paseo de Javier por la huerta de su casa le produjo una gran melancolía.
Habían arrancado las madreselvas plantadas por él cerca de las tapias; habían cortado el sauce que daba al río y podado los dos lilos, dejándolos como dos troncos sin ramas. Las manzanas y las peras caídas en la hierba se pudrían allí.
Hacía unos años, para la tía Paula y para él hubiera sido un acontecimiento digno de ser contado el ver un fruto no recogido; ahora estaban abandonados sobre la tierra.
Se marchó de allí con una impresión muy melancólica.
Se despidió silenciosamente de la casa, del comedor con su chimenea y su ventana de guillotina, de su despacho, de la alcoba, del desván y de la cueva; después se despidió de la huerta, del sauce cortado de raíz y de los lilos, con sus ramas como muñones.
Todo el invierno lo pasó Javier en San Sebastián sombrío y triste. A veces veía a su padre; pero desviaba su camino y se marchaba por otro lado para no encontrarse con él.
Le iba tomando odio. Sentía un profundo desprecio por su manera de ser.
Algunos días fueron para él lamentables, como el de Navidad. En la casa no había nadie. Sus dos tías se habían marchado. Él anduvo paseando de aquí para allá entre la lluvia. Al anochecer, las calles de la ciudad estaban desiertas. Algunos jóvenes llevaban un muñeco en andas, un viejo con la pipa en la boca, representación del solsticio de invierno, Olentzero, y le cantaban canciones.
Tardó mucho en resolverse el asunto de Javier en el obispado de Vitoria. En la primavera tuvo noticias de él. Le trasladaban a un pueblo mísero de Álava. Su tía le decía:
—Si no te conviene o no te gusta, no vayas.
A él le quedaba un fondo de sumisión y decidió ir.
—Si tú quieres, puedes quedarte en San Sebastián —indicó Javier.
Ella hizo un gesto de negación y de extrañeza, como si no valiera la pena de contestar a tal propuesta. Era como la hiedra, que se une y abraza a un tronco hasta la muerte.
La tía Paula dijo:
—Lo que podemos hacer es sacar mi dinero, que está en un Banco, y con él podemos instalarnos un poco decorosamente, porque, al parecer, en el pueblo el sueldo es muy pequeño y el estipendio también.
—No, no hay necesidad. Yo tengo algún dinero.
Tía y sobrino marcharon a Vitoria en tiempo de Cuaresma.
Por entonces la Eustaqui les escribió una carta diciéndoles que quería ir con ellos. La tía Paula lo deseaba, pero Javier tenía un poco de miedo de tener cerca a una muchacha así, y contestó que no.
Tía y sobrino pensaban pasar una temporada corta en Vitoria y ver la aldea adonde le destinaban.
—Vamos a ver el pueblo —decía la tía Paula—, porque si es muy malo no vas.
—Lo veremos primero —contestó Javier.
Marcharon los, dos a un hotel nuevo de Vitoria, donde pensaron pasar la Semana Santa.
Javier se paseó por las calles desiertas del pueblo viejo; corría un aire frío. Recordó sus tiempos. Visitó el Seminario de Aguirre, convertido en una escuela, y el Seminario Conciliar, que servía de cuartel a los guardias de asalto. Javier se paraba en los escaparates de la calle de la Correría y de la Cuchillería y recordaba cuáles eran las tiendas nuevas desde su época. Se detenía un momento a ver desde la puerta el taller de un tornero o de un zapatero de viejo.
El domingo de Ramos pensaron ir a la bendición de las palmas en la Catedral.
Javier estaba en la cama cuando oyó el silbo y el tamboril.
—¡Qué bonito! —pensó. Luego resonó el himno de Riego con mucho brío, y supuso, entre sueños, si habría pasado algo revolucionario. No había pasado nada.
Marcharon a la Catedral. La tía Paula entró en seguida. Javier se detuvo en la plaza y estuvo leyendo algunos letreros de las paredes de la iglesia. Uno de ellos decía:
Dice Dios: «Quien de los suyos no cuida,
niega la fe, y es peor
que un gentil sin ley ni Dios».
Entró Javier en el ancho atrio. En la puerta se veían pegados algunos papeles blancos, y entre ellos la circular sobre la modestia en los vestidos, del obispo. Javier recordó a Basterreche; luego pasó al interior de la Catedral.
El obispo estaba sentado en su trono. Se hicieron diferentes ceremonias; le pusieron y le quitaron la mitra a cada paso; después bendijo las palmas, reunidas y amontonadas sobre una mesa. Comenzaron los curas a acercarse al prelado con la palma en la mano, se arrodillaban y le besaban el anillo. Entre los curas, cuatro concejales fervientes iban como antes, en tiempo de la Monarquía, a la ceremonia. Luego se formó una procesión alrededor de la iglesia, con el obispo; los curas llevando todos una palma rizada salieron al atrio por una puerta y entraron por otra, que cerraron.
A Javier le asaltaban ideas racionalistas, y poco místicas; pensaba: «¿Qué relación puede haber entre todo esto y el espíritu del cristianismo»? Pensó que aquellas ceremonias no debían diferenciarse mucho de las del Gran Lama.
Seguramente un maestro del Seminario hubiera dicho que existía una relación estrecha, muy estrecha, entre las máximas cristianas y aquellos pasos ceremoniosos; pero él, en aquel momento, no la veía.