LA MARCHA
Unos días después, en la pequeña estación del tren, se reunieron la tía Paula y Javier y fueron a Vitoria. Javier quiso enterarse de lo que se decía de él.
Se habían recibido en el obispado malos informes de su conducta. Seguramente serían del párroco o de don Mariano. Por lo que parecía, constaba todo: sus amistades con el doctor Basterreche y los socialistas, los paseos con la señorita irlandesa, el haber protestado por la entrada de los soldados en su casa.
Javier fue a contar sus cuitas a uno de los profesores del Seminario, que siempre había sido amigo suyo.
El profesor le dijo, después de recomendarle mucha calma y resignación:
—Hay que comprender que en estos momentos difíciles necesitamos que todo el clero obre con unidad de miras; si cada cura de pueblo quiere tener una opinión particular, estamos perdidos, en pleno presbiterianismo. No hay más remedio que someterse. En los periódicos se hablaba de que se habían cometido en Asturias grandes crueldades por los mineros sublevados, entre otras, unos fusilamientos en Turón dignos del tiempo de Cabrera, en los cuales se revelaba un carácter sañudo que daba una triste idea de la raza.
Javier marchó a San Sebastián a esperar la decisión del obispo.
—Lo peor es —pensaba— que he perdido la tranquilidad y siento la cólera por la injusticia; no sé si podré dominarla.
Le había faltado la sindéresis, el saber vivir. En el pueblo todos habían resuelto su problema, menos unos cuantos desgraciados que estaban en la cárcel. Peor que ellos se encontraban aún sus familias en la miseria. Poco después se dijo que algunos cabecillas de la asonada de Monleón se habían escapado del fuerte de la frontera para meterse en Francia. Las personas pudientes del pueblo, no sólo no lo sentían, sino que se alegraban. Seguramente, pensaban: Así no tenemos enemigos.
Cada uno había visto su vida y su egoísmo: los obreros, sus venganzas; los directores socialistas del movimiento, la posibilidad de su carrera; Basterreche y Pepita habían resuelto su cuestión de amor.
Las mujeres de los obreros y Javier, sin pretender nada, habían sido sacrificadas.
En San Sebastián se le reprochaba haber defendido el nacionalismo, tener amistades con agitadores revolucionarios, enemigos de la Iglesia; el turbar con sus sermones la fe de los fieles y el no tener celo en la confesión. También se le acusaba entre los curas de jansenista.
Estas falsedades le indignaban. ¡Piedad, caridad, mentira, engaños que han dejado los fuertes a los débiles para ilusionarlos! No pensaba ya recomendar a nadie la sumisión ni la caridad. Javier estuvo enfermo dos semanas con fiebre alta, y la fiebre le debilitó, y al convalecer se encontró con que se sentía disgustado y de mal humor.
No tenía espíritu evangélico ni ambición. ¿Por qué había querido ser cura? No lo comprendía. Sospechaba que se había engañado y perdido la juventud.
Comenzaba a discurrir sobre muchas materias en forma que antes no le había venido jamás a la imaginación.
—Sin duda, mi desarrollo intelectual ha sido lento y penoso —se decía—. ¿Cómo no se me ha ocurrido meditar un poco reposadamente sobre tanta cuestión trascendental que ahora me asalta? Yo no he tenido nunca dudas…, y ahora…
La mayoría de las veces podía soslayar y acabar con sus preocupaciones; pero otras se le atragantaban y se le convertían en ideas fijas.
—Así empezaron los herejes —pensaba.
Con la idea de acabar con sus lucubraciones íntimas se dedicaba a la oración y después a la música. No siempre salía triunfante. También para buscar inspiración cristiana leía la vida de los santos. La de los sabios y teólogos San Pablo, San Agustín, San Jerónimo, Santo Tomás no le conmovían. La de los organizadores y luchadores, como Santo Domingo de Guzmán y San Ignacio, no eran para producirle admiración ni entusiasmo. Le parecían políticos más que otra cosa.
Los santos populares y prestidigitadores, como San Antonio de Padua, que hacían milagros como quien hace buñuelos, no eran tampoco de su cuerda.
Le quedaba San Francisco de Asís. ¿Pero éste era realmente un católico? ¿Era un cristiano? ¿O era más bien un asceta místico que podía ser de cualquier religión de Asia o de Europa?
Si hubiera podido esquivar todas las cuestiones y no leer nada lo hubiera hecho, porque la lectura, en vez de calmarle, exaltaba su espíritu y le provocaba más contradicciones.
A veces tenía la idea de marcharse al pueblo de su madre, en el Goyerri, y vivir en el caserío. ¿Pero se acostumbraría? Luego pensaba que no. Había que desconfiar de estos proyectos que se presentaban de pronto en la imaginación como soluciones para todo. Durante algún tiempo estuvo muy melancólico. Un compañero de un pueblo próximo le decía:
—A ti se te puede decir como en el Evangelio: Spiritus quidem promptus est caro autem infirma.
—No, a mí me pasa lo contrario. El cuerpo está ya sano, pero el espíritu no.
Al cabo de algunos meses, Pepita le escribió desde Berlín, pidiéndole perdón por lo que había hecho y diciéndole que pronto volvería a España para abrazarle.
Javier le contestó lacónicamente e hizo que la tía Paula le escribiera con extensión.
A vuelta de correo contestó Pepita desde Berlín hablando de su vida.