EL SERMÓN NACIONALISTA
En esta época, Javier pronunció un sermón que se consideró un tanto bizcaitarra.
Aseguró que las personas de arraigo del país debían influir en la vida del pueblo. El hombre del caserío, al salir de su rincón, adquiría todos los defectos del ciudadano y ninguna de sus cualidades. Por otra parte, el obrero venido de fuera, el forastero, se mostraba casi siempre extremista, insolente y desvergonzado. Era necesario que las personas del país que tuvieran preocupación por él reaccionaran contra estas malas tendencias que si triunfaban iban a contribuir a corromper las costumbres y a dar a los campesinos una ideología agresiva y odiosa.
Se dijo que el sermón había disgustado.
—¿Por qué le ha parecido mal mi discurso al obispo? —preguntó al párroco.
—Le han dicho que una de las citas del Evangelio no era exacta y que debía haberla dicho en latín y no traducirla al vascuence.
El párroco después añadió:
—El secretario del obispo ha escrito que el Papa ha indicado al Nuncio los muchos males e inconvenientes que tiene para la Iglesia el que los sacerdotes intervengan en la política nacionalista, y a usted se le tilda de esto.
Javier contestó que no era cierto.
—Yo no soy más que vasco.
Afirmó después que si esto era algo penable y anticatólico, que lo declararan francamente, sin andarse con oscuridades.
No comprendía por qué un castellano, un andaluz o un aragonés podían manifestar su amor por su país y por las costumbres de su región y un vasco no.