EL DESORDEN MORAL
El cambio de Gobierno produjo en la gente un cierto trastorno en ideas y en costumbres. Javier pudo notarlo, sobre todo en el confesonario. Una vez, una muchacha, sobrina de Domingo el hortelano, fue a confesarse con él. Había estado de criada en una fonda del pueblo y se marchó de ella por la avaricia de sus padres; la chica se escapó a San Sebastián.
Estaba allí con una familia bien tratada, y considerada; los padres no la dejaban en paz, intentaban constantemente sacarle dinero. Un día la hermana, también sirvienta, se le presentó en la casa y le dijo:
—Estamos haciendo el tonto. Yo sé un sitio donde podríamos ir y donde nos vestirían y darían de comer y viviríamos hechas unas princesas.
—Pues vamos.
Fueron las dos muchachas a una casa de trato, las explotó una mujer y a los tres meses esta muchacha quedó embarazada.
La dueña, que a pesar de su negocio sucio era mujer de buen corazón, la tuvo en su casa, y para dar a luz marchó a la Maternidad. Tuvo un mal parto y después fiebres. Al curarse, a la chica se le desarrolló un gran sentido maternal; quiso saber el nombre de su hijo y verlo, cosa prohibida en aquel establecimiento. Sufrió mucho, y cuando pudo enterarse, su hijo había muerto. Entonces volvió al pueblo y estaba trabajando en el caserío de sus padres.
La muchacha contó en el confesonario esta lamentable historia a medias en vascuence y en castellano, confundiéndose, tartamudeando y suspirando.
Cuando terminó, Javier le dio la absolución porque vio en ella más inconsciencia e ignorancia que vicio.
La muchacha, al oírlo, comenzó a llorar.
—Vete a casa —le dijo Javier—. Estás perdonada.
Ella se levantó, se echó la mantilla por encima de la cara y salió corriendo.
Las pasiones se hallaban exaltadas en el pueblo.
Don Juan, su penitente rico, dio un gran escándalo con un muchacho: estuvo a punto de ser denunciado y pudo liquidar el asunto dando dinero. Se dedicaba, por entonces, a ir en las procesiones y en los viáticos con un cirio en la mano y a mirar provocativamente a todo el mundo.
El otro señor viejo, don León, a quien se le tenía por un fatuo, seguía arruinándose con su corista.
Basterreche conoció a ésta en Bilbao y la habló.
Ella despreciaba profundamente al viejo don León y le odiaba, así como a su mujer y a sus hijas, a quienes no conocía. La muchacha había andado con aquel señor a puntapiés y le parecía un viejo repugnante y un cerdo.
—Yo me iré con el que me dé más —le dijo al doctor—, aunque, naturalmente, me gustan más los jóvenes que los viejos, pero todavía le tengo que dar muchos disgustos a ese tío asqueroso e hipócrita.
Otro de los escándalos del pueblo lo dio un hombre todavía joven, casado con una mujer amable, más vieja que él. Este señor, forastero, llamado por algunos Fernandito y por otros don Femando, se lanzó a tener una querida en la capital y luego comenzó a escribir sus amores en un diario. La querida no era tampoco una mujer joven ni mucho menos, sino ya vieja y corrida. La mujer legítima encontró aquel diario y lo leyó, y se enfureció y pidió la separación.
Los maliciosos sospechaban si Fernandito o don Fernando habría dejado a propósito el diario para que lo sorprendieran. Por si acaso, el marido esperó a que su mujer heredara y que a él le tocara la mitad de los bienes gananciales.
Había también en el pueblo jovencitos de la burguesía que se revelaban como pequeños superhombres, despreciaban a la familia, se burlaban de sus padres, querían tratar a las chicas como a terreno conquistado y se las echaban de comunistas.
Esta gente moza quería creer que en Rusia se había inventado un nuevo mundo; y que todos los lugares comunes revolucionarios viejos eran descubrimientos. La tropa de judíos mesiánicos, gesticulantes como monos, de que se tenía noticia, les parecía lo más exquisito de la humanidad.
Entre la clase obrera existía un tipo parecido, el joven insolente que le gustaba llamar la atención por alguna impertinencia o alguna estupidez. A éste le empezaban a llamar por todo el Norte gamberro.
Tanto un tipo como el otro llegaban a tener simpatías en el ambiente.
Había forasteros que hablaban, medio en serio, medio en broma, del reparto de mujeres, porque esta idea musulmana y semítica de la mujer como un animal que se puede repartir existe aún entre los españoles, sobre todo entre los del Mediodía.
Se daban también algunas muchachas de las que, según la frase puesta en uso hace treinta años, querían vivir su vida. Esto, en general, traducido al lenguaje corriente, quiere decir: «Que me dejen a mí vivir como me gusta y que los demás no sólo no se opongan, sino que me ayuden a que yo pueda hacer lo que me dé la gana».
Javier estaba asombrado.
—¿Estos pueblos habrán sido siempre así? —se preguntaba.
Por todas partes brotaban las intrigas, la avaricia, la usura, la lubricidad y la falta de sentido social.
Javier decidió aislarse, volver a su vida solitaria y romper toda clase de relaciones con la gente y también con nacionalistas y socialistas.