VERSATILIDAD DE BASTERRECHE
Por entonces comenzó entre los socialistas una campaña sobre una vieja cuestión del hospital. El dinero de una manda antigua había desaparecido desde hacía largo tiempo. ¿Qué había sido de él? Se ignoraba. Los socialistas querían aclarar el asunto más que nada por dar en la cabeza a los conservadores y a los clericales. Durante mucho tiempo los socialistas tuvieron con respecto a aquella cuestión una actitud discreta, pero después se ensoberbecieron y comenzaron a emplear palabras gruesas.
Los curas demostraron que no habían tomado parte alguna en la filtración de aquel dinero y durante largo tiempo ellos y los concejales socialistas vivieron en paz. En esto apareció un indiano con ínfulas de radical, pero que quería mandar sobre todo y por encima de todo. Era un tipo de americano del norte, con los dientes de oro, cara larga y gangoso en el hablar. Este hombre excitó por vanidad a los socialistas e inmediatamente se vio que se organizaban con energía los clericales bajo el manto del nacionalismo. Los nacionalistas abarcaban dos sectores importantes del pueblo: los accionistas de la fábrica y los ricos con algunos de sus empleados importantes y luego gente pobre que se consideraba desbancada por el elemento forastero.
Ésta se reunía en una taberna del pueblo viejo, la taberna de Pocholo.
Pocholo se pasaba el día borracho y al anochecer se acostaba. Su mujer, la Juana Mari, le dejaba hacer esta vida sin preocuparse de ello.
Los nacionalistas ricos fundaron un Círculo y después, imitando a los socialistas, decidieron construir un frontón al lado.
Entre los socialistas, que nunca se mostraron hasta entonces muy radicales en el pueblo, aparecieron varios obreros venidos de Asturias y de Santander; uno de ellos, a quien llamaban el Montañés, y el otro, el Estudiante, y dieron a las campañas obreras un aire agresivo.
El Estudiante, afiliado al partido comunista, era un antiguo estudiante de cura, cínico, aventurero y sobre todo anticlerical. Tenía la saña y la malevolencia y la pedantería del seminarista y del comunista. Se comprendía que buscaba principalmente un éxito. Javier en la calle le vio y le desagradó desde el primer día. Era pequeño, moreno, satisfecho, con el pelo rizado, sin nada en la cabeza, con una cara de garbanzo; andaba siempre con papeles y periódicos en la mano.
El otro, el Montañés, tipo cazurro y hábil, era de esos hombres que se hacen dueños de un pueblo. Fue nombrado por el partido para establecer una Cooperativa obrera.
Según se dijo al cabo del tiempo, en las cuentas de la Cooperativa no había ninguna claridad, pero aun así el Montañés siguió no sólo en la dirección, sino que le nombraron concejal. En el Ayuntamiento mandaba y hacía él casi todas las contratas.
Este Montañés estuvo a punto de que le nombraran diputado en las Cortes Constituyentes.
Con dinero propio o con dinero ajeno mandó construir una casa de muchos pisos y con muchas ventanas.
En el piso bajo un gran letrero decía: «Cooperativa Obrera»; a un lado y a otro de la puerta se levantaba una bomba de gasolina. La Cooperativa era al mismo tiempo taberna.
Al comenzar el mando del partido exaltado en las cuestiones obreras, el doctor Basterreche se fue zafando de los asuntos del partido socialista.
Muy a menudo el médico estaba fuera. Por lo que se supo después, hizo oposiciones en Bilbao a una plaza de médico de casa de socorro y a otra del hospital y las ganó las dos. Los amigos le felicitaron. Los socialistas comenzaron a hablar mal del médico, a quien atribuían una versatilidad grande en sus ideas. Los católicos y tradicionalistas ponían también al doctor por los suelos.
—Esta gente católica, ¡qué mala es! —decía Basterreche.
Antes de tomar posesión de su cargo el doctor iba a ir una temporada a Alemania a perfeccionarse en algunos puntos de su profesión.
A Javier le dijo que había roto sus relaciones con los socialistas.
—Son tan egoístas y tan bestias como los demás, pero son mucho más pedantes y tienen una idea ridícula de sí mismos. Creen en estas mixtificaciones del socialismo y de la democracia como los católicos en la Virgen.
—No te entiendo.
—Mi pensamiento será bueno o malo, pero no creo que tenga nada de oscuro ni de comprensión difícil. Yo pienso que la cultura científica y espiritual del mundo ni está terminada, ni está propagada. Tomarla como definitiva y pretender crear un sistema cerrado, dogmático e inmutable e imponerlo a los demás, es hacer en pequeño, en malo y en frío, lo que hicieron los cristianos en grande y en ardiente. Yo creo que no se debe cerrar nada, sino dejar todas las puertas abiertas al aire. En fin, no me parece que mi pensamiento sea tan oscuro y tan sibilino para que no se comprenda.
—Es decir, ¿que eres un oportunista?
—Eso es; un oportunista, o si se quiere mejor, un relativista. Los curas creéis que vuestro Santo Tomás ha definido todo: el tiempo, el espacio, la causa, Dios, los milagros. Los comunistas creen que Karl Marx ya ha dado la norma de la vida. Entre el buey silencioso de Sicilia y el judío barbudo de Treves está todo el saber humano. Eso es lo que no creemos nosotros.
—Eso es lo que se llama el agnosticismo.
—Sí, es posible. En las opiniones todo responde a un concepto inicial. Si se supone que la vida y la historia, como lo creen los socialistas y los judíos, está regida por la economía se encuentra la economía en cualquier acontecimiento. Se puede defender que las reglas de las religiones no son más que principios económicos. La religión sería una economía basada en dogmas aparentemente no económicos. Si se quisiera se verían las máximas del decálogo como económicas. No hay ninguna sentencia en las religiones que preconice el despilfarro. Quizá la única sería la máxima cristiana por excelencia: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Éste sería el gran despilfarro; pero es un despilfarro tan raro que casi se puede decir que no se da. Si en vez de buscar la economía en la historia se busca la religión, el mito, el placer, se los encuentra también.
—Eso quiere decir que eres un escéptico.
—A medias nada más.
—Pero en esta cuestión práctica, inmediata, de los socialistas, que se creen explotados, ¿tú qué crees?
—Yo creo que no se puede vivir sin explotar y sin ser explotado. Es cosa imposible. En la vida hay que explotar o hay que ser explotado.
—No veo por qué.
—No hay manera de vivir sin hacer daño a alguien. Aun el asceta más asceta y el santo más santo, sólo viviendo hacen daño a alguien.
—¡Qué paradojas!
—Yo así lo veo. Para muchos, el explotado es un ser antipático; para otros, en cambio, es lo contrario. Para mí, en general, el pobre es un motivo de simpatía.
—Para mí también, pero confieso que no siempre.
—Pues para la generalidad no lo es. Cuando pienso en esta condición mía no creas tú que me elogio por completo. Si pensara: «este hombre es rico, es feliz, y por eso me es simpático», me despreciaría. Pensando: «es pobre, es desgraciado y por eso me es simpático», no me aprecio tampoco. Yo intento ver los dos lados de la cuestión. Ahora, estos socialistas son fanáticos y no quieren términos medios, sino soluciones a rajatabla o lo que ellos llaman soluciones. Son ergotistas, como si estuvieran educados en un Seminario, y tienen la superstición de una lógica primaria, como si eso valiera algo para la vida. De ahí esa ridícula creencia en la polémica, cuando la polémica no es nada.
—¿Tú crees que no?
—Nada. La polémica y la discusión pueden tener algún valor cuando se trata de dos personas que tienen los mismos principios, la misma técnica y el mismo objeto; pero cuando no hay comunidad ni en principios, ni en procedimiento, ni en fines, toda discusión es inútil. Cien años podrían estar discutiendo un cristiano, un budista y un mahometano y no llegarían a ponerse de acuerdo en nada.
—¿Así que abandonas al rebaño?
—No ha sido nunca rebaño mío. Pueden cornear contra las tablas de su pesebre.
—Antes no te veía muy de acuerdo con sus ideas, pero al menos tenías simpatía por ellos.
—Pues ahora no la tengo. Me molesta que no tengan espíritu de obreros ni de trabajadores. A uno de nuestros políticos importantes le reprochan el gastar botas y no zapatos. Le llaman el Botas. Es un reproche que le podían hacer lo mismo las cupletistas, las cocineras y los mozos de café. Estos obreros son como señoritos. Allá en Bilbao hay hortera que gana cincuenta duros al mes y compra zapatos de quince para lucirse en la calle del Correo y que le tomen por un marqués. Lo mismo pasa en Madrid y en Barcelona. En cambio, en Alemania y en Francia hay profesores ilustres que usan botas toscas de soldado, que compran a bajo precio en los bazares. Aquí eso es imposible, la gente es demasiado petulante. Yo conozco a los obreros y sé lo que son, todos muy finos: el uno no puede comer cocido, al otro no le gusta el café de casa, el de más allá manda despóticamente en la familia. Son archiburgueses. Si éstos tuvieran que vivir con una disciplina dura, se desesperarían.
Las variaciones de criterio de Basterreche le producían mucha sorpresa a Javier.
—Este sentimentalismo de las masas, que lleva envuelto un deseo de tiranía y de mando, es en esta época comunista el mismo que en la época cristiana —afirmó el doctor—. No se quieren superioridades, no ya exteriores, ni aun interiores. Hay una cierta delectación en la bajeza y en la animalidad comunes. Un hombre puede sentirse diferente a los otros, puede no querer contemplar las lacras de los demás ni mostrar las suyas. Esto no se acepta. Se quiere la promiscuidad más fea y más triste. Y es que el comunismo y el cristianismo tienen los dos la misma raíz judía y rencorosa.
—Pero eso que dices, pugna con tus deseos de claridad y de crítica —le dijo Javier.
—No. Yo encuentro muy justa y necesaria la tendencia de aclararlo todo, de ver en lo que es sin mentiras y sin disfraces; pero para la vida social me parece muy bien el evitar el alarde, la nota miserable y sucia. El que existan libros de medicina en que están catalogadas muchas porquerías del hombre y de la mujer no obliga a hacer exhibición de ellas. Al revés, hay que ocultarlas, y si se quiere, disimularlas con una sonrisa. En este sentido el siglo XVIII debía de ser perfecto.
—No te creía tan cortesano.
—Llámame como quieras. Yo soy un hombre que tiene un fondo de admiración por el sentido popular y demagógico y al mismo tiempo por la cultura de formas; no lo tengo, en cambio, por la tendencia democrática y republicana. Aunque parezca una paradoja, el pueblo español actual no tiene instinto popular como lo tuvo en la guerra de la Independencia y en la primera guerra carlista. El pueblo nuestro de hoy siente amor por los profesores, por los ateneístas. No tiene gracia. Creo que estamos intoxicados por el doctrinarismo y la pedantería.
—Pero eso solo no nos puede separar a nosotros de la masa.
—Yo creo que sí; no son las ideas lo que nos separa. A nosotros, ¿qué nos puede importar que desaparezca la propiedad? Nada. No la tenemos. Lo que no podemos aceptar es que cualquier pedante, porque se llame socialista o comunista, nos quiera mandar y tratarnos como a los conejos de Indias en los laboratorios.
—Así, que no son las ideas las que te alarman a ti, sino lo gente que las piensa poner en práctica.
—Ah, claro. Pensar que estas gentes tienen ese sentido de equidad y de justicia de que alardean, es una quimera. Son iguales que los demás españoles, con el mismo espíritu de vanidad y de chulería: «Ahora, que se quiten éstos para que entremos nosotros». No ven que detrás vienen otros más miserables que ellos. Muchos tienen ese espíritu de venganza disfrazado de sentimiento de justicia que les impulsa a desear el mal gratuito a sus enemigos. Practicarían con gusto lo que los realistas españoles y católicos del año 1823 llamaban la persecución por amor.
Basterreche suponía posible, si llegaba a dominar una tendencia comunista, una era de persecuciones parecida a la que las hordas cristianas practicaron inmediatamente que tuvieron fuerza, destruyendo las maravillas del paganismo y asesinando a Hypatia.