XXIX

LOS SOCIALISTAS

En las conversaciones que sostuvo Javier con los obreros vio que éstos tenían un espíritu injusto y agresivo.

Se quejaban de los patronos, los consideraban como mandones y déspotas. Según ellos, tenían un espíritu feudal. Creían que eran ellos los que daban graciosamente la ganancia.

Pero si esto era cierto, lo mismo les pasaba a los socialistas, que creían que ingenieros, directores, técnicos, eran siempre parásitos explotadores y que no hacían nada útil. Terminaban en la idea falsa de que el arquitecto no trabaja y el albañil sí.

Javier pensó un momento en influir para que el encono se dulcificara. La lucha del capital y del trabajo era allí una cuestión puramente teórica. El capital, en la mayoría de los casos, no era capital sólo, sino capital mixto de inteligencia y de espíritu de empresa. El trabajo no era siempre trabajo, porque muchas veces era una posición privilegiada entre los obreros.

Si se pudiera suprimir el intermediario sería una gran cosa —pensaba Javier—, porque el intermediario es el que gana, el que explota. ¿Pero, cómo se suprime el intermediario? No se ve la manera. Al revés, en un país comunista como Rusia, aumenta, y todos son agentes, delegados y comisarios. El problema podría quizá resolverse con tiempo, aunque no de una manera definitiva. Mientras tanto, ¿por qué tomar aquella actitud trágica y desesperada que tomaban los obreros? Los campesinos no vivían mejor. Había que ir evolucionando.

Los socialistas le oían y sonreían. Alguno le llegaba a decir:

—Sí; pero usted tiene una casa mejor que la mía y un piano.

—Así que si cambio de casa y el piano se desafina ya soy un proletario. Qué estupidez. Además que habrá unos que tengan la casa mejor que usted y otros peor.

—Nosotros queremos que todas las casas sean iguales.

El cura se encogió de hombros.

Javier quería convencerles de que su obra justiciera podían hacerla con un espíritu de amor más que de odio sin olvidar las máximas de Cristo. Los socialistas replicaban.

—En veinte siglos la religión no ha conseguido nada y por tanto hay que abandonarla.

Pronto comprendió Javier que no podría colaborar con los socialistas; tomaban una actitud exclusivista, anticlerical y anticristiana y rompió sus relaciones con ellos.

Se lo dijo a Basterreche.

—Sí —dijo éste—; nos desbordan los extremistas y no hay manera de sostenerlos en un término medio. Son muy brutos y más que nada por pedantería.

Como no era fácil en aquella ocasión conservarse completamente independiente, Javier se inclinó hacia los nacionalistas. Basterreche, antiguo simpatizador de estas ideas, se mostraba por entonces hostil.

—El credo de los nacionalistas «Nosotros para Euskadi y Euskadi para Dios» es pura teocracia. No hay en ello ninguna novedad. Es el Paraguay jesuítico. Estos nacionalistas tienen la pretensión, sin duda, de crear una cultura vasca original. ¿A base de qué? Porque si esta cultura tiene que ser a base de catolicismo y latinismo, no podrá ser muy original, no se diferenciará mucho de la cultura de los demás pueblos de España.

—Pero algo se puede hacer a base del vascuence —le dijo Javier.

—Nada. No se puede hacer nada —aseguró Basterreche—. Sólo un hombre de genio podría hacer algo. En un idioma donde no haya palabras autóctonas ni para Dios ni para el alma, ni para el espíritu, ni para el cielo, ni para el infierno, ni para el purgatorio, ni santos, ni Trinidad, ni castigo, ni religión, ni ángeles, es un absurdo querer sostener una tradición católica vasca. Todas las ideas generales que se puedan expresar en vascuence son traducciones y adaptaciones del latín. Es bastante característico que entre nosotros no haya palabras para expresar ideas religiosas ni tampoco para decir leyes, sociedad o rey, lo cual demuestra que nuestros antepasados han vivido en plena anarquía.

—¿Y a ti no te gustaría restaurar esa anarquía? —preguntó en tono de broma Javier.

—Eso sí. Si se pudiera sacar a flote todas nuestras creencias, nuestras supersticiones y nuestras costumbres, sería entonces nacionalista. Paganismo, individualismo y anarquía dentro del orden. Sería magnífico. Lo único que aceptaría como internacional sería la ciencia.

—En lo demás, cada uno en su rincón.

—Sí; yo creo que cada raza y cada subraza tiene su valor zoológico y espiritual, aunque éste no se conozca bien.

—Mejor se podrá decir no que tiene ese valor, sino que lo ha tenido.

—Sí, es verdad. Lo antipático es que en estas épocas de nacionalismo hay gran prurito de dar patentes y de hacer definiciones y purificaciones. El vasco tiene que ser católico, el vasco tiene que ser tradicionalista, el vasco ha de ser partidario de los procedimientos mecánicos nuevos y de la ideología política y religiosa vieja. Lo mismo se puede afirmar las tesis opuestas. No hay tradición unilateral en el país. No la hay en ninguno. Un vasco dentro de su tradición puede serlo todo: monárquico, absolutista, católico, librepensador, conservador, republicano, comunista, o anarquista. Si tiene este capricho y es pintor, puede ser hasta cubista. Nuestras secreciones internas, si poseen algún carácter específico, que es cosa dudosa, no nos exigen entregarnos a un dogma determinado ni afiliarnos a un partido especial. No, seguramente; los vascongados no han venido al mundo con la hoz y el martillo, ni con los tres puntos masónicos grabados en el pecho, pero tampoco con el sagrado corazón de Jesús ni con la efigie de Don Carlos impresa en la epidermis. Podemos, pues, pertenecer a una fracción o a otra, a un partido o a su contrario con la misma dosis de vasquismo interior y exterior o no pertenecer a ninguno.

Javier, Basterreche y a veces Satur, la maestra, pasaban la tarde tocando el piano y cantando.

Basterreche tenía la preocupación de los orígenes de la música popular y hubiese querido apartar de ella todo lo exótico, lo influido por elementos extraños, y dejar sólo lo típico del país.

A veces decía haciendo un gesto:

—Este final es malo. Sabe a melodía de pacotilla.

En cambio, otras veces exclamaba:

—¡Qué bien está esto! Podría ser de Haydn.

Y se embebía en la música con fruición.