XXVIII

NOVEDADES DE LA REPÚBLICA

Cuando se supo la proclamación de la República en Madrid hubo una gran sorpresa en el pueblo. Todo el mundo pensaba que la Monarquía se defendería a cañonazos y a tiros y se decidió esperar. Los acontecimientos se precipitaban, el rey huía, las ciudades aceptaban el cambio de régimen. Entonces se proclamó el nuevo Gobierno desde el Ayuntamiento.

¿Qué iba a ser la República?

La estupefacción y la sorpresa impulsó a permanecer tranquilos a los conservadores; luego la quema de los conventos de Madrid los irritó y les hizo reaccionar.

Los socialistas y republicanos eran, según ellos, unos ladrones; había socialistas con catorce sueldos; republicanos, antes muertos de hambre, que vivían en palacios con criados de casaca y calzón corto.

Javier no se significó en nada.

Tanto hablar de derechas y de izquierdas, y de querer catalogar a todo el mundo en uno de los dos grupos, le iba fastidiando.

—Yo no soy ni de la derecha ni de la izquierda —aseguraba—. No tengo nada que ver con eso.

A la mayoría le parecía mal una afirmación semejante. Un cura tenía que estar en la derecha. Pero ¿no eran los cristianos partidarios de los pobres de dinero y de los pobres de espíritu?

En las elecciones, Javier no votó. El advenimiento de la República produjo una gran agitación obrera. Existía ya en Monleón una Casa del Pueblo perezosa y lánguida. Estaba instalada en un caserón antiguo solariego, de piedra, en una calle estrecha. Al inaugurarse el nuevo régimen, el centro obrero comenzó a hacerse más activo. Los directores eran aparejadores, algún otro maestro y algún médico. Había varias oficinas y una biblioteca.

Para atraer a la gente joven indiferente idearon los directivos construir un juego de pelota cerca de la Casa del Pueblo y lo terminaron rápidamente. Todos cotizaron y colaboraron en la empresa.

Llegaban por entonces con frecuencia oradores socialistas de Bilbao y de un pueblo industrial próximo. Al comienzo, los republicanos tibios que proclamaron la República y pusieron la bandera tricolor en el Ayuntamiento, no se mostraron muy activos. Consideraban, sin duda, que la República debía ser igual que la Monarquía, con la única diferencia de que en vez de haber un rey, debía haber un presidente al frente del Estado.

Al principio, los conservadores y los tradicionalistas se creyeron vencidos para siempre. La quema de los conventos les animó. Cuando vino la supresión de los crucifijos en las escuelas, en el asilo y en el hospital y el derribo en el cementerio de la tapia que separaba los muertos católicos de los increyentes, y la supresión de las procesiones del Corpus y de Semana Santa por el camino de siempre, vieron que contaban todavía con la mayoría del pueblo, por lo menos de toda la gente pudiente y adinerada. Las disposiciones del Gobierno se realizaron a medias. Se dejaron durante algún tiempo en el cementerio las piedras de la tapia separadora de católicos y no católicos, se quedaron los crucifijos en algunos cuartos del hospital y del asilo y las procesiones cambiaron de itinerario. La afirmación absurda de que España ya no era católica produjo cólera y sorpresa.

El doctor Basterreche era de los directores de la Casa del Pueblo, si no el jefe de los socialistas, el inspirador. Por su influencia se daban mítines y conferencias, venía gente de fuera, se constituyó el Círculo Socialista y se decidió formar una biblioteca circulante.

Basterreche iba con frecuencia a ver a Javier y le explicaba sus proyectos; muchas veces al cura no le parecían completamente mal.

Basterreche hizo que el bibliotecario enviara libros a Javier, con la intención aparente de consultarle acerca de su lectura, pero principalmente con la idea de catequizarle.

Javier leyó las Aventuras de Pickwick, de Dickens; Guerra y Paz, de Tolstoi; Los miserables, de Víctor Hugo; la Historia de la Revolución, de Carlyle. Basterreche conocía a Javier y solía escoger bien las lecturas para él.

—Es un romántico, un idealista y se le conquistará y nos ayudará. No hay que comprometerle, pero conviene tenerle de nuestro lado.

El cura leía con gusto los libros. No veía que en general fueran contra el dogma.

Al principio, tales lecturas le hicieron algún efecto, sobre todo las frases apasionadas de Víctor Hugo; pero pronto notó que en todo ello había mucha retórica y mucho truco. El obispo monseñor Bienvenido, de Los miserables, era un obispo evangélico de melodrama, de los que dicen sus frases mirando al público. El obispo cambia su palacio por un pequeño hospital próximo y se va a vivir a este último. La administración francesa, un poco china y protocolar, no hubiera permitido tales fantasías individuales y cambios de domicilio arbitrarios. Los demás personajes de la novela, Mario, Javert, etc., le parecieron de cartón piedra.

Javier no encontraba del todo mal las tendencias de los socialistas. Éstos se reunían en la Casa del Pueblo y en el Círculo del partido y se esforzaban en influir en su gente y en inculcarles el gusto de la lectura.

Desde la huerta de Javier se oían las discusiones turbulentas de los afiliados, terminadas casi siempre por la Internacional, cantada a coro de una manera agresiva y con poco arte. Al cura, la canción, como música, le parecía vulgar y mediocre.

Como la Casa del Pueblo estaba próxima a la de Javier, muchas veces, fueron a visitarle obreros y a conversar con él. Alguno de ellos le decía con suficiencia pedantesca: «Usted es de los nuestros».

El odio de los obreros eran los accionistas de la fábrica.

Creían que perjudicaban a los trabajadores dando sueldos excesivos a altos empleados e ingenieros.

Según decían, muchos de estos técnicos y burócratas tenían sueldos de ocho o diez mil duros por no hacer nada y trataban a los obreros como señores feudales. Eran los aristócratas modernos.

En el pueblo, el socialismo tomaba un carácter de rivalidad con los accionistas por cuestiones económicas.

A uno de ellos se le reprochaba que había dicho: «A los obreros de Monleón no los mataremos con los fusiles, sino por el hambre».

Afirmaban también que aquel señor protegía a todos los clericales y dejaba sin trabajo a los socialistas. Muchos hombres inútiles tenían buenos sueldos y, en cambio, otros mejores no ganaban nada.