XXVII

ARALAR

Después de esta excursión, Javier hizo un viaje a Aralar.

Fue en autobús, en romería, con unos jóvenes nacionalistas al santuario de San Miguel de Excelsis.

Salieron un sábado después de comer, marcharon a Ataun y de Ataun a Echarri-Aranaz. Entonaron durante el camino canciones vascas, la marcha de Santa Águeda y la de San Ignacio. El Gernikako Arbola de Iparraguirre estaba proscrito entre los nacionalistas, quizá por su sabor un poco liberal.

El autobús subió por una carretera empinada hasta un puesto de miqueletes y se detuvo allá.

Aquí comenzaba la primera jornada, bastante penosa. Era necesario subir quinientos o seiscientos metros de altura; descansar y escalar luego otros tantos.

Había sendas que pasaban al borde del precipicio y otras que se perdían entre bosques de hayas, de robles y de castaños. Se detuvieron en un raso del monte. Javier disfrutó de aquel silencio sólo turbado por el rumor de alguna esquila. Luego de descansar, merendaron y entonaron esa canción del Ave María que se suele oír en el sur de Francia y que tiene como estribillo vasco.

Miguel, Miguel, Miguel guria

gorde, gorde, Euskal Herria.

(Miguel, Miguel, nuestro Miguel, guarda el País Vasco.)

Al atardecer se veían hermosas perspectivas. La niebla y el sol jugaban al escondite. La niebla cubría peñascos y bosques, pero a veces una ráfaga de viento la barría y salía el sol y aparecía el cielo azul. La segunda jornada era un poco más dura y penosa. La caravana se puso en marcha.

La sangre golpeaba en las arterias, el aire venía en ráfagas frías y avanzaban los cendales de bruma por las cumbres.

El santuario se mostraba en una suave pendiente. Tenía pocos árboles alrededor. Por fuera no ofrecía el menor interés. Era un edificio ancho, de piedra, formado por dos cuerpos, con los tejados nuevos y rojos.

Los romeros cantaron de nuevo la marcha de Santa Águeda golpeando con los garrotes en el suelo.

El santuario no estaba en la parte más alta de la montaña. Hacia el Norte, hacia el lado de Guipúzcoa, se erguían nuevas cumbres y peñascos, en aquella hora del anochecer, invadidos por masas de nubes que iban bajando rápidamente hacia el valle.

Volvieron a cantar su canción de: Miguel, Miguel, Miguel guria, y un poco sudorosos y jadeantes y sin detenerse entraron en la hospedería.

De la hospedería pasaron a la cocina a calentarse. En la chimenea, de gran campana, se instalaron al lado del fuego. Había varios hornillos con marmitas en donde se preparaban cenas para los viajeros.

De las paredes colgaban vasijas y cacharros limpios y relucientes.

Comieron todos y después de rezar se fueron a la cama.

Por la mañana Javier se despertó con unas voces un poco ridículas que cantaban el rosario de la aurora, lo que le dio una impresión de convento de monjas:

Despertad, mortales

hijos de María;

ya brilla la aurora

anunciando el día.

Javier se levantó. Se oía el ruido de una bomba y se notaba un olor penetrante de gasolina. Había viajeros ya desayunando. Algunos esperaban que se abriera la capilla para ver el célebre retablo de esmalte considerado como una joya de gran valor. Entre ellos estaba un cura joven navarro.

En el grupo de los madrugadores, uno dijo que en la capilla solía haber dos mastines para la vigilancia y que era peligroso intentar entrar sin gente de la casa.

Ésta, modernamente restaurada, le pareció a Javier mezquina y fea. Como obra de arquitectura románica no tenía gran interés.

—Antes la capilla tenía el aire vetusto de sus piedras —dijo el cura joven—, pero un obispo guipuzcoano mandó picarlas y abrir una ventana, con lo que ha perdido el carácter sombrío que tenía sin ganar nada en cambio.

—¿Así que este obispo nuestro no sabía lo que se hacía? —preguntó Javier.

—No; es un soberbio, y en Pamplona no recogió más que odios. Uno de los canónigos decía del obispo paisano de usted: «Me voy a condenar, porque estoy deseando que se muera».

—¿Así que han tenido ustedes mala suerte con los obispos en Navarra?

—Muy mala. Antes tuvimos un fraile castellano que sentía tal desdén por las riquezas arqueológicas de la diócesis, que dejaba que un dentista francés y anticuario comprara verdaderas joyas por unas cuantas pesetas para venderlas en el extranjero.

Miraron en la capilla unas puertas pesadas de madera y vieron el famoso retablo de esmalte.

Después Javier y el cura navarro salieron al monte.

El lugar era magnífico. Hacia el Sur, hacia el lado de Navarra, se veían los pueblos de la Barranca y de la Burunda como desde un globo, esparcidos por un valle tras del cual se alzaba una sierra azulada de pesada silueta. Aquella sierra se iba complicando y cambiando de forma y se perdía en el horizonte dejando al descubierto las tierras llanas de Álava iluminadas por el sol.

Mirando hacia abajo, hacia la misma falda del Aralar, aparecían las casas y tejados de un pueblo, con sus huertas y prados. Los bosques se extendían por la pendiente oblicua del monte y ofrecían un color muy sombrío en los barrancos y un verde más claro en las praderas. Un camino iba reptando como una serpiente por entre las rocas y los peñascales desapareciendo entre los grupos de árboles y volviendo a aparecer después.

El cura navarro había llegado por Madoz, por donde, según él, el camino era más suave y menos fatigoso, las cuestas menos empinadas y los paisajes más reducidos, pero más agradables. Se pasaba por hermosos prados de una hierba fina de color verde. En aquellos prados, formando grupos como bosquetes de jardín, se alzaban grandes hayas de tronco derecho y copa magnífica.

El cura joven era entusiasta de la prehistoria y habló de que el monte Aralar debió de ser en otra época un monte sagrado de los vascos a juzgar por el número de dólmenes que en él se encuentran. Se refirió también a lo que podía significar la leyenda del dragón que apareció a don Teodosio de Goñi y la aparición del arcángel San Miguel. Sería quizá la lucha del día con la noche, del bien y del mal o quizá el combate de Perseo con una de las Gorgonas.

Javier quedó un tanto extrañado de que hasta en los curas prendiera la manía de las explicaciones naturalistas y simbólicas. ¿No era más sencillo pensar que se había tratado de don Teodosio, de un dragón y de un arcángel? De ponerse a dudar de esta tradición se podía dudar de todas.

Estuvieron los dos curas tendidos en la hierba contemplando el paisaje.

Por la tarde se preparó la vuelta; los jóvenes nacionalistas de Monleón entonaron sus canciones y se fue bajando del monte.