XXV

EXCURSIONES

La muchacha irlandesa y su tía se presentaron en un magnífico automóvil una semana después en casa de Javier, en Monleón. Deseaban que el cura les acompañara a hacer algunas excursiones por los alrededores.

La irlandesa, sobre todo, quería ver dónde y cómo vivía Javier.

Estuvieron tía y sobrina en Monleón, merendaron allí y dijeron que iban a Vitoria, donde se instalarían en un hotel por unos días.

Javier tocó en el piano varias melodías vascas, y después, la muchacha, Mary de nombre, varias canciones inglesas.

Mary no sabía canciones de Irlanda, pero sí otras del país de Gales y de la isla de Man.

Algunas canciones vascas y galesas eran tan parecidas, que no sólo tenían aire de familia, sino que a muchas se las hubiera tomado por la misma con variaciones de una región o de una comarca.

—Yo supongo —dijo Javier— que muchas de estas canciones de Europa tienen un origen común; vinieron por oleadas algunas con el canto gregoriano y se adaptaron a los distintos ambientes. También habrá influido en el parecido de las canciones primitivas el instrumento: el pito, la flauta, el tamboril.

—Sí; es posible.

Mary quería que Javier les acompañara a ver los distintos pueblos de la provincia de Álava.

—¿Quiere usted que vengamos a buscarle dentro de unos días?

—Bueno.

Llegaron al fin de semana. Marcharon rápidamente de Monleón a Vitoria y luego hacia el Sur, por el condado de Treviño. El tiempo estaba nuboso, pero al llegar al alto de la cordillera de Cantabria, al Balcón de la Rioja, vieron toda la hondonada del Ebro inundada de sol con un tono rojizo y ardiente.

Estuvieron después en Laguardia, que gustó mucho a las dos señoras, por ser una pequeña ciudad rodeada de murallas, bien cuidada, con las calles asfaltadas, dos iglesias góticas y aire antiguo y en algunos rincones medieval. La torre de Santa María, aislada, que forma parte del castillo y la iglesia con sus detalles románicos y góticos interesó mucho a la irlandesa. Hablaron con un cura joven y le convidaron a tomar chocolate en una fonda de extramuros. El cura les contó algunas historias del pueblo y recitó una poesía alusiva:

Don Sancho, en la noble sierra,

fundó Laguardia brillante

y en ella un arco triunfante

con llaves con que abre y cierra,

y un castillo militante.

Pasaron también por Haro. Era día de mercado y el aire clásico español de la ciudad les pareció muy bien a las damas.

Contemplaron los tres o cuatro palacios de piedra de color ocre.

Las sartas de guindillas en las tiendas, las jáquimas y aparejos de caballerías, con su forma primitiva y un poco bárbara les encantaron.

—Veo que a usted no le produce gran entusiasmo este país —le dijo la irlandesa a Javier.

—A mí no me gusta excesivamente el sol fuerte.

—Irlanda le gustaría a usted.

—Sí; debe de ser un país agradable, muy verde.

—Y muy oscuro. Los lagos de Killarney son los más bonitos, los que llaman más la atención. ¡Pero hay tanto turista!

Las tierras de la Rioja, de colores fuertes, amarillos y rojos; el Ebro en las conchas de Haro, los árboles con el primer verdor de la primavera y el sol brillante les gustaba más a las dos señoras que la tierra francesa uniformemente verde.

En uno de aquellos pueblos de la Rioja les mostraron un hermoso palacio de piedra y les dijo un hombre que se había vendido en quinientas pesetas.

—No ha sido en quinientas, sino en dos mil quinientas —advirtió otro.

—¿Cuántas libras esterlinas? —preguntó la señora.

—No llegarán a cincuenta.

—¿Quiere usted que le regalemos un palacio de éstos, señor cura?

—No, no —contestó riendo Javier—; ¿para qué „ quiero yo una casa así?

Comieron en Miranda de Ebro y fueron luego a Berberana.

Estuvieron en Valpuesta, aldea muy pequeña inmediata a Berberana, donde había existido la sede primitiva del Condado de Castilla, desde el siglo IX al XI, hasta que la trasladaron a Burgos.

Javier preguntó a un joven si se podía ver la iglesia. El joven, que era el médico, contestó que no estaría abierta, pero que si querían esperar se llamaría al sacristán.

—No creo que estas señoras tengan bastante interés para ello.

El médico se les reunió. Afirmó que algunos eruditos encontraban en la historia de Valpuesta elementos parecidos a la leyenda de Parsifal del ciclo de los Caballeros de la Tabla Redonda. Cerca estaba la sierra Salvada (el monte Salvado) y el pueblo de Críales (el Grial). La misma vida del obispo Juan de Oca y del rey Alfonso el Casto podían haber influido en la creación de la leyenda.

El médico les llevó delante de la iglesia de Santa María. Allí les explicó la historia de la fundación del pueblo.

El obispo Juan de Oca, el año 804, por indicación de Alfonso II el Casto, llegó al país y, reunido con unos compañeros, se apoderó de un valle llamado Vallis Composita y más tarde Vallis Posita y en el valle de una iglesia abandonada bajo la advocación de Santa María. Después, avanzando hacia el norte de la Península, tomó posesión de más iglesias y mandó construir un monasterio.

—La influencia de Valpuesta —siguió diciendo el médico— no llegaba más que al sur de las provincias vascas, y en 1086 fue absorbida por Burgos. La iglesia de Santa María de Valpuesta sirvió de sede, tuvo privilegios, que le concedió Alfonso el Casto, y terminó dividiendo su diócesis entre Burgos y Nájera. Unos años antes, en el siglo X, se había fundado el obispado de Álava con la sede en Armentia, sin duda con el objeto de organizar la conversión de los vascos.

—¿Usted cree que en ese tiempo nosotros no seríamos cristianos? —preguntó Javier.

—Parece seguro; eran ustedes todavía completamente paganos.

Vieron la iglesia, que tenía trozos románicos, góticos y modernos. Al anochecer volvieran a Vitoria.

Al día siguiente tomaron un itinerario que se lo elogiaron en el hotel como curioso.

Fueron por Nanclares y por Sobrón a Medina de Pomar, donde comieron, vieron sus torres y un monasterio derruido. Les dijeron que en el monasterio estaba enterrado el canciller Pedro López de Ayala.

Luego vieron Puentedey, con un túnel o puente natural abierto en la roca. Por debajo del túnel el río Nela y encima las casas del pueblo y la iglesia.

En el fondo se destacaba un monte como una muralla.

Pasaron por una aldea llamada Escaño. Cerca de la iglesia, sobre la tapia del viejo cementerio con dos cipreses negros, había un reloj de sol, con una fecha: 1784, y debajo escrito «Ave María Purísima» y estos versos en latín:

Si in momenti ora

clama semper et ora

ora Deus sine mora.

—Si en el momento final clamas siempre y oras, reza a Dios sin demora —tradujo la irlandesa.

—Veo que traduce usted el latín —le dijo Javier.

—No muy bien.

Encontraron una chiquilla y le preguntó Javier.

—Esta iglesia será muy vieja, ¿verdad?

—Sí; es una iglesia románica del siglo XII.

—¿Y cómo sabes tú eso, niña?

—Porque nos lo ha dicho la maestra.

—¿Y dónde está la maestra?

—Está enferma.

—¿Qué tiene?

—Vómitos de sangre.

—¡Pobrecilla!

—Si pudiéramos saludarle y hablarle —dijo Mary.

—Yo iría con gusto —repuso Javier—; pero ¿y si es una persona impresionable, que le intranquiliza nuestra visita?

—Tiene usted razón.

Se acercaron a Frías. Hacía un viento desagradable, que llevaba polvo, papeles y paja. La señora no quiso bajar. Mary y Javier marcharon hacia el alto del pueblo. La irlandesa se tapaba los ojos con la mano.

Vieron el castillo con su torreón sobre la peña excavada y horadada, que daba la impresión de que el mejor día se podía venir abajo. Entraron en los sótanos, convertidos en almacenes de vinos, con pellejos y barricas. Subieron después a la plaza, en donde hacía un viento terrible. El campo verde, desde arriba, parecía fértil. El puente antiguo, gótico, de Frías, con su torreón en medio, recordó a la irlandesa el de Moncada de Orthez.

Después, al volver, vieron en Fontecha dos torres cuadradas, una del conde de Orgaz y otra del Infantado.

Volvieron a Vitoria y al día siguiente por la mañana siguieron en sus paseos. La muchacha irlandesa dijo que su tía estaba cansada y prefería quedarse en el hotel. Les acompañaría una vieja señorita de compañía que no sabía francés. Javier decidió ir en el pescante con el chauffeur por precaución.

Llevaba un mapa para no alejarse demasiado.

Estuvieron en las conchas de Haro, a orillas del Ebro, donde hay un espacio de tres a cuatro kilómetros con dos postes que dice cada uno de ellos: «Legua del Rey». Esta Legua del Rey, según les indicó un peón caminero, estaba reservada para los caballos de José Bonaparte cuando fue rey de España.

Al volver a Vitoria, alguna vez se pararon delante de un cementerio de pueblo, con dos cipreses mustios y polvorientos, pobre, abandonado, sin una flor ni una lápida de piedra, entregado a los matorrales, parásitos de color gris. La aldea, inundada de sol, se veía desierta. Javier se persignaba y rezaba por estos muertos humildes.