XXIV

LOURDES

Unos años después de terminada la Guerra europea se prepararon en el pueblo dos expediciones para Lourdes, una de hombres y otra de mujeres. Para esta última pensaron en don Mariano, pero luego se decidió que al frente fuera Javier Olaran. Marchó la grey mística en dos autobuses.

Al llegar a la ciudad de la Bernardetta a Javier se le desbandó el rebaño y se quedó solo. Iba de aquí para allá cuando encontró a un antiguo condiscípulo suyo del Instituto, Miguel Landa, hijo de un ingeniero rico de San Sebastián. Este Miguel había gastado gran parte de su fortuna en varias locuras extravagantes y en manifiestas tonterías. Ya medio arruinado, intentó varias cosas; fue empresario, actor de cine y por entonces corresponsal de un periódico de Nueva York. Landa andaba por Lourdes en compañía de un amigo suyo, diplomático de la Embajada española de París.

Landa y el diplomático estaban en el mismo hotel en Biarritz, y por curiosidad y para pasar el tiempo habían ido juntos en un autocar a Lourdes.

Los dos, con Javier, dieron una vuelta por el pueblo hasta aparecer en la gran Avenida de la Basílica con sus portadas de estilo románico de confitería.

Al llegar aquí se les unió un viajero, un señor inglés, alto y de pelo blanco, acompañado de su señora y de una muchachita muy atractiva y gentil, compañeros del autocar.

Landa, al encontrarse con el inglés, le saludó y le presentó al cura. La muchachita estuvo hablando con Javier.

Era la muchacha una rubita con ojos azules brillantes y cara sonrosada y dorada por el sol. Estaba estudiando en Cambridge. No tenía el aspecto mojigato de una señorita ni el atrevimiento de algunas estudiantes y jóvenes modernistas. Era sencilla, amable y con cierto aire audaz del que no abusaba. Tenía el cuerpo flexible y el cuello de un color de nácar. Era irlandesa.

Landa, el diplomático y el señor inglés sintieron exacerbado su sentido crítico ante la Basílica con sus letreros prácticos: «Tened cuidado con el portamonedas». «Vigilad a los rateros.» «Desconfiad de los pickpockets

—Los franceses todo lo convierten en motivo de comercio —dijo Javier.

—Aquí lo aprenderán de los judíos —repuso el diplomático.

—¡Bah! No necesitan los franceses la enseñanza de los judíos para ser interesados —replicó Landa.

—Veo que los españoles no tienen mucha simpatía por sus vecinos —indicó el inglés.

—Ellos tampoco tienen simpatía por nosotros —replicó Landa—. La verdad es que los meridionales de Europa hablan mucho de su fraternidad, pero es lo cierto que todos tienen más estimación por la gente del Norte que por sus vecinos.

—En el Norte pasa lo mismo —repuso el inglés—. Es natural. Los semejantes conocen mejor sus defectos respectivos.

Se habló de los milagros de Lourdes.

La bella irlandesa preguntó a Javier:

—¿Ha venido usted de turista?

—No; he venido con unas feligresas del pueblo donde vivo.

—¿Y dónde están?

—Se han desparramado por aquí.

—¿Tienen fe?

—Sí.

—¿Y usted?

—Yo también. ¿Este señor es el padre de usted?

—No; es mi tío, hermano de mi madre, y ésta es su señora.

Pasaron por una de las paredes laterales de la Basílica, enfrente de la célebre gruta. A un lado de ésta se veía una imagen poco artística de la Virgen y dentro, y alrededor del arco de entrada, una serie de muletas colgando. En el gran ámbito brillaban cientos de velas encendidas. En el mismo muro de la gruta se abrían otras cuevas para los enfermos y la piscina.

A pocos pasos, en un raso de piedras, rezaban varias personas. Entre ellas dos mujeres, de negro, ya viejas, feas, con aire de provincianas, con un sombrero ridículo en la cabeza. Permanecían arrodilladas con los brazos extendidos en cruz. Venían, sin duda, con un enfermo que llegó poco después en un automóvil de sanidad. Abrieron la portezuela de éste y sacaron al enfermo en una camilla. El enfermo tenía cara de moribundo. Le tomaron en unas parihuelas y fue rodeado por un cura cubierto con sobrepelliz y varios hombres hasta la entrada de la gruta.

El enfermo se puso a rezar en francés, con una voz apagada. Las dos mujeres de la familia se tendieron en el suelo y lo besaron fervorosamente.

Javier se retiró del grupo de los turistas y rezó también con devoción.

Un momento después le dieron agua al enfermo, pero no la podía pasar y se le derramaba por la mejilla.

Después de los rezos sacaron al enfermo de la gruta. La hermana o mujer le puso un paño en los ojos para que no le diera la luz del sol y le llevaron en la camilla a volver a meterle en el automóvil.

—Es terrible y siniestra esta explotación de la enfermedad y de la superstición —dijo el viejo inglés.

—Sin embargo, quizá sea un consuelo para el enfermo —repuso Landa.

—Toda esa gran cantidad de comercio, de cruces, de medallas, de rosarios y de estampas, la mayoría está hecha por judíos —dijo el diplomático.

—Vendieron a Cristo vivo; ahora venden a Cristo y a su Madre muertos. Ellos dirán que tienen derecho, porque son de su raza —añadió el señor inglés con ironía.

—Ahora ¿qué se cree entre los sabios? —preguntó el diplomático con cierta inoportunidad—. ¿Se acentúa la idea de que Cristo fue un personaje real o un mito?

—¡Ah! Eso depende mucho de la especialidad —contestó el inglés—. Los historiadores tienden a considerarlo como ser real; los mitólogos, en cambio, van siempre a mirarlo como un mito solar. Científicamente la cuestión no se resolverá nunca.

—Esta esperanza en el milagro es muy humana; pero explotada de esta manera cínica, resulta repugnante —indicó Landa.

—Esto es curioso y divertido —observó la señora.

—A mi mujer todo lo más bárbaro le parece interesante y divertido —dijo el señor inglés—. Le entretiene un espectáculo como éste, y en España le han gustado las corridas de toros.

Landa, el diplomático y el señor inglés, con su mujer, tenían curiosidad y husmearon por todas partes. La irlandesa hablaba con Javier.

—La verdad es que las palabras que le dice la Virgen a la Bernardetta son vulgares y sin grandeza —dijo Landa.

—Además, no tienen ningún sentido divino ni humano —añadió el señor inglés—. Eso es un disparate. ¿Cómo la Virgen va a decir: «Yo soy la Inmaculada Concepción»? Esto es un completo absurdo dentro del catolicismo. Es antilógico que una aparición tome el nombre de un acto. Es como si Julio César apareciera y dijera: «Yo soy la batalla de Farsalia», o como si la sombra de Cristóbal Colón, para darse a conocer, dijese: «Yo soy la conquista de América».

—¿Entiende usted lo que dicen? —le preguntó la irlandesa a Javier.

—Sí.

—No les haga usted caso.

Cuando concluyeron de curiosear por los alrededores de la Basílica decidieron ir a almorzar a un hotel.

—Venga usted con nosotros —le dijo la bella irlandesa a Javier.

—No, muchas gracias; tengo que ir con mis feligresas.

—¿Y dónde están? Las quisiera ver.

Javier llevó a la bella ante el grupo de muchachas que habían venido del pueblo con él.

—Algunas son bonitas —dijo la irlandesa—, y la mayoría tienen ojos muy expresivos.

Al despedirse la estudianta le dijo:

—De todas maneras, yo quiero verle a usted otra vez.

Javier dio las señas de su casa en San Sebastián y en Monleón. Al saber su apellido, Olaran, ella le preguntó si era de origen irlandés.

—No; es un apellido vasco, que quiere decir ferrería del valle o ribera del valle.

—Pues en Irlanda tomarían su apellido por irlandés. Allí se considera que los nombres que comienzan por O y por Mac descienden de los milesianos que, con un rey de España llamado Milesio, conquistaron Irlanda hace treinta siglos y fueron grandes marinos y guerreros.

El señor inglés le dijo a Javier que le mandaría un libro que había escrito hacía tiempo sobre el Renacimiento italiano y que acababa de publicarse en francés.

Javier volvió en el autobús a Monleón con sus feligresas pensando en lo que había oído a aquella gente y sobre todo en la pregunta absurda del diplomático acerca de si la vida de Jesús era una realidad o un mito. Le parecía una prueba del carácter superficial de los hombres de mundo.