LAS IDEAS DE UN JESUITA
Las opiniones del jesuita en sus conferencias se discutieron entre Basterreche, Javier y la Satur.
—El jesuita habla de lo que debe ser el hombre cristiano y confunde habitualmente lo que es con lo que debe ser —dijo Basterreche—. El orador republicano o socialista, pedante acreditado, hace lo mismo y mezcla la realidad y la teoría o, mejor dicho, falsifica la realidad con la teoría. Dos afirmaciones ha hecho el jesuita que vale la pena de examinar: una, la de que el hombre puede y debe ser casto antes del matrimonio; la otra, que debe elegir sabiamente la mujer que ha de ser la compañera perpetua de su vida, Doña Perpetua, como dicen algunos maridos burlones.
—¿Y por qué no? Vamos a ver.
—Con relación a este último punto del matrimonio, los jesuitas y casi todos los católicos se dirigen solamente al hombre, como si la mujer fuera todavía un medio ser, materia conquistable que es sólo objeto de elección y no sujeto que elige. Es la teoría judaica. Así, en los Mandamientos se dice: «No desearás la mujer de tu prójimo». No se dice: «No desearás el marido de tu prójima». Para el judío, la mujer no es nada. Antes no sabemos lo que ocurría. Hoy, muchas veces, elige el hombre; otras, elige la mujer.
—Sí, es evidente —dijo la maestra.
—El padre jesuita afirma que el hombre joven puede ser casto y que en ello no hay ninguna imposibilidad y defiende su tesis con opiniones de médicos modernos actuales.
—Yo lo creo también así.
—Respecto a este punto, y en el terreno de los hechos, es difícil tener una opinión que valga, una opinión fundada en datos objetivos. Lo que diga el señor Tal o el profesor Cual para mí no vale nada. Hay una cantidad tan grande de mentira, de hipocresía, en el lado místico y clerical, y tal suma de vanidad y de jactancia en el lado libertino, que es imposible llegar a una conclusión, si no definitiva, aproximada. Si se cree a unos, su juventud ha sido un campo puro y oreado. Si se cree a otros, ha sido la suya el Paraíso de Mahoma. Tan falsa tiene que ser una cosa como otra, tan inventadas las aventuras de los unos como la pulcritud de los otros. Todo mala literatura.
—Es usted muy escéptico, doctor —dijo Satur.
—No; juzgo por lo que he visto y por lo que veo. No tenemos los rayos X que nos puedan indicar con exactitud hasta dónde llega la pureza de los unos y la realidad de las conquistas eróticas de los otros. No se puede hacer tampoco, al menos por ahora, un reportaje claro con datos de estas cuestiones. Pero, en fin, aunque sin hechos experimentales y comprobados, supongamos que sí, que es posible la castidad completa del hombre joven. Tendremos que reconocer al mismo tiempo que esta posibilidad se puede dar sólo en circunstancias muy raras, muy poco generales.
—¿Por qué? Veámoslo, razones —dijo Javier.
—Cualquiera que observe con un poco de atención la vida corriente, ha de notar que la moral de la casa, de la familia, es más austera que la de la calle. Esto no quiere decir que no haya excepciones. La calle de la ciudad, y más de la gran ciudad, está dominada por el erotismo, hoy y probablemente siempre.
—¿Crees tú?
—Así me parece. La calle es más libre, más excitante que el hogar para la sensualidad. Un hombre, un padre de familia, puede llegar a organizar su casa de una manera limpia y austera, puede tener un cuidado exquisito en no referirse a nada escabroso, en suprimir en los demás todo lo que sea alusión erótica y pornográfica, y esto lo puede hacer de una manera que no resulte un dómine pedantesco, sino una persona amable y sencilla. Su mujer cabe que le secunde y que le ayude. Esta pareja domina su casa por su tacto y por su ejemplo; pero la calle, ¿cómo la domina? Si el hombre es de clase humilde, su hijo irá al taller; si es de posición mediana, el hijo irá al colegio y luego al Instituto. Aprendiz o estudiante, el muchacho tendrá horas de inactividad, la gran impulsora de lo erótico; tendrá amigos, compañeros, unos cordiales, otros malintencionados y cínicos. Leerá libros pornográficos, o por lo menos se los mostrarán; irá al teatro y al cine y se impregnará del ambiente callejero.
—Sí, es cierto —asintió la maestra.
—En este caso, toda la antisepsia familiar, todo el cuidado del padre y de la madre se puede venir abajo. La calle vence a la casa y el joven apacible se convierte a veces en un animal rijoso como un mono, cuando no se lanza al homosexualismo. Esto que llaman libido Freud y compañía, como si fuera un gran hallazgo, es un producto cerebral del instinto y del contagio del ambiente. El instinto no excitado en un hombre joven, que trabaje mucho, puede llegar a permanecer tranquilo; con la excitación callejera y con la inactividad se desata y se desborda. Ahora, ¿cómo ese padre de familia modelo puede conseguir que esa excitación del ambiente de la calle, esa infección popular no prenda en su hijo? Yo no veo la manera, no hay vacuna eficaz para ello; la reflexión, las consideraciones, no valen nada, no he visto nunca que hayan hecho efecto.
—No se pueden hacer afirmaciones tan absolutas —advirtió Javier.
—Yo no lo digo esto por teoría, sino porque lo he comprobado repetidas veces. Es muy frecuente el caso de un joven que de pronto, por la excitación erótica, cambia. Si es estudiante, deja de estudiar; anda siempre por los cafés y se muestra holgazán, excitado, mentiroso y bebedor. Muchos se hacen maleantes, sacan de su casa objetos y los empeñan y roban a los padres. Esto, en algunos, dura una temporada; en otros, toda la vida.
—En las mujeres no ocurre eso con frecuencia, sino muy rara vez —dijo la Satur.
—No sé; no conozco bien la vida de las mujeres más que por sus enfermedades y como médico; en los muchachos, sí; ocurre esto. Únicamente un hombre de gran fortuna y de gran talento, si tuviera la preocupación de apartar a sus hijos de las infecciones libidinosas de la calle, podría conseguirlo siempre que sus hijos respondieran. ¡Pero qué de precauciones no tendría que tomar este hombre para conseguir su objeto! Nada de lecturas, nada de teatro, nada de cine, nada de revistas ilustradas, nada de amigos ni de amigas, nada de paseos en las calles, nada de visitar museos ni de acudir a playas de moda. Después, ese padre aséptico para sus hijos tendría que sustituir todo esto por algo, cosa bien difícil; acostumbrar a sus vástagos a una alimentación escasa, sin alcohol y sin excitantes y someterlos a un deporte continuo y a una actividad enérgica. Todo esto quizá diera resultado durante cuatro o cinco años de vigilancia; luego ya no serviría de nada, y los hijos, al dejar la férula de su padre, irían por su camino natural sin que nadie les pudiera atajar.
—Me produce tristeza oír hablar así —dijo Javier.
—No lo hago por molestarte. Es una convicción basada en observaciones. La juventud casta que el padre jesuita da como posible a base sólo de la voluntad del buen católico y del rezo de padrenuestros es pura fantasía, está a la altura de abrir las ostras por la persuasión. Otro de los muchos puntos tratados por el padre jesuita, y cuya solución me parece completamente teórica e ilusoria, es la de la elección sabia de la mujer para el matrimonio. Aquí también, entre jesuitas y frailes, herederos de la moral judía, el hombre elige, la mujer no cuenta, cosa falsa porque en muchos casos es la mujer la que elige y en otros, aunque el hombre elija, la mujer no acepta.
—Es muy cierto —dijo Satur.
—La eficacia del estudio que pueda hacer el hombre de la futura cónyuge es también fantasía. No hay estudio ni observación que valga. Una mujer joven y guapa instintivamente parece a los hombres buena, simpática y amable. Un mozo guapo hace un efecto parecido en las mujeres. Cuando el hombre y la mujer sienten una inclinación marcada el uno por el otro se acaba el discernimiento. Ya uno y otro tienen la imposibilidad de verse tal como son.
—También es verdad —dijo la maestra, que tenía debilidad por el médico.
—El instinto adorna imaginativamente lo que desea. De ahí vienen luego las desilusiones. Además, el instinto impulsa a fingir durante el noviazgo y aun en el flirt. El roñoso se muestra espléndido; el agrio, amable; la coqueta, fiel, y la vanidosa, modesta. Hasta en los animales se da un fenómeno de índole semejante en la época de celo. Fiarse para elegir marido o mujer en las apariencias, en la fama, en las palabras, es tan expuesto a engañarse como ir con los ojos cerrados. Lo mismo ocurre con esas pequeñeces, a las que curas y frailes dais tanta importancia: si una mujer se pinta o viste exageradamente, o es un poco coqueta, o fuma alguna vez un cigarrillo. Eso no es indicio de nada.
—Nos quieres echar abajo todo. No tanto.
—La mayoría de las veces, las mujeres tienen como una segunda personalidad después de casarse. Cambian con el matrimonio mucho más que el hombre, moral y físicamente. Así, hemos visto muchachitas delgadas y finas convertirse a los seis o siete años de casadas en unas matronas anchas como toneles, y, en cambio, unas chicas redonditas y de aire linfático de solteras, hacerse flacas, esqueléticas y ganchudas. Es el metabolismo. Moralmente les pasa algo parecido, y hay niña monjil y pudibunda que después de casada habla con una libertad casi cínica, y otra que de soltera se comía los santos, que luego se muestra anticlerical. Se ve también con frecuencia a la coqueta que se pintaba los labios y la cara y andaba por la calle pindongueando y mirando al uno y al otro, convertida en una madre de familia huraña que no quiere salir de casa ni dejar un momento solos a sus hijos. Tanto las reglas para la castidad del hombre, como para la elección de la mujer que ha dado el jesuita, son puro aparato y rutina tradicional.
—Entonces, ¿cuál es tu idea? —preguntó Javier.
—Para mí todo lo que no esté basado en la verdad no tiene valor. Glorificar la tendencia erótica me parece una estupidez; ahora, soñar con un ascetismo falso y forzado es también estúpido.
—Pero, ¿en dónde está, según tú, la buena moral?
—Por ahora, en ninguna parte.
—Creí que me ibas a defender la teoría de que estaba en los herejes, en los separados de la Iglesia.
—Sí; en ellos hay menos desórdenes eróticos que entre las personas religiosas.
—No comprendo por qué.
—Yo creo que tiene su razón de ser. El hombre insociable, el que no está dentro de la comunidad religiosa, tiene que vivir en un estado de hostilidad con el medio; en cambio, el creyente no. El uno se ve observado, vigilado; el otro no. La caída del uno es una irrisión, la del otro es un percance ocurrido a un hermano y se tiene interés en no denunciarlo ni en ponerlo en evidencia.
—¿Tú crees, naturalmente, siguiendo tus teorías, que los incrédulos valen más desde un punto de vista ético que los católicos?
—En general supongo que sí, quitándoos a los curas, que sé que sois gente de mucho valer. Casi siempre la falta para la conciencia del incrédulo es mucho más grave que para el creyente.
—¿Por qué?
—Lo que para el creyente es un pecado para el incrédulo es una vergüenza. Un pecado parece más grave que una vergüenza, pero en la práctica no lo es. El pecado se limpia con la confesión, la vergüenza queda siempre para el que cree que no hay remisión posible en estos casos.
—¿Tú supones superior la moral de los estoicos a la moral del cristiano?
—Creo que sí; la moral del estoico me parece más pura, porque no busca la recompensa.
—Pero el estoico obra por orgullo.
—Y el cristiano corriente obra por interés.