LAS VACACIONES
Javier y la tía Paula pasaban casi todos los veranos una temporada en San Sebastián. Esta vez, después de un corto veraneo, Javier marchó a un pueblo de la montaña, limítrofe con Navarra, donde vivía un compañero y amigo que le invitó a quedarse unos días con él. El amigo era de los estudiantes poco aplicados del Seminario y vivía muy satisfecho en el pueblo, de una manera quieta y tranquila.
La aldea de la montaña, de pocas casas, era patriarcal. Cerca del pueblo guipuzcoano había otro navarro, también muy pequeño, en un sitio recóndito y frondoso. Los curas de las aldeas próximas se pasaban parte del día jugando a la pelota, a largo, con guantes de cuero. Uno de ellos era más pescador que pelotari y solía coger tantas truchas que las regalaba a los amigos.
De éste le contaron a Javier varias anécdotas cómicas que revelaban su ingenuidad y su rudeza.
Dos o tres años antes había ido por primera vez a un pueblo pequeño de la ribera de Navarra, de gente agresiva. Al comenzar su sermón vio a varios mozos que se reían de él descaradamente en sus barbas. Al salir de la iglesia se encontró a los mismos mozos, que le miraban con sorna.
—Los que se ríen en la iglesia no se atreven a reírse fuera —les dijo.
—Aquí y allá —le contestó uno.
El cura se remangó los manteos, empezó a trompadas e hizo correr a todos.
Se contaba también que en otro pueblo había tenido graves cuestiones. Había muerto un anticlerical y la familia decidió hacerle, contra viento y marea, un entierro religioso, a pesar de la protesta de los socialistas y sindicalistas, que querían que se hiciera un entierro civil.
El cura, que era hombre bravo, celebró el entierro religioso, pero los enemigos le prepararon una silba y una pedrea en la procesión del Corpus que estaba próxima.
El cura, que iba bajo el palio, al notar la refriega que se iniciaba, le dijo a un compañero:
—Tú ten cuidado de la hostia, que de las otras me encargo yo.
En el pueblecito de la montaña donde estaba y era muy querido preparó un sermón con muchos datos y muchos latines en honor del santo patrono.
Llegó el día y al subir al púlpito notó que en la iglesia no había más que cuatro viejas, y entonces dijo:
—Veo que aquí no hay más que unas cuantas abuelas que se van a aburrir con mi sermón y sus latines. Así que lo mejor es que os cuente unas historias y que recemos unos padrenuestros y unas avemarías.
Otro año, en la misma fiesta del santo, los compañeros, que esperaban la comida, le recomendaron que hiciera un sermón corto. El cura subió al púlpito y dijo, después de un breve exordio:
—El año pasado os hablé, con todos los detalles posibles, de los prodigios, las virtudes y los grandes méritos de nuestro santo patrono. Como desde el año pasado a éste no sé que haya hecho ningún nuevo milagro, no tengo nada que añadir a lo que dije.
Y se persignó y bajó del púlpito.
Se rieron de estas cosas…
El amigo de Javier le invitó a ir a una gira a un alto en la punta de un monte. Fueron allí varios curas de los contornos y comieron alegremente y cantaron a coro canciones vascongadas. Días después un amigo del cura le llevó a Javier en automóvil a Alsasua, donde tomó el tren para Vitoria. En el tren se encontró con un médico de un pueblo alavés que le habló de la mujer ayunadora de Montecillo, cerca de Espinosa de los Monteros, y del problema que preocupaba a los curas de si esta mujer podía comulgar o no.
Según dijo el médico, la ayunadora pesaba veintisiete kilos y tenía la sangre rica en glóbulos rojos. Él suponía si estarían en su cuerpo ya atrofiados el estómago y el tubo digestivo, pero no hubiera afirmado si aquella mujer vivía realmente sin comer o si se alimentaba de una manera subrepticia.
Se ha dado muchas veces el caso de personas que aseguraban que vivían sin comer, pero siempre ha resultado mixtificado.
Según el médico, entre los curas del pueblo y otro que había llegado enviado por el obispo de Burgos se había entablado una discusión bizantina sobre si la mujer podía comulgar o no, y como en el caso de administrarle la hostia consagrada si la devolvía era necesario un sinfín de ceremonias y de trámites, a lo último se habían decidido a darle de prueba una forma sin consagrar, que la pasó sin dificultad.
Estuvo Javier un momento en Vitoria, y al tomar el tren para Monleón se encontró con un joven elegante, amable, que habló largo rato con él.
El joven era de la policía. Se puso a dar noticias del pueblo industrial en donde estaba de agente. Contó varias historias, y refiriéndose a un cura, uno de los amigos de Javier del Seminario, dijo que tenía un proceso por corruptor de menores.
—Eso tiene que ser una falsedad —dijo Javier.
—No —replicó el policía—; él mismo ha aceptado los cargos y ha conseguido que se eche tierra al asunto.
Javier se quedó helado. ¿Sería verdad lo que decía el policía? ¿No sería una calumnia?
Recordó que se dijo lo mismo de un compañero que, al parecer, era un bendito y que había ido a vivir con su madre a un pueblo. Se aseguró que corrompía a los niños y se le trasladó a una aldea lejana.
El agente, que no tenía mucha discreción, contó después que, durante la Monarquía, cuando viajaba en el tren detuvieron una vez a un cura. El hombre vivía en Burgos y tenía una querida en Vitoria. Entraba en el tren con sotana y con un maletín de viaje. Al poco tiempo se metía en el retrete, se mudaba el traje, lo guardaba en el maletín, salía vestido de paisano y se marchaba a otro vagón. Una de las veces un compañero de la policía de los que quieren hacer servicios a todo trance vio la faena y se emperró en que allí había algún misterio y detuvo al cura, le pidió los papeles y le dio un disgustazo terrible. Se telefoneó a Burgos y se enteró de lo ocurrido todo el clero.
Estas historias soliviantaron a Javier y le dieron muy mala impresión.
Le preocuparon durante algún tiempo los cuentos del policía y se esforzó en olvidarlos y los llegó a olvidar.
Poco después de volver a Monleón supo que unos profesores vascos estaban haciendo excavaciones con un fin antropológico en un monte próximo. Fue por curiosidad a visitarles y a ver una cueva habitada en épocas prehistóricas por el hombre.
En la boca de la cueva se encontró Javier con los profesores y con otros señores, la mayoría, curiosos. Entre ellos había un cura de pueblo. Unos campesinos recogían tierra, la pasaban por un cedazo y separaban objetos que examinaba uno de los técnicos.
—¿Esta cueva, cuánto tiempo hará que estuvo habitada? —preguntó uno de los curiosos.
—Yo supongo —dijo el profesor—, que hará quince o veinte mil años.
Al oírlo uno de los señores, dijo irritado:
—Le advierto a usted que está usted hablando en contra de los datos de la Biblia.
El profesor no hizo mucho caso y siguió explicando sus hallazgos.
Entonces, el cura del pueblo próximo, que sin duda creía que la antropología era un capricho, dijo, cándidamente, con la intención de dar la clave del asunto.
—¿Sabe usted? Estas cosas no son antiguas; son de los gitanos que vivían aquí en tiempo de la guerra carlista. Todos esos pucheros, esos punzones y esa especie de cuchillos los harían ellos hace sesenta años para venderlos y ganarse la vida.