XVII

OBSESIONES

Como parte de la aristocracia parecía inclinarse a Javier, éste conoció a la mayoría de las personas importantes del pueblo.

Uno de ellos, hombre de alguna fortuna y con un cargo de consejero en la fábrica, comenzó a confesarse con él. Este señor, don León, carlista y reaccionario, se estaba arruinando con una corista en Bilbao. Andaba vendiéndolo todo y haciendo que en la familia cada cual marchara de mala manera, La hija pequeña se iba a casar con un empleado humilde; el hijo trataba a su padre con desprecio, y la hija mayor, de poca suerte en sus amores, quería ir de monja a un convento, a pesar de las recomendaciones de Javier, que trataba de convencerla de que no tomara una resolución así por despecho.

Otro de los individuos que se presentó en el confesonario de Javier fue don Juan, el padre de la muchacha histérica y pariente de la mujer del doctor Basterreche.

Este señor alardeaba de aristócrata, vestía muy elegantemente y se hacía la ropa en Madrid y a veces en Londres.

Don Juan, bizcaitarra rabioso, tenía un vasquismo especial: no era vasco y no sabía hablar vascuence. Su vasquismo procedía, sin duda, de considerar el país muy religioso y muy moral.

Aquel señor se le reveló a Javier en el confesonario como un sádico.

Según Basterreche, que le profesaba un odio acendrado, el hombre hacía chanchullos, perseguía a los chicos y luego marchaba en las procesiones con un aire hipócrita.

Javier estaba bastante más enterado de la manera de ser de aquel hombre que el doctor Basterreche. En la confesión le había dicho que era un invertido. Tras de muchos años de casado y de tener varios hijos, comprendía que las mujeres no le atraían, y le atraían, en cambio, los jóvenes del mismo sexo. ¿Qué iba a hacer? Esta pregunta se la dirigió a Javier como si tuviera la culpa de sus anomalías. Para aquel hombre sus instintos anormales eran respetabilísimos. ¿Qué podía hacer? ¿Qué consejo le daba? Javier no supo qué aconsejarle. Por otro lado, ¡qué confianza más completa significaban aquellas confesiones! ¡Qué seguridad en que él, como cura, no podría jamás denunciarle o desacreditarle! Tanta confianza, en parte, era ofensiva.

¡Qué diferencia entre esta seguridad petulante y olímpica con el pobre Shagua, que se consideraba sin importancia en el mundo!

Con la práctica del confesonario las obsesiones sexuales atormentaban a Javier. Una inflexión de voz, una frase de una mujer, le hacían el efecto de un aguijón. No podía pensar que estas obsesiones eróticas tuvieran ventaja para nadie, y creía que eran inútiles y perjudiciales, porque en vez de purificar su espíritu lo envilecían sin objeto.

Muchas veces las preocupaciones le quitaban el sueño. Se iba haciendo psicólogo.

Analizaba sus sensaciones con una sutilidad y una sagacidad que nunca había poseído.

Preguntó a Basterreche qué podía recomendar a los enfermos erotómanos. Basterreche le dijo que no había nada muy eficaz; quizá servía el bromuro de alcanfor. Javier lo comenzó a tomar. Además empleaba el baño frío por la mañana, ayunaba y andaba mucho. Así iba enflaqueciendo.