XIII

MISIONEROS DE CUARESMA

Javier predicaba en castellano y en vascuence. Tendía a hablar en sus sermones de la moral corriente, nada de teología ni de metafísica, materias sin interés para su público; nada de latín. Cuando subía al púlpito tenía la costumbre, como los demás oradores, de besar uno de los peldaños de la escalera, como homenaje al Santo elocuente que predicó allá.

Entre los curas no había ningún buen predicador. El párroco era farragoso y chapucero; don Mariano, punzante e incisivo, cultivaba la nota áspera; hablaba con voz estridente y agria de la sensualidad, de los peligros para el alma, de los periódicos, de las conversaciones libres, de los bailes, las tabernas, los trajes elegantes y las mangas descotadas, según él indecentes. Tenía la obsesión erótica. Pintaba como posible un estado de perfección absolutamente utópico. No hablaba nunca de la avaricia, ni del egoísmo, ni de la envidia, ni de la gula, como si éstos no fueran vicios que debiera reprimir el cristiano.

El doctor Basterreche satirizaba al párroco, y le parodiaba y la caricaturizaba, imitándole uno de sus sermones. «Adán y Eva vivían muy pien en el Paraíso. Entonses el serpiente le dijo a Adán: Si comes de esta mantsana, lo mismo que Dios serás. Y Adán comió de la mantsana y se perdió. De aquí viene el pecado original y la ruina de los hombres».

El párroco no quería salir de explicaciones tan infantiles. Don Clemente predicaba poco, y cuando lo hacía definía el tiempo, el espacio, la causa, con definiciones de Seminario que al médico le parecían ridículas y a Javier, por entonces, comenzaban a sorprenderle.

Don Clemente era de esos hombres que habían estudiado las asignaturas bien, hombres de un solo libro, de los que se decía en el Seminario una frase de santo Tomás de Aquino:

Timeo hominem unius libri (temo al hombre de un solo libro).

En estos curas la intolerancia, el dogmatismo, era mucho mayor que en los profesores del Seminario; cada uno se creía un islote de ciencia y de buen juicio, en medio de un mar de insensatez.

Había espiritistas en el pueblo, y se discutía sobre sus teorías y sus hechos fantásticos y sin ningún valor científico. Don Clemente había dicho ex cathedra:

—La Iglesia quiere saber si esos fenómenos son obra de Dios u obra del diablo. Si son de Dios, son milagrosos, y si son del diablo, maravillosos.

Ahora, cómo la Iglesia iba a resolver este arduo problema, no lo explicaba él.

—Todas esas cosas son estupideces —decía Basterreche.

Cuando Javier le reprochaba al médico su materialismo, éste replicaba:

—No es la filosofía atea y materialista la que ataca y roe el catolicismo; de ésa no hay en España, ni de la otra tampoco. Es la vida, es el teatro, es el cine, los trajes de las mujeres, las costumbres, el deseo de gozar; esto penetra como una inundación en las ciudades y después en los pueblos y en las aldeas.

Las conversaciones y la actitud de don Mariano y Javier hicieron que naciera una rivalidad entre ellos. Don Clemente se zafaba de la cuestión.

Don Mariano, al parecer, hablaba mal de su compañero, y le acusaba de ser un epicúreo aficionado a la buena vida y a la música.

Javier se lamentaba.

—Evitar con una conducta pura la murmuración. Esto es imposible. Tendríamos que tener todos un espíritu de justicia que no podemos tener —decía Basterreche.

—¿Por qué no?

—Porque no lo tenemos. Estamos saturados de antipatías, de odios inmotivados. La gente que mira al prójimo sin caridad, y eso nos pasa a la mayoría, no puede tener justicia. Después de todo, bien está que no se desprecie la opinión ajena; pero la base de la virtud es la conciencia.

Como don Mariano se mostraba muy agresivo, el doctor Basterreche, que no tenía la menor simpatía por él, solía decir:

—Hay hombres duros para los demás y muy blandos para sí mismos. Estando de interno en una clínica, se nos presentó un sargento de la Guardia civil, de fama de severo y de enérgico. Había que sacarle un par de centímetros cúbicos de sangre para el análisis. Total, nada. Al pincharle con la lanceta se nos desmayó. En cambio, hemos visto mujercitas pálidas y finas resistir unos dolores horribles.

En Cuaresma hubo unas misiones de unos frailes. Se las echaban de superiores. Miraban con desdén al clero del pueblo. Pronunciaron unos sermones tremebundos. Hacían mucho efecto y aterrorizaban a las mujeres, las cuales se creían ya sujetas por las garras del diablo.

A Javier estos sermones le produjeron mala impresión. Oyó hablar constantemente del agujero del infierno, de gentes malditas por sus pecados, de condenados a las llamas eternas y a las mayores atrocidades. Las mujeres lloraban; muchas se pusieron enfermas.

Los frailes hablaban también contra los filósofos y los ateos, y empleaban una palabrería violenta tomada de las epístolas de san Pablo. Citaban a cada paso al impío Voltaire, a quien seguramente nadie había leído en el pueblo.

Dios, el semítico Jehová, era, según ellos, un señor implacable. Todo lo que le rodeaba a una persona estaba lleno de peligros: la música, el baile, el traje, las mujeres, los amigos, los teatros, los cafés, y no había que decir nada de los libros. En todo ello andaba el rabudo Satanás, con sus uñas, porque su ideal era meternos a todos en el agujero del infierno.

Uno de aquellos misioneros, predicador elocuente, habló de los beneficios de Dios.

—Pronto —dijo con fervor lírico— madurarán los trigos, y cuando en julio y en agosto llevéis las doradas mieses a vuestras eras y comencéis a trillar, y recojáis el grano, tendréis que prorrumpir en alabanzas al Señor por los beneficios que os ha proporcionado.

A la gente le pareció aquello bien, pero el médico dijo irónicamente:

—No sé cómo no habiendo trigo en Monleón ni eras vamos a dar gracias a Dios al pensar en las doradas mieses que llevaremos a las eras. Se podrá pensar que este buen señor no se refiere al trigo, sino al maíz; pero el maíz no se recoge en el verano, sino en el otoño, y no se lleva a las eras.

Javier pidió el libro del padre Isla, el Fray Gerundio, para saber hasta dónde llegaba el sentido barroco y rococó de las predicaciones frailunas.

Allí leyó que un fraile, predicando un día el misterio de la Trinidad, comenzó su sermón diciendo: «Niego que Dios sea uno en esencia y trino en potencia» y cuando tenía a los oyentes asombrados y escandalizados por esta proposición impía, añadió: «Eso dicen los arrianos, maniqueos y otros herejes, pero yo lo pruebo contra ellos con la Escritura, con los Concilios y con los padres de la Iglesia».

En el mismo libro cómico, en otro sermón de la Encarnación, había dicho el predicador: «¡A la salud de ustedes, caballeros!», y como todo el auditorio se riese a carcajada tendida, prosiguió diciendo: «No hay que reírse, porque a la salud de ustedes, de la mía y de la de todos bajó del cielo Jesucristo y encarnó en las entrañas de María».

Los frailes misioneros estaban a la altura de los antiguos Gerundios, extravagantes y barrocos.