ENEMISTADES
Pronto Javier se acostumbró a la vida del pueblo. En Monleón se le consideraba como un cura rico y favorecido por gente de influencia de la capital.
A pesar de vivir en el campo, se iba poniendo pálido y se le caía el pelo.
—Son efectos de la castidad —decía el doctor Basterreche observándole.
Sin el confesonario hubiera podido vivir tranquilo, castamente, pero el confesonario le excitaba y le irritaba.
No se miraba nunca al espejo, pero cuando alguna vez se encontraba distraídamente con su imagen veía que iba tomando un aire sombrío.
Javier no quería olvidar sus conocimientos y seguía leyendo sus libros de historia y de geografía y por obligación el breviario. Había abandonado la lectura de los autores latinos.
—No leas eso —le decía Basterreche—, todos son lugares comunes.
No tenía amistades con los demás curas del pueblo. Se desligaba de ellos. El párroco vivía aparte, con otras relaciones. Don Clemente y don Mariano no mostraban simpatía por él.
Don Clemente solía decir:
—A mí me atraen las mujeres, y cuando veo tantas chicas y chicos reunidos, no crea usted que no me hacen efecto.
¡Los chicos! —pensó Javier con horror—. ¡Qué declaración freudiana!
Al principio le invitaron a tomar parte en sus partidas de tresillo, pero a Javier no le gustaba pasarse horas enteras jugando a las cartas y ver a sus compañeros que por dos reales llegaban a insultarse; así que dejó pronto estas tertulias.
Paseaba en la huerta y hacía también alguna que otra obra de carpintero en la bodega. Estaba tan mal mirado que los curas se dedicasen a trabajos materiales, como serrar o cavar, sin duda para guardar la dignidad de su estado, que Javier se ocultaba para que no le viesen.
Los otros curas, excepto don Martín, iban acentuando su antipatía por él. No era aficionado a jugar al tresillo, ni a fumar ni a murmurar, le gustaba cuidar de las flores y de los frutales, trabajar y tocar el piano.
Había varias tertulias en el pueblo, la de los accionistas de la fábrica, la de los republicanos y la de los socialistas. También se reunían algunos en el café de la plaza y otros en la botica.
Se estaban constituyendo un gran número de partidos; carlista, integrista, monárquico, conservador, liberal, nacionalista clerical, nacionalista de la izquierda, republicano, federal, socialista, comunista, y había algunos anarquistas. Siempre se andaba a vueltas con las derechas y las izquierdas. Basterreche decía que esto empezaba a ser una mixtificación.
Javier creía que estaba bien el acercarse a la casa pobre de un obrero, en un momento grave de una desgracia, pero el querer convivir con ellos mano a mano le parecía por el momento una hipocresía.
Una señora vieja y rica, doña Andrea, conocida del doctor Basterreche, y que había vivido en Madrid, llamaba a Javier y le consultaba y le daba también a veces buenos consejos.
Esta señora vivía en una villa con un hermoso jardín y tenía la casa puesta con mucha elegancia y comodidad.
El doctor Basterreche solía acudir a la tertulia y a veces discutía un poco aparatosamente con Javier. Hablaban de religión. El doctor se iba mostrando no ya anticlerical, sino anticatólico y antijudío. Doña Andrea no se escandalizaba.
Basterreche llevaba en el reloj una pequeña cruz esvástica que, según decía, le había regalado en Berlín una chica alemana que iba como alumna al mismo hospital que él y que era antisemita.
Javier sacaba a relucir con frecuencia los Salmos de la Biblia, que le parecían de una gran belleza.
—Yo no los conozco —decía el doctor—, pero creo que de los judíos no puede venir nada bueno.
Javier protestaba porque no creía justo que se persiguiese a los judíos, a pesar de ser para los cristianos una raza deicida.
Basterreche no se expresaba sólo como antisemita, sino como anticristiano.
—No puedes hablar así —le dijo una vez Javier—; la vida de Jesucristo es una cosa seria.
—Según.
—¿Cómo según?
—Sí, porque hay sabios investigadores que creen que no ha existido.
—Eso es una tontería.
—No debe de ser tan tontería. Yo he oído hablar a estudiantes en Alemania, a gente enterada y discutir si la vida de Cristo es un mito o una realidad.
Javier se encogió de hombros.
Javier a veces volvía a su casa emocionado, porque había asistido a un moribundo o recibido una confesión terrible.
La tía Paula conocía en seguida su desfallecimiento y le ofrecía una taza de té con un poco de ron, para que se entonara.
La tía Paula le estudiaba con cuidado y se daba cuenta de su alza y de su baja fisiológica.
A casa de doña Andrea solía ir rara vez don Martín, el organista y capellán del convento de monjas. Este don Martín, hombre distinguido, frío, místico, mundano y al mismo tiempo piadoso, tenía unos ojos grises, una cara macilenta, expresión de indecisión y de vaguedad. Parecía estar siempre en las nubes. Vivía con una hermana que le cuidaba mucho y llevaba siempre unas sotanas de seda muy pulcras. Era curioso cómo la raza daba tipos tan diferentes como don Mariano y él. El uno con una personalidad tan dura y tan categórica, el otro tan vago como si no tuviera materia ni peso.
Don Martín no era hombre para efusiones amistosas. No sentía ambición, ni sensualidad, ni envidia, ni rivalidad con nadie. Era como un picacho desnudo, cubierto de nieve, en donde no pudiera nacer nada. No comprendía el mundo ni las pasiones de la gente. Para él todo ello debía de constituir caprichos sin sentido.
Una vez discutían de política con don Martín dos personajes del pueblo y estaban ya muy enfadados. Uno de ellos le preguntó al cura:
—¿Y usted, qué dice?
—Yo digo misa por las mañanas —contestó él distraído.