XI

SHAGUA

Javier compensaba la impresión desagradable del confesonario dando grandes paseos por los alrededores del pueblo.

No le gustaba nada andar al sol y salía siempre al caer de la tarde.

—Eres como los murciélagos —le decía el doctor Basterreche—, del género vespertilio.

—A mí me agrada contemplar el campo, sus líneas y sus colores; con el sol fuerte no se ve.

—Puede ser, pero hay que tomar el sol alguna vez. El sol también es necesario. No es una pedantería inútil.

En el pequeño auto de Basterreche iban los dos de excursión. Vieron de cerca la peña desnuda de Amboto y las cuevas intrincadas del Gorbea.

Esta parte del nudo que une las tres provincias vascas es grandiosa, con rocas ingentes, aisladas, contrafuertes desnudos, bosques espesos y tajos cortados a pico.

Tanto la peña de Udala como la de Amboto y los montes de Gorbea tienen una silueta atrevida y airosa. Javier llevaba siempre intenciones folklóricas en sus correrías.

Era muy difícil cazar cuentos y relaciones antiguas. A los campesinos se les figuraba denigrante pensar que en su rincón se hubiera creído en brujas o en espíritus. Otros decían:

—Sí, algo de eso he oído yo contar a mi abuelo o a mi abuela, pero no lo recuerdo bien.

Las canciones populares iban desapareciendo rápidamente, y los jóvenes y las muchachas cantaban canciones de cine y apestosos tangos argentinos.

La curiosidad por las supersticiones populares del país le hizo recoger al cura datos acerca de los pequeños personajes mitológicos del campo, en los cuales todavía se creía vagamente en los caseríos. El comprobar la presencia de los intxisua, de los ireltxos, de Prakagorri o de Gabeko le hacían mucha gracia.

Para los otros curas no era un motivo de risa sino de abominación. A Javier le gustaba visitar los caseríos y hablar con los campesinos para recoger canciones y leyendas. También iba a ver a los enfermos. Uno que visitó, viejo, raro y abandonado, vivía con una sobrina viuda en un caserío solitario y lejano. Era hombre de unos setenta años, tipo fantástico, del que se hizo muy amigo. Se llamaba Martín, y de apodo Shagua (ratón). También le decían Martincho.

Martín Shagua gastaba melenas blancas, vestía muy andrajosos y dormía en una cama de hierba seca.

Tenía los ojos azules, la expresión maliciosa y alucinada, la voz insinuante de viejo, no sabía una palabra de castellano.

—¿Por qué te llaman Shagua? —le preguntó Javier.

—Primero le llamaban a un hermano mío, que era mayor que yo y que era muy poca cosa; luego me han llamado a mí.

—¿No te importa?

—No, nada.

Martín Shagua vivía muy lejos, en un caserío dentro de un barranco oscuro y estrecho. Al comienzo del verano el caserío solía estar entre cerezos plagados de fruta. Martín tenía varias colmenas en fila.

Shagua no sabía leer ni escribir. Era una mentalidad primitiva. Cuando el cura iba a visitarle le llevaba una cajetilla de cigarros y hablaban.

—¿Ya has estudiado la doctrina? —le preguntó una vez Javier.

—Poco, no fui de chico a la escuela. No he aprendido a leer.

—¿Ya sabes quién es Jesucristo?

—Sí, el que está en el cielo. Como el sol. Sí, ya he oído hablar de él.

—¿Y la Virgen María?

—También está en el cielo, como la luna.

—¿Sabes rezar?

—Poco.

—¿Sabes los mandamientos?

—No recuerdo.

—¿Tú crees que se puede matar a un hombre?

—¡A un hombre, no! Ni tampoco a un animal.

—¿No matáis a los animales para comer?

—Yo no.

—¿Pues de qué vivís?

—De la leche, de potaje, de huevos y de pan.

—¿Y quién da todo eso?

—La tierra.

—¿Y nadie más?

—Y las semillas.

—¿No coméis carne?

—Yo no, nunca.

—¿Y por qué no se puede matar a los animales?

—Porque a mí me parece que todo lo que vive tiene que ser respetado. Los animales son como nosotros;

—¿Pero entonces hablarían?

—Ya hablan a veces.

—¿Tú les has oído?

—Sí.

—¿Qué dicen?

—Se quejan cuando les hacen daño. También hablan los árboles y las plantas, cuando las mueve el viento, y se lamentan si se les rompe las ramas. Yo a veces los entiendo. Si corto un árbol con el hacha, le pido perdón.

—¿Tú crees que los animales, después de muertos, resucitan y vuelven a vivir?

—Yo no.

—¿Y los hombres?

—Los hombres tampoco. Se mueren y los llevan al cementerio.

—Y del cementerio, ¿adónde van?

—A la tierra.

—¿Para siempre?

—Yo creo que sí. A no ser que una tormenta lleve trozos de huesos al río.

—Y si resucitásemos, Martín, ¿tú te alegrarías?

—¿Y tú?

—Yo sí.

—Entonces yo podría alegrarme también.

Era como decir: Tú, que sabes más que yo, te permites esa fantasía, pues yo también me la puedo permitir.

Martín Shagua tenía ideas extrañas: creía que los caseríos estaban demasiado próximos el uno del otro y que siempre sería conveniente que hubiese por lo menos una legua de distancia entre ellos.

Martín era algo creyente en el totemismo, porque, de oírse llamar ratón, pensaba que tenía algo de este roedor. Refería varios casos de fraternidad animal.

—Una vez —contó— me encontré con un tejón (azkonarrua) en medio del monte y fuimos los dos marchando en muy buena armonía, y antes de dejarle se despidió de mí saludándome muy cariñosamente.

Otra vez, en el campo, había visto a un cuco muy hermoso sobre unas matas; entonces cogió una piedra, se la tiró y le dio, e inmediatamente se le presentó la sombra de un hombre, erguida, con la señal de la pedrada en la cabeza, y le dijo:

—¡Te arrepentirás de lo que has hecho, ratón!; y él, de sentimiento, estuvo inquieto unos días.

Martín Shagua era también buscador de tesoros; tenía un aparato fantástico inventado por él, con un nivel y una brújula que llamaba armona (imán) y lo que marcaba la brújula lo señalaba con una cruz en el campo. Después cavaba allí. Según él, se habían encontrado tesoros por aquellos barrancos y en cuevas entre dos piedras.

Shagua hablaba también de las lamias. Hacía ya mucho tiempo, según contaba, un pastorcito de un caserío próximo, que iba al monte con sus ovejas, vio en una campa verde a una lamia rubia y sonrosada, con una hermosa mata de cabellos destrenzados, montada en un carnero. Hablaron los dos, se enamoraron y decidieron casarse. El pastorcito, al volver del monte, contó el encuentro a su madre y ésta, más suspicaz, le dijo:

—Antes de comprometerte, mira cómo esa mujer tiene los pies. No vaya a ser una lamia.

El pastorcito, al día siguiente, subió a la campa y vio a la muchacha sentada sobre el carnero, como la vez anterior. Se estaba peinando con un peine de oro.

—Vamos a correr por estos prados —le dijo él.

—Yo te seguiré montada en mi carnero.

Entonces el pastor, desconfiado, levantó con el palo el extremo de la falda de la muchacha y vio que tenía el pie como los gansos, con membranas entre los dedos.

El pastor, entristecido, volvió a su casa y murió de pena. Cuando se verificó su entierro, la lamia fue en el cortejo hasta la iglesia, y al llegar a la puerta, se escapó y ya no se la vio.

—¿Pero tú crees eso? —le preguntó Javier.

—¿Por qué no? Otras cosas tan difíciles de creer se cuentan y se creen.

En conversaciones posteriores Javier pudo notar que Shagua no creía muy firmemente en aquello. Lo consideraba como una literatura, como una mitología divertida. Apretándole mucho reconocía que no había más que fuerzas de la naturaleza; la vida de los animales y la vida del hombre le parecía idéntica; la de los animales, más justa y honrada, y la de los hombres, más loca y caprichosa.

—¿No vas alguna vez al pueblo? —le preguntó Javier.

—No, ya no.

—¿No te gusta?

—Nada.

—¿Has visto el tren?

—Sí.

—¿Y qué te parece?

—Una cosa triste, muy negra y muy fea.

—¿No quisieras ir dentro?

—¿Adonde?

—A otros pueblos.

—No, no; de ninguna manera. No quiero salir de aquí, ¿para qué?

—¿Es verdad que andas buscando tesoros?

—Sí.

—¿Crees que habrá oro en el monte?

—Así lo creo.

—¿Pero cómo se va a saber dónde está?

—¡Ah! Ésa es la cuestión. Yo a veces sueño que el oro está aquí o allá, en la boca de una cueva o al pie de un árbol y voy luego con la azada al sitio a remover la tierra.

—¿Y no encuentras nada?

—No, por ahora no.

—¿Y si encontraras el oro, qué harías con él?

—Se lo daría a los hijos de mi sobrina, porque yo soy ya viejo y no necesito nada.

—¿Los quieres?

—Sí, y a los demás chicos también.

—¿Te confiesas alguna vez en la iglesia?

—Yo no. ¿Para qué? Yo no tengo importancia para eso.

—Tú tienes tanta importancia como otro hombre cualquiera.

—No; hay otros hombres más sabios que yo. Además, el que me conoce ya sabe lo que hago. A veces bebo un poco de vino y fumo si me traen cigarros, como me has traído tú. Yo creo que con esto no hago daño a nadie.

—Si hicieras con eso daño a alguno, ¿lo seguirías haciendo?

—No.

—¿Por qué?

—Porque no se debe hacer daño a nadie.

Javier se marchó preocupado con la conversación con Shagua. Aquel hombre no tenía ninguna religión y era un bendito. ¡Qué contraste con algunos de los que se confesaban con él, tan llenos de malos instintos y tan conocedores de las máximas religiosas!

El caso le hizo reflexionar. ¿Es que las ideas no modificarían los instintos? ¿Cómo este pobre viejo ignorante, de una incredulidad tan completa, podía tener conceptos de moral y de amor al prójimo, sin ninguna teoría religiosa?

La cuestión no le preocupó mucho por el momento, pero más tarde la recordó repetidas veces.