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EL EROTISMO

Entre la clase adinerada había un gran número de mujeres llenas de escrúpulos. Era cosa molesta, impertinente. Parecían solazarse con pequeñas chinchorrerías y le sometían a Javier al suplicio de estar oyendo tonterías o suciedades. Estas mujeres evidentemente no se arrepentían; al revés, se refocilaban con sus pensamientos eróticos, y el ir a contárselos a un hombre en la sombra de una garita oscura les servía de exultación más que de apaciguamiento. Muchas convertían el confesonario en algo como una clínica donde exhibían sus inclinaciones morbosas y sus ideas pornográficas. Algunas habían leído a escondidas libros de medicina.

Los consejos y hasta las órdenes de Javier para ordenar la vida a sus penitentes no los atendían. Era inútil hacerlos.

En los matrimonios obreros existían también desórdenes, pero menores; no había la delectación y estaban impulsados por la inconsciencia y por la miseria.

Entre las mujeres muchas vivían en una ansiedad erótica disimulada. En el confesonario se desnudaban espiritualmente ante el cura, quien se encontraba sorprendido ante su erotismo, de proporciones anómalas. Le hacían preguntas que al hombre más depravado y a la mujer más perdida le hubieran producido desazón. Algunas veces eran muchachas jóvenes; otras, mujeres de más de treinta años, o viudas. Le exponían proyectos absurdos. Todo esto, al parecer, giraba alrededor de períodos lunares. A veces parecía que alguna iba a estallar dando origen a alguna barbaridad o a algún escándalo. Javier no sabía qué consejo dar. «¿No era mejor ir al médico?», les decía. Pero las mujeres no tenían tanta confianza en el médico como en el cura. Se agitaban entre la idea de la honra y del pecado.

Los hombres, en general, daban menos importancia a la cuestión erótica, aunque había algunos casos de hombres escrupulosos y pesados. Un viudo hipócrita le fastidió durante mucho tiempo; tenía que casarse, según él, para no pecar, y esta razón le hacía buscar una mujer con buen dote. En ocasiones venían a consultarle sobre su desacuerdo con sus mujeres, porque éstas eran de naturaleza fría; otras, eran las mujeres las que se quejaban por la misma causa de sus maridos.

—¿Qué se hace con esa gente? —preguntaba Javier al doctor Basterreche exponiéndole el caso.

—Envíales al veterinario —decía Basterreche en broma—. Luego añadía: —Hay muchos de estos buenos burgueses a quienes no hay que tratar como a personas sino como al ganado.

Algo olía a podrido en el pueblo; pero no era el olor a podrido natural, sino la pestilencia mezclada con el olor del incienso y de los polvos de arroz.

Javier daba estos consejos a las devotas, recogidos de los libros de devoción y sobre todo de San Francisco de Sales, consejos que no tenían gran cosa de original.

Hay que huir de la melancolía; la melancolía es mala y perversa.

No hay que fomentar la inquietud ni la tristeza, sino, por el contrario, ahuyentarla.

Si entra la melancolía, hay que buscar distracciones y recreos, hablando, paseando o cantando. No hay que insistir en los motivos tristes y deprimentes. No hay que pretender hacer una confesión perfecta, porque ésta es imposible.

Si se os han olvidado algunas acciones que consideráis pecaminosas, no os inquietéis por ello, el propósito basta.

Tampoco es conveniente el desesperarse por las imperfecciones propias. La desesperación es muy mala escuela, hay que sufrir, no sólo los defectos ajenos, sino también los propios, lo que es más difícil aún.

No hay crisol que pueda cambiar en oro todos los metales; no se puede pretender esto.

Hecha una confesión con deseo de enmienda, hay que quedar con el espíritu tranquilo y sin volver a ella.

El temor del pecado deja de ser saludable cuando se convierte en excesivo; no hay que confesar las intenciones, sino los hechos consentidos por la conciencia y realizados por la voluntad.

No hay que vivir en el ocio: es esencial tener una ocupación.

No hay que leer libros ascéticos, a no ser que el confesor los recomiende.

El escrúpulo no es una virtud, es un defecto. Cierto es que el escrupuloso no supone que sus escrúpulos sean vanos temores, sino verdades de importancia; pero si confía en su confesor, que mira la cuestión con más serenidad que él, y éste le dice que son preocupaciones vanas, debe creerlo así.

El remedio para las personas escrupulosas es una entera y generosa obediencia.

A pesar de oír sus consejos, no los seguían.