VI

MISTICISMO

La vida de Javier era poco activa; al principio no manifestó gran interés en confesar y no pidió licencias. El párroco le dijo que hiciera lo que le pareciera; luego, sin motivo alguno, quizá porque advirtió su indiferencia, le indicó que debía prepararse para el confesonario.

Tenía varios libros de confesión, los Casus conscienciæ, de Guri, de Bucceroni y del jesuita Villada. También tenía La llave de oro, del padre Claret.

En su biblioteca había libros místicos de fray Luis de Granada y del padre Estella, el diccionario regalado por el canónigo de Vitoria y algunas obras de geografía, de historia y de botánica.

Leía con frecuencia la Introducción a la vida devota, de San Francisco de Sales, y recomendaba la lectura de este santo partidario de las virtudes prácticas y humildes.

El libro, aunque a veces llega a ser un poco vulgar y ramplón, le parecía ameno, se seguía con interés y no tenía esa oratoria ampulosa y redundante de los grandes predicadores. A Javier le gustaba también la Leyenda dorada, de Jacobo Vorágine, y Las florecillas de San Francisco. En cambio, no le hacía mucha gracia La imitación de Cristo. Con frecuencia releía los versos de fray Luis de León, que muchos sabía de memoria.

En ocasiones, al pasearse en la huerta de noche recitaba:

Cuando contemplo el cielo

de innumerables luces adornado

y miro hacia el suelo

de noche rodeado

en sueño y en olvido sepultado…

El verano, a la hora del anochecer, llegaban algunas personas a la casa y tenía la idea de convivir con el pueblo entero. Después cenaba y salía a tomar el fresco a la ventana de la huerta. Si se fijaba en ello, se oían ruidos raros de la fábrica, el retemblar de las máquinas soplantes, el de las turbinas, distintos golpes de martillos grandes y pequeños y sonidos agrios para dar dentera, de poleas y de sierras. Luego sonaban las horas en el reloj de la iglesia. Se oía también en los momentos de silencio el chapotear de un cubo en el río próximo y alguna rana que en las noches calientes solía croar. Por encima del monte próximo brillaba la Osa Mayor.

En el crepúsculo, sobre el río, al atardecer, las libélulas pasaban rasando el agua, los hidrómetras (los zapateros) se agitaban en la superficie. Las golondrinas solían volar por encima de las huertas y al comenzar la noche cruzaban los murciélagos con su vuelo tortuoso. Las casas negras se iban iluminando con la luz eléctrica y el humo de las chimeneas subía al cielo. Por las mañanas se oía el canto de los gallos y luego el paso de camiones por la carretera.

Al volver de la iglesia de decir misa se cruzaba Javier con la procesión de obreros que iban a la fábrica.

A veces, por la mañana, pasaba por delante del convento de monjas y entonces oía el Tantum ergo en la música del armonio.

En los días lluviosos y tristes de otoño y de invierno la campana de la oración y luego la de la agonía, que con frecuencia sonaba después, al anochecer, eran como el latido del corazón melancólico del pueblo en medio de la oscuridad y de la lluvia.

La oración del alba era alegre con el día claro, y como señal de vida. Poco después comenzaban a cantar los pájaros. No era, en cambio, muy alegre, en los días nebulosos.

Javier ponía gran cuidado en cumplir su misión de sacerdote de la manera más evangélica posible. Acudía en seguida a casa de cualquiera que le llamara, fuese quien fuese, se tratara de un caso de enfermedad o de desgracia de otra índole. Intentaba consolar, y si no lo conseguía, se esforzaba en poner todos los medios a su alcance.

Desgraciadamente, veía que la mayoría de las veces la empresa no sólo era difícil, sino que era imposible.

El hombre de espíritu fuerte, lo mismo si es religioso que ateo, se tranquiliza pronto, pero el de ánimo débil está siempre inquieto.

El poco valor de las ideas lo comprobaba en un viejo enfermo religioso y devoto que se había confesado y comulgado en trance de muerte.

—¿Por qué temer? —le decía el cura—. Su vida ha sido ejemplar; le espera la gloria.

—Sí; pero no tengo la paz del alma —replicaba él.

Lo que traducido al lenguaje corriente quería decir: Tengo miedo.