V

DOMINGO Y LA MAINTONI

La tía Paula se encontraba a gusto en el pueblo. Trabajaba constantemente. Se levantaba temprano y se acostaba tarde. Cosía, planchaba, guisaba, frotaba el suelo: le preocupaba mucho su brillo. En las horas libres, rezaba y leía el periódico sin dejar una letra. Los domingos por la tarde arreglaba la ropa y los armarios e iba después a hablar a un pequeño bazar de la calle del Medio, con una amiga suya, en vascuence. Este bazar de al principio de la calle, en un sótano muy profundo, tenía de todo. La dueña, la Higinia, muy comerciante y con una tendencia marcada a hacerse rica, hablaba de sus negocios.

Al anochecer volvía la tía Paula y solía reunirse con la Maintoni, la mujer de Domingo el hortelano, y recorrían la huerta las dos. Eran éstas todas las distracciones de la tía Paula, y le parecían suficientes. Su vida había sido siempre así, de una gran austeridad.

La hortelana, la Maintoni, la mujer de Domingo, una vasca seca y flaca, conocía a gente de iglesia. Una de sus amistades era la cerora, una viuda de unos sesenta años, que cuidaba oficialmente de la parroquia y extraoficialmente de una bandada de patos. También era del mismo grupo el campanero y su hijo, a quien se le llamaba en el pueblo, no se sabía por qué, Rochil.

El campanero, perturbador de los madrugadores, tenía la costumbre de tocar la oración de la mañana un cuarto de hora o diez minutos antes de hacerse de día, en verano y en invierno. Sin duda, se despertaba temprano y quería que devotos y devotas se levantaran cuando no clareaba aún.

La Maintoni y su marido Domingo fueron pronto como de la casa. La Maintoni lavaba la ropa en el río y la tendía en el borde de la huerta. Las horas libres iba al monte a coger leña y en la primavera y el verano a buscar hongos.

La tía Paula solía alguna que otra vez visitarles en el sótano de la casa próxima, donde vivían. La madre de Domingo, una vieja arrugada, decrépita y sin dientes, se pasaba la vida al lado del fuego en la cocina. La vieja se lamentaba de todo. Ya no se hablaba en vascuence, según ella, en el pueblo; escaseaba la leña, todo era una miseria.

La vieja sabía muchos refranes, sobre la Candelaria, Santa Lucía y el día de San Simón y San Judas. Explicaba la influencia de la luna en las huertas. Según ella, si se sembraba con luna llena las plantas daban mucha hoja y si se sembraba en menguante, más grano. Estas ideas del tiempo de Catón en su De rústica todavía se cotizaban.

Para aquella vieja, nacida en Régil, Monleón era un pueblo castellanizado y decadente.

Una de las cosas que explicaba con delectación, porque le parecía de mucha gracia, mostrando las encías sin dientes al reír, era lo que contaban las campanas del pueblo. La de un convento de monjas decía:

Beti miseriya

Beti miseriya.

(Siempre miseria, siempre miseria.)

Las de otro convento de monjas contestaba:

Guk ere bai

guk ere bai.

(Nosotras también, nosotras también.)

La de los frailes replicaba:

Izango da izango

izango izango.

(La tendréis y la tendréis, tendréis y tendréis.)

La parroquia terminaba el diálogo diciendo, por la voz de la campana grande:

Hor konpon

hor konpon

gu ongi gaude

ongi gaude.

(Allí os las arregléis. Allí os las arregléis; nosotros estamos bien, estamos bien.)

Domingo, el hortelano, cuidaba de la huerta de Javier y de la del palacete próximo, en cuyo sótano vivía.

Domingo, a quien llamaban Chomin en vascuence, tenía un cierto aire de senador romano. Probablemente debió de haber sido hombre guapo en su juventud; pero la holganza y la gula le dieron una obesidad y una potencia de vientre extraordinarias. Domingo, tragón y sidrero, se preocupaba mucho de las posadas en las que se daba bien de comer y de los caseríos en donde se abría una barrica de buena sidra.

Como tipo de taberna y de sidrería, le gustaba cantar y sabía muchos zortzikos aprendidos fuera, en otros pueblos de Guipúzcoa y de Navarra; pero ya se consideraba retirado. No encontraba su época digna de embellecerla con sus canciones.

Una vez recitaba con su sonsonete unos versos de Bilintx, el donostiarra, en los cuales pinta a un Domingo Campaña de San Sebastián, que debía de ser muy bruto, montado en un macho, y asegura que el que va arriba es tan mulo como el de abajo, y termina diciendo: Mando baten gainean bestea, alajaina! (Sobre un mulo otro mulo, ¡vive Dios!)

Uno de los que le oían pensó que los versos podían aplicarse al mismo Domingo de Monleón y se los recitaron. Al principio le molestaba; pero pronto se olvidaron los motivos, y si alguno le llamaba Domingo Campaña, era porque creía que se llamaba así.

La mujer, la Maintoni, hablaba el vascuence vertiginosamente y el castellano en una mala jerga complicada aprendida en Bilbao.

Domingo era de Régil y ella de Beizama.

Chomin no pronunciaba una palabra bien; pero le gustaba hablar castellano. Decía errabiar, erremiendo, comendante, frábica, comparanza, pamparrón y otras palabras con la misma exactitud fonética. En vascuence hablaba con cierta gracia socarrona.

Domingo tenía frases. Una de las más desdeñosas de su repertorio era decir de alguien:

—Ése es de raza de lugarza.

Lugarza, o lubarza, es el grillo topo que se considera insecto que hace mucho daño en las huertas.

Domingo tenía bastantes fobias; una de ellas era la que sentía por Tintín el factótum, fobia correspondida. Tintín decía de él con desprecio y con acento de Valladolid:

—Ése es una mula.

Domingo correspondía al obsequio exclamando:

—¡Tintín, ese maqueto! ¡Bah! Ése no es hombre para mí. Si no fuera tan poca cosa, le emplastaría como a un serpiente.

Domingo tenía la admiración por las buenas comidas.

—Domingo, ¡eh!, ahora, si trajeran un pollo y unas buenas magras con tomate, ¿qué te parecería? —le decía alguno.

—¡Ah! No conose uno esas cosas —contestaba él, y ponía una cara de descontento y de repulsión—. Nosotros siempre habas y bertsas. Eso, pa los ricos es. Nosotros no sabemos lo que es eso. Shegundo, ese maqueto, el otro día bonita idea tuvo: «Hoy, dijo, es día pueno para ir al campo con un cordero asado y no volver hasta no dejar nada.» ¡Qué ocurrensias tiene más puenas! Así dijo, sí.

Otro día hablaba con una vecina, y le decía:

—El domingo pasado me encontré en la carretera con una chica guapa y le acompañé un momento. Pa nada, pa hablar. Pues mi mujer, la Maintoni, lo supo y me insultó de una manera terrible. Ya ves tú qué percanses, ¿eh?, sólo por pasear con una chica guapa.

La Maintoni, que le oía, gritó con una voz chillona:

—Más te valía a ti trabajar un poco más y hablar un poco menos. Indesente, más que indesente.

—¡Trabajar, trabajar! —murmuró Domingo—. Mejor que trabajar preferiría que me llamaran hijo de p…

Javier, que le oía desde la ventana, no pudo contener la risa.

Domingo siempre estaba hablando de las ventajas de los ricos sobre los pobres. Una vez aseguró que las moscas picaban más a los pobres que a los ricos.

Las conversaciones de Domingo con sus amigos le hacían mucha gracia a Javier, y lo mismo sus definiciones y sus historietas. Hablando del párroco, una vez contó:

—La vieja del caserío Erricoechea se confesó y se comulgó, aunque no estaba grave, porqué esto le servía para que le llevaran buenos erregalos. La vieja le prometió al párroco una gallina hermosa. «Ya se la enviaré a usted, sí; ya se la enviaré», le dijo.

El párroco, antes de salir de la casa, pidió la gallina y el monaguillo se la llevó, luego; la enferma, al levantarse, contó las gallinas y vio que le faltaba una.

«¿Pero cómo falta una?», preguntó a su nieta. «Usted se la regaló al párroco, abuela.» «¿Y se la llevó?» «Sí.» «Ahí está, pues; tantas veses que se me perdió esa gallina dije que se la llevara el diablo y no se la llevó, y ahora que se la prometí al párroco, en seguida se la ha llevado. ¡Ahí está, pues!»

Una vez discutía Domingo con el sacristán y el panadero. El sacristán explicaba los milagros de Jesucristo y el panadero dijo, al oír el milagro de los panes y de los peces:

—En el milagro de los peses ya creo, pero en el de los panes no, porque si no había serca un horno no se podía coser el pan.

Javier pensaba que aquella gente del pueblo no tenía el menor sentido religioso. Se veía que para el vasco la religión era un conjunto de fórmulas protocolares y nada más. Quitándoles las prácticas no quedaría en ellos nada.

Domingo daba mucha importancia a sus compras.

—Estás hoy muy elegante —le dijo una vez Javier.

—Sí, voy al mercado a comprar dos marranas —contestó él con gran solemnidad.

Javier y Domingo tenían ciertas diferencias de procedimiento y de técnica en cuestiones de la huerta.

Javier, frecuentemente, se acercaba a una escalera que bajaba de la huerta al río y que tenía cerca una piedra para lavar. Desde allí solía tomarse el trabajo de coger un palo y empujar los trapos viejos, las zarzas y los botes de conserva que echaban los vecinos al río y se quedaban amontonados o flotando. Recomendaba a Domingo que no tirara porquerías al agua. Domingo le daba la razón y al día siguiente todos los botes, latas, alpargatas viejas y telas de paraguas que veía los echaba al arroyo.

—¡Qué animal! ¡Qué bárbaro! —solía decir Javier.

Domingo era hombre ocurrente, sabía una canción muy larga de cuando el general carlista Lizárraga entró en el pueblo, en la cual se hablaba de kañonazuak (cañonazos) y de un general.

Karlistetako general falsua.

(El general cobarde de los carlistas.)

Cantaba a veces la vida del caballo blanco de Bilintx y la canción del potaje del mismo autor, con mucha gracia, y no perdonaba una estrofa.

Javier estaba muy satisfecho de sus frutales, de sus magnolios y de los lilos que en la primavera parecían acariciar la ventana de su cuarto. Se tomaba sus trabajos. Durante el invierno desinfectaba los frutales para hacer desaparecer el pulgón lanígero de los manzanos y otros parásitos.

La tía Paula pensaba más en la casa que en la huerta. Uno de sus orgullos era que el suelo de las habitaciones de castaño estuvieran muy bien conservado y brillante como un espejo. Ella misma pasaba el cepillo y la bayeta, a pesar de que Javier le decía más o menos en broma:

—Mira, no creo que estés en edad de esos trabajos.

—¡Bah! Todavía estoy fuerte —replicaba ella.