IV

LA VIDA DEL CURA

Monleón, pueblo alegre y sensual, vivía bien; tenía más de mil obreros empleados en las fábricas; la burguesía gozaba de grandes comodidades; había un hermoso cine cerca de la plaza, casas ricas y lujosas, muchos automóviles, altos empleados e ingenieros con sueldos de ministro.

El núcleo central lo constituían tres calles principales de comercio, algunas callejuelas, la plaza y luego los barrios. La gente artesana era alegre y se oía con frecuencia entre las chicas carcajadas y frases como ésta: «Ene! ¡Qué risas tuvimos!»

La vida moderna e industrial del pueblo y la arcaica y campesina de los alrededores estaban vigiladas por aquellos dos gigantes de piedra, las Peñas de Monleón.

El elemento obrero era casi todo él socialista. La religión andaba de capa caída entre la clase trabajadora y seguía muy ritual entre los campesinos y mezclada con supersticiones oscuras. La burguesía alardeaba de muy católica, pero se podía sospechar si en ella todo se reducía a formas. En el país, mientras se hable vasco, habrá siempre la absoluta divergencia entre la calle y el campo. En la calle reina lo actual, y en el caserío, la prehistoria. No hay rincón en Europa donde el contraste sea tan brusco. No es la Edad Media enfrente de la Moderna, sino la edad del bronce frente a la del cemento y a la del cinematógrafo. Aquélla casi siempre más simpática y más pintoresca.

A Javier le sobraba y le estorbaba un tanto esta vida industrial; hubiese preferido ser cura de un pueblo sólo agricultor, pero quizá el pretenderlo le hubiera dado una fama de extravagante.

No había ido nunca a la fábrica. No le interesaba la industria ni la mecánica.

En cambio, los otros dos coadjutores, don Clemente y don Mariano, eran muy aficionados a visitarla. Don Mariano describía cómo se hacía la sangría de los hornos, como se trabajaba en el pudelaje y se llevaban las barras a pasar por los laminadores entre nubes de chispas.

También se enteraban los dos clérigos de los vagones de hierro que entraban y de los que salían y de la chatarra que iba a los hornos.

Javier no había pretendido jamás ser cura de ciudad, ni aun de pueblo grande, sino cura de aldea; su ideal era vivir en la casa campesina amplia, cómoda y limpia, con su huerta y su jardín; nada de ambiciones ni de querellas; no aspirar, conservar libertad de espíritu y ver cómo pasaban las horas alegres o tristes, hasta el final. Vulnerant omnes ultima necat, como se dice en las leyendas de algunos relojes del país vasco.

El plan de la vida del cura, desde el comienzo de su estancia allí, fue un plan muy puritano; quería trabajar lo más posible en la iglesia y en la huerta, no tener horas desocupadas, nada de fantasías vanas, dedicarse a la música, no fumar y no hablar, sobre todo, de política; no discutir, no jugar a las cartas, pasear dos o tres horas al día, no comer carne ni beber vino ni alcohol más que estando enfermo y considerándolo como medicina.

Le gustaba la poca comida, pero bien condimentada; tener el cuarto arreglado, cada cosa en su sitio, los cristales limpios, los muebles frotados, los libros colocados en orden; si había un papel en el suelo, lo recogía. No le preocupaba la muerte ni la otra vida. En el invierno, con el buen tiempo, solía hacer largas excursiones.

El primer invierno de estancia allí Javier y su tía Paula tuvieron un tiempo muy hermoso, el sol pálido penetraba oblicuo en las habitaciones. En el campo, las hojas amarillas y rojizas, blancas y negras, abarquilladas y carcomidas, dormían sobre el agua turbia de los senderos encharcados. Otras iban alfombrando la tierra, y los carros de hierba seca y de helecho cantaban por los caminos.

El misticismo de Javier se armonizaba con el campo y el cielo y con la noche llena de estrellas. Le gustaba también ver desde lejos, desde algún monte, su amigo el mar. Tanto como salir de su casa, le agradaba quedarse en ella y acercarse una noche al pabellón de la huerta y oír la canción misteriosa del río próximo.

En la primavera se alejaba más. Veía las peñas desnudas, los barrancos sombríos, los tajos cortados a pico y los vallecitos verdes oscuros con árboles verdes claros. Los caminos del monte estaban llenos de brezos, de digitales y de zarzamoras y los prados cuajados de flores.

Se sentaba en el campo. Cualquier cosa le bastaba para distraerse: las nubes que cruzaban por el cielo, la variedad de hierbas, el tordo que cantaba entre las ramas y el cuco que daba una voz como de chico que juega al escondite. En los arroyos contemplaba las chipas, los peces diminutos que trazaban líneas brillantes en el agua; en los charcos, los renacuajos, y en la tierra pedregosa veía las evoluciones sabias de las hormigas, de las arañas y de los abejorros.

Esta época era de grandes trabajos en las huertas. En la suya, en todos los rincones donde la tapia estaba al descubierto, había puesto o mandado poner enredaderas, madreselvas, viña virgen o glicina.

—¡Pero si quita sitio para las alcachofas! —le decía Domingo el hortelano.

—No importa, la cuestión es que esté bonito.

A la tía Paula, aficionada a tomar un poco de sidra en la comida, la gustaba tener una barrica en casa. Como no tenían manzana bastante, compraban jugo sin fermentar y llenaban una bordelesa grande con él para dejarla en la cueva y a la primavera siguiente la comenzaban. También solían hacer una sidra ligera llamada en el país pitharra.

Pronto, en la bodega, hubo botellas de buenos vinos y de licores, algunos jamones y tarros con dulce. Las manzanas se extendían sobre una alfombra de hierba y las calabazas, las judías, las cebollas y patatas se amontonaban en el desván. Al final del invierno y al principio de la primavera la tía Paula hacía acopio de huevos, cuando estaban baratos, y los guardaba en tinajas sumergidos en agua de cal. Después, en el rincón de la huerta, pusieron un gallinero.