LA CASA
Dos días después, Javier marchó nuevamente al pueblo. Iba a buscar casa.
Había echado la vista a una de la entrada, en la avenida principal de la villa. Esta casa, vieja y restaurada hacía tiempo, no era muy grande; estaba libre por los cuatro lados y tenía una disposición agradable e independiente. La fachada daba a la carretera cuando al entrar en el pueblo se transformaba en calle; la parte de atrás, a una huerta, y los dos lados laterales, a callejones estrechos. La huerta, bastante grande, se hallaba contorneada por uno de los ríos del pueblo. Éste no era muy claro y tenía suciedades y obstáculos, pero Javier pensó que él conseguiría limpiar la parte de delante de su casa. Pasando el río por un puente, un camino salía a la carretera por otro puente.
La huerta, hermosa, tenía en medio un camino central terminado en un pabellón pequeño de hierro y de madera pintado de verde, con sus escalones al río. A su lado, un sauce llorón caía como una ligera cascada de ramaje suave sobre las aguas.
Dos grandes magnolios y dos lilos se levantaban cerca de las tapias, en donde no podían quitar el sol. Ciruelos, perales y manzanos se extendían sobre las paredes en espalderas.
La casa, no muy grande y ya vieja, se hallaba cerca de un palacete moderno de un rico de Bilbao, accionista de la fábrica. La cuidaba como guardián un hombre llamado Domingo y su mujer, la Maintoni.
Javier habló con Domingo y se quedó de acuerdo en el pago del alquiler.
Pocos días más tarde se instalaron tía y sobrino y llevaron en un camión muebles. Unos los tenían y otros los compraron en San Sebastián. Fueron la tía Paula y la tía Micaela.
Tomaron una muchacha de un caserío, y la Maintoni se quedó como asistenta, y Domingo, su marido, se encargó de la huerta y de cortar la leña.
La tía Micaela no podía vivir mucho tiempo fuera de San Sebastián, y a la semana dejó Monleón.
La primera parte de la vida en el pueblo fue para Javier agradable. Le gustaban los pequeños trabajos de la casa y de la huerta. Se le pasaban los días con rapidez. Hizo preparativos para el invierno: convirtió la sala, con un hermosa chimenea, en comedor, y en el antiguo comedor mandó instalar la cocina y le abrió una salida a la huerta.
Los dos cuartos quedaban así muy agradables y cómodos para su uso.
En el comedor nuevo, la chimenea antigua solía estar tapada el verano con una mampara de papel con una bola de cristal a cada lado, En el centro, la mampara tenía una litografía iluminada con su letrero: «El Paseo». Encima del mármol había dos candelabros y una imagen de la Virgen.
La litografía iluminada, de a mediados del siglo XIX, era muy romántica. La estampa se hallaba rota y la compuso Javier con cuidado.
En el comedor pensaba emplear fuego de leña porque esto le ilusionaba. Para la cocina usaba carbón de piedra, y cuando empezara el frío pondría una estufa en el primer piso.
Como ayudante para sus trabajos, Javier encontró a un castellano, hombre de recursos, a quien llamaban en el pueblo, en broma, Tintín. Tintín, flaco, con anteojos y bigote corto, parecía un profesor. Había estado en América, tenía mucha idea para todo. Empapelaba, ponía una luz eléctrica, arreglaba una bicicleta, componía un reloj, echaba una media suela a unas botas, blanqueaba, conocía las hierbas y se contentaba con ganar muy poco. Había estado empleado en la fábrica, pero sin duda le cansaba un trabajo siempre igual y prefería las faenas distintas y variadas.
A pesar de que estaba acostumbrado a la vida del pueblo y a su paisaje húmedo y de que había estado en su aldea natal y tenido que volverse por no encontrar trabajo, Tintín conservaba un recuerdo romántico de su tierra y los días de gran calor decía con cierto entusiasmo:
—¡Cómo estarán ahora los campos allá en Valladolid!
—Seguramente secos —le contestaba Javier en broma.
La sala del primer piso Javier la empapeló, con la colaboración de Tintín, de verde y la amuebló con una sillería también verde con dos sillones y un sofá, un velador antiguo, una consola, un arca, varios cuadros y un espejo pequeño con el marco de cristal.
Cerca de esta sala para visitas de cumplido había un cuarto para la ropa y Javier llevó a él un armario de color muy negro de madera de castaño, un armario antiguo del país, sólido y ancho, con unos herrajes complicados en las dos puertas y la cerradura. Pronto su armario se llenó de ropa blanca, que entre las maderas oscuras y brillantes parecía de nieve.
En los estantes, la tía Paula solía poner hermosas manzanas, unas rojizas, otras de corteza áspera, agrias, muy olorosas; en otros cajones dejaba hojas de menta para perfumar la ropa.
El cuarto de Javier, claro y desnudo, parecía una celda: una cama baja y bastante dura, un colgador, cuatro sillas y una mesa grande.
Cerca estaba el cuarto de baño, donde se lavaba.
La alcoba de la tía Paula tenía un testero como un oratorio. Sobre una cómoda con mantel blanco se levantaba una imagen de la Virgen, y en la pared varias estampas de santos y escapularios puestos en marcos. La cama, alta, con varios colchones, un armario de luna, un arca y una máquina de coser constituían el mueblaje.
Por entonces el cura iba por un camino de rosas. Le gustaba dar grandes paseos, visitar los caseríos, recoger canciones del país con su letra y su música.
La tía Paula cuidaba mucho del traje de Javier y hacía que se afeitara todos los días.