II

EL PUEBLO

Monleón, pueblo hundido en una valle angosto, presentaba el aire un poco banal y mediocre de casi todas las villas industriales guipuzcoanas. Dos ríos pequeños lo rodeaban: llegaban ambos de barrancos próximos a los límites de la provincia, circunscribían el caserío y se unían en uno solo para internarse en Guipúzcoa.

Los eruditos sabían por qué aquel pueblo guipuzcoano tenía un nombre castellano o francés.

Monleón, completamente industrial y moderno en su casco, ofrecía en los alrededores un tipo de vida agrícola y arcaica. Se hallaba constituido por el núcleo antiguo, por barrios modernos y por caseríos solitarios. Su término municipal, grande, no lo era tanto como el de las villas próximas de Vizcaya y de Álava, esencialmente rurales.

Tenía una iglesia espaciosa y un gran portalón con su tejado en la parte de atrás, donde se podía pasear los días de lluvia; una gran plaza con su Ayuntamiento de fachada barroca; tres o cuatro calles estrechas, de pequeño comercio, un poco tristes y sombrías, y los anchurones producidos por derribos y las avenidas modernas. Al final de las calles viejas se abrían puertas en arco, antiguamente entradas de la muralla.

Cerca del pueblo se levantaba el cerro de Santa Bárbara, con árboles, asiento antiguamente de un poderoso castillo. En este alto solían pasear algunas parejas y rezar los curas sus oraciones.

El castillo, construido, según algunos, por Sancho Abarca, lo mandó derribar Juan II de Castilla, y no se realizó la demolición hasta el tiempo de Enrique IV, y según el historiador local del siglo XVI existían en su tiempo torreones y murallas de la fortaleza.

Monleón tenía una tradición guerrera: había figurado en las luchas de los banderizos vascos, que trataron el pueblo a sangre y a fuego, y una tradición industrial por sus grandes ferrerías y fundiciones.

La tradición de guerras y de luchas se había borrado por completo. La otra persistía, y quedaba un espíritu industrial entre sus accionistas, ingenieros y obreros técnicos venidos de aquí y de allá.

Fuera del pueblo, la única curiosidad la constituía una roca con una gruta donde, según las consejas antiguas, estuvo refugiado un santo.

La población era bulliciosa y alegre. Las muchachas, esbeltas y sonrientes; los hombres, ágiles, aunque entre ellos se destacaban algunos tipos de gordura un poco monstruosa que se dan en los guipuzcoanos de vida muy sedentaria.