LLEGADA
La tía Paula y Javier fueron, en Vitoria, a una fonda de la calle del Arca, y por la mañana tomaron el tren. Se metieron en un vagón de segunda. La estación, pequeña, se hallaba en los mismos andenes del ferrocarril de Madrid.
Se colocaron los dos viajeros cerca de la ventanilla del coche. No iba gente. Hacía un día claro. Al partir, Javier y su tía Paula se santiguaron y rezaron.
Se fueron alejando de Vitoria. Apareció la Colegiata amarillenta, con su torre puntiaguda de pizarra azul y el caserío con sus tejados pardo-negruzcos. La ciudad se presentaba sobre un fondo de montaña baja, y encima brillaba el cielo con grandes nubes blancas. En el campo aparecían las arboledas verdes de un color fresco y tierno, y los trigales se extendían por las lomas.
El cielo se iba anubarrando cada vez más. Pasaron por delante de pequeñas estaciones desiertas. En una de ellas, en caja convertida en jaula, se veía una gallina presa, que sacaba el cuello por entre dos tablas, y los pollitos libres que picaban alrededor.
—Es una representación de la familia moderna, diría un profesor del Seminario —indicó Javier—, la madre presa y los hijos libres.
Algunos montes, a lo lejos, se veían estriados de nieve. Pasaron por delante de pueblos pequeños con iglesias con espadañas, casas de tejado terrero, con más aspecto de castellanas que de vascas. Las partes despobladas, con campos de tomillo, romero y aliagas, estaban llenas de flores de color variado.
Después entraron en la zona guipuzcoana, entre barrancos profundos, con robledales espesos, maizales y prados verdes.
Llegaron a Monleón y fueron Javier y su tía Paula a parar a una fonda de la plaza. Después el cura marchó a la iglesia a visitar al párroco. Estaba en la sacristía. Se reunieron allí, además del párroco, el organista y los coadjutores.
No era aquella toda la clerecía del pueblo, porque existía un convento de frailes y dos de monjas, y éstos tenían, como el hospital, sus capellanes.
Hablaron largamente los curas. El párroco era un poco pancista y no le gustaba meterse en los asuntos del pueblo. Se llamaba don Patricio. Según algunos, era hombre sin fundamento, como se dice en el país, de muy poca energía, llevado por unos y por otros, sin condición especial alguna y orador muy premioso.
Recorrieron la iglesia, grande y ornamentada; vieron el púlpito con una inscripción recuerdo de un santo que predicó desde él. Subieron también al coro a ver el órgano moderno y entraron en las capillas. Todo le dio a Javier una impresión de riqueza y de suntuosidad.
De los coadjutores de la parroquia, con quienes habló Javier, don Mariano, hombre duro, seco, afirmativo, violento, parecía tipo de pasiones fuertes, con una gran dureza de espíritu y a quien no emocionaba nada. Era gran aficionado a la caza.
El otro, don Clemente, tenía cara de picador, muy morena. Según decían se le iban los ojos detrás de las mujeres. Hablaba con una voz ronca, fumaba puros y marchaba con un bastón de estoque en la mano, con ademán de militar. Se hablaba de una señora viuda, de quien había sido el confesor, que le dejó parte de su fortuna. El coadjutor, que abandonaba el cargo y le trasladaban y a quien sustituía Javier, tenía un tipo un poco de lego, entre malicioso e insignificante.
El organista, don Martín, era hombre reconcentrado y de aspecto místico. Al parecer, cumplía su misión de sacerdote muy estrictamente.
Estuvieron reunidos en la sacristía de la iglesia. Tenía ésta unos armarios largos para las casullas y demás vestiduras eclesiásticas, y encima de ellos varias imágenes vestidas; en la pared, un Cristo de gran tamaño; una mesa delante de una ventana, un banco antiguo, y sobre la puerta un cuadro borroso. En medio de la sacristía había un brasero de cobre con tarima de madera lustrosa y clavos también de cobre.
Después de hablar del estado del pueblo, el párroco dijo a Javier que, si le parecía, irían a visitar al alcalde. El coadjutor trasladado y un capellán se quedaron.
Salieron de la iglesia y fueron al Ayuntamiento; no estaba el alcalde. Comenzaba a llover de una manera desesperada y se pusieron a pasear los curas por los soportales del Ayuntamiento. Eran cinco; hacían una maniobra estratégica para irse renovando en los puestos, dejando al párroco siempre en medio. De lejos, estas evoluciones de las cinco figuras negras y los cinco sombreros de teja tenían un aire mecánico.
Cuando escampó un poco la lluvia volvieron a los arcos de la iglesia. En los extremos del cobertizo, a un lado y a otro, había un portal gótico sin adorno. En estos arcos paseaba el pueblo los días de lluvia.
El cura joven recién llegado produjo buen efecto en la gente. Se supo en seguida que era el nuevo coadjutor.
Gizon polita da!, dijeron unas viejas en vascuence, frase que literalmente quería decir: «Es un hombre bonito», pero cuya significación es más bien: Es un hombre de aire modoso y amable.
A la hora de comer se acercó Javier a la fonda, donde comió, y por la tarde marcharon tía y sobrino a la estación para la vuelta a Vitoria.
Cuando dejaban la estación, las dos peñas del pueblo brillaban doradas en la cumbre con el sol poniente.