XIII

VIAJES

Después de ordenarse y de cantar misa, en espera del destino, la tía Micaela llevó a Javier a París y luego a Roma. La tía Paula no quiso ir.

En París le gustó a Javier el río y las iglesias góticas, Nuestra Señora y la Santa Capilla, aunque los interiores, desnudos, sin altares, sin adornos ni cuadros, de estas iglesias, le parecieron tristes.

Visitó el Seminario de San Sulpicio, y conoció a un profesor joven, un abate afectado y remilgado que tenía un gran entusiasmo por Roma y por el arte clásico.

Estuvo con él en el museo del Louvre, y le mostró los cuadros de Poussin y de Ingres como la flor y nata de la pintura. A Javier no le gustaron nada. Le pareció todo ello algo de liceo francés.

A Roma no le tomó tampoco la menor afición. No estaba preparado para comprender lo viejo, y lo relativamente nuevo, como San Pedro o la Capilla Sixtina, le daba una impresión enfática, aparatosa y desagradable.

El paisaje le pareció tétrico y desolado, con sus tumbas y sus acueductos. Ya más lejos de los alrededores de Roma, el campo con sus viñas, sus pinos y sus cipreses era también triste, melancólico.

—Veo que no tengo nada de latino —se dijo.

En Roma se encontró un poco sorprendido con que las costumbres eran más libres que en España. La muchacha de la fonda se metía en su cuarto y le provocaba. Una señora de la aristocracia del hotel se mostró exageradamente amable con el joven curita y quiso conquistarle.

Javier tenía la idea falsa, para él verdadera, de que las mujeres persiguen invariablemente a los hombres. Se desdeña lo fácil. No se le ocurría pensar que si esto hubiera sido así, no hubiera existido la prostitución. La muchacha de la fonda, que entraba en su alcoba por la mañana y le provocaba; aquella señora romana tan favorable, todo le hacía pensar que el mundo era mucho más libre de lo que es en realidad.

Volvieron a España por mar y desembarcaron en Valencia. La luz cruda, la huerta verde, los arrozales llenos de fango no le gustaron tampoco nada.

Después vio por la ventanilla del tren llanuras áridas, montes secos y sin árboles.

—¡Qué tierra! —pensó él con asombro.

Ni París ni Roma dejaron en su cerebro ni el menor recuerdo ni la menor sugestión.

—Pienso más en el prado del caserío de mi abuelo —se dijo riendo—. Sin duda soy un salvaje.