CUENTOS
En el pueblo se contaba que varios curas y canónigos habían sido víctimas de un timo ingenioso. A alguno de ellos, con fama de interesado y usurero —la avaricia es bastante general entre la gente de sotana—, se le presentaba un tipo en el confesionario y después de muchos circunloquios le decía:
—Yo vivo de un modo que no sé si está permitido por la religión.
—¿Pues qué hace usted?
—Presto a usura. Me dan el sesenta por ciento al mes.
El cura aseguraba que no había ningún mandamiento que prohibiera prestar con interés crecido. Naturalmente, habiendo sido hechos estos mandamientos por judíos, es difícil que haya en ellos nada contra la usura.
Después de asegurar esto y de muchas explicaciones y aclaraciones, el clérigo acababa llevándole al día siguiente al falso pecador y timador auténtico dos mil pesetas, con la esperanza de cobrar todos los meses mil doscientas de rédito. Uno de los jóvenes condiscípulos atrevidos le contó a Javier que una noche, mientras estaba de espectador en una función de fuegos artificiales, se le acercó un canónigo forastero y le dio con el codo. El chico se volvió y el cura entró en conversación con él. «Un joven tan guapo como usted tiene que tener éxito», le dijo. «No sé a qué se refiere usted», le contestó él. «¿Usted cree en el amor?» «¿En el amor divino o en el amor humano?» «En los dos.» «Sí, ¿por qué no?» «Venga usted a mi casa.»
—¿Y fuiste? —le preguntó Javier.
—Sí.
—¿Y qué?
—Me agarró de la mano y me regaló esta sortija; pero no pienso ir ya.
—¿Por qué?
—Porque tiene muy mala fama.
Este muchacho sin duda contó la conversación a varios de sus condiscípulos, y al parecer fue expulsado por sus confidencias.
Javier, durante todo el internado, siguió siendo de los meritissimus.
De los seis o siete meritissimus de su curso, casi todos fallaron. Uno dejó la carrera, y al cabo de algunos años apareció de militar; otro se hizo abogado y secretario del Ayuntamiento de una ciudad castellana; un tercero, comisionista y comerciante rico; otro, empleado. Sólo dos habían terminado la carrera.
Las vacaciones eran las peligrosas.
En esta época la vigilancia la ejercían los curas de los pueblos, informando al Seminario sobre los alumnos si se confesaban o comulgaban asiduamente, si vestían sotana o rondaban a alguna moza.
El fracaso místico de los meritissimus de este año y de otros anteriores y posteriores había inculcado a los directores del Seminario la idea de hacer que el internado fuera constante y a no dejar libres en las vacaciones a los alumnos, alejándoles de las influencias mundanas. Así, tenían a unos colegiados en el Seminario menor de Castillo Elejabeitia y a otros en la playa de Saturrarán.
En el Seminario se aprovechaba el sentimentalismo de la edad, el nacionalismo, el pintar el sacerdocio como algo único, de una nobleza admirable, el decir misa; todo esto lo manejaban muy bien los profesores. A pesar de ello y del internado obligatorio, muchos escolares dejaban la carrera, y había quien acababa en periodista radical.
Uno de los puntos donde se reunían los estudiantes rebeldes y hablaban de las ventajas de abandonar el Seminario para siempre era una pequeña cervecería de la calle de Alí.
En esta cervecería se preparaban casi todas las deserciones. No sólo desertaban los estudiantes; también lo hacían los curas, y hubo uno de éstos, con un cargo importante en la Catedral, que se escapó con doscientas mil pesetas y una buena moza.