EL PASEO
Los cuartos en el Seminario, bastante grandes y espaciosos, con ventanas al patio, estaban la mayoría en fila, en largos pasillos.
Para muchos de los seminaristas la vida en el internado era más cómoda y agradable que en el externado.
En el piso bajo del edificio había salas para juego, aulas, un laboratorio y un teatro.
En las salas para juego se leían unos letreros escritos en cartones en el dintel de las puertas que marcaban su especialidad: Damas, dominós, canas, bolos, etc.
A pesar de que no era divertido el paseo, la mayoría de los seminaristas lo preferían a estar dentro del Seminario.
Cuando había muchos alumnos, salían a la calle por grupos: latinos, filósofos y teólogos. Se cuidaba de que no hubiese relación entre los de distinto año, y mucho menos entre los de distintas disciplinas. Los teólogos despreciaban a los filósofos, y los filósofos a los latinos. Formaban de dos en dos; luego, sin duda por el mayor número de estudiantes, formaron de tres en tres. Los alumnos nunca sabían de antemano a dónde iban. La dirección y el orden del paseo lo daban los ordenandos de epístola y evangelio, diáconos y subdiáconos. Estos iban casi siempre en último lugar, y con ellos los fámulos, al menos los de cierta edad.
A veces salían pocos alumnos, y entonces les acompañaba un pasante con manteo y teja.
En el paseo se dirigían, en general, por las afueras indistintamente. Era preferido el campo del Lacua, donde jugaban al fútbol, y una explanada que llamaban de los Grillos, próxima al Hipódromo, en el camino de Gamarra. Cuando llovía o estaba húmedo, bordeaban la ciudad.
Al salir a pasear los seminaristas llevaban sotana negra en verano, y balandrán grueso en invierno, bonete sin borla y beca roja. La beca era la faja encarnada que cruzaba ante el pecho y pendía de los hombros hacia atrás. Los fámulos pequeños, que solían marchar por delante, y los de más edad detrás, no llevaban beca.
Cuando pasaban los seminaristas la gente les llamaba con ironía «los cuervos», y muchas veces los chicos de la calle les gritaban desde lejos «cua-cua-cua», en burla, imitando el graznido del pájaro sombrío y de plumaje negro con quien les comparaban.