EL INTERNADO
En el primer año de teología Javier padeció del estómago y pensó su familia si no podría acabar la carrera, pero se curó completamente y pudo seguir. Los dos últimos años de teólogo tuvo que ingresar de interno en el Seminario. La tía Paula levantó la casa de Vitoria y se fue a San Sebastián.
Al canónigo don Pedro, a quien conocía por su hermana Micaela, le recomendó que alguna que otra vez preguntara por la marcha de los estudios de su sobrino. Javier conoció la vida del internado.
Esta vida reglamentada no fue nada desagradable para él; le hizo una impresión de paz y de serenidad. El silencio en los corredores y en el patio, la celda tranquila, la disciplina estrecha no le molestaban. Era, aunque no lo creía él así, un poco egoísta, y aislarse y pensar solo en sí mismo y en sus estudios le agradaba.
En el Seminario existían muchos cargos: rector, vicerrector, secretario o mayordomo para asuntos económicos y administrativos; un prefecto de disciplina general, con atribuciones máximas como de dictador; otro de disciplina moral, tres más para latín, filosofía y teología y dos directores espirituales.
Los profesores que explicaban las asignaturas importantes no tenían a su cargo más que una; pero los que daban otras secundarias solían explicar más de una, casi siempre dos. Por lo general los profesores eran vascongados, pero algunos, por ser canónigos de oposición y haber demostrado competencia excepcional en materias teológicas, eran nombrados catedráticos, aunque no fueran vascos. El nombramiento lo hacía el obispo.
Había en el Seminario auxiliares escogidos entre los colegiales más adelantados de la carrera. En la Escuela de Aguirre les llamaban bedeles, y los estudiantes, en burla, los chorrillos. En el Seminario Conciliar se les conocía por pasantes y también por ordenandos. Éstos llevaban borla negra en el bonete, como los profesores.
Los pasantes no eran muy queridos por los alumnos; se les consideraba como confidentes elegidos por el prefecto de disciplina general, y se les temía. Los había de dos clases, para internos y para externos. Existían también inspectores, uno en cada corredor, a lo largo de los cuartos. Dentro del Seminario se ejercía una gran vigilancia.
Los fámulos, en número de veinte, eran estudiantes pobres; cursaban la carrera gratis a cambio de sus servicios. Servían la mesa a superiores y a seminaristas, hacían la cama y los cuartos de los profesores, la limpieza de las aulas y de los pasillos. Para el trabajo se ponían unas blusas rayadas. Estos fámulos usaban solamente la beca en las grandes solemnidades.
Había también fámulos externos, a los cuales los alumnos llamaban con desdén «potajeros». Hacían una sola comida en el Seminario y estaban mal vistos por profesores y estudiantes, a causa de su pobreza. ¡Extraña manifestación de cristianismo! Ayudaban en el interior, llevaban y traían recados de fuera y eran los que metían de matute el vino, el aguardiente y el tabaco para los estudiantes.
De uno de aquellos fámulos se hablaba mucho. Le habían despedido del Seminario no se sabía por qué y al salir le entró la idea de convertir a los toreros. Marchó como pudo a Andalucía, aprendió a torear, y llegó a entrar de peón en cuadrillas de alguna importancia. Se hizo amigo de los espadas de fama y aprovechaba todas las ocasiones para echarles un sermón y convencerles de que la Providencia les había protegido en ésta o en la otra faena arriesgada y peligrosa, demostrando al mismo tiempo en sus discursos sus conocimientos tauromáquicos y teológicos.
Dentro del Seminario se ejercía una gran vigilancia. Estaba prohibido fumar, comer pasteles o dulces, tomar licores, encender luces después de ciertas horas, leer libros sin licencia.
Estas prohibiciones no le molestaban a Javier. Los días de libertad no estaba permitido andar por lugares céntricos, entrar en cafés, en tabernas y en teatros y pasear por sitios extraviados.
Todos los profesores tenían mucho odio a las novelas. La novela pervertía el alma. No se leía más novela que Amaya o los Vascos en el siglo VIII, de Navarro Villoslada, libro bastante pesado de un Walter Scott de poca monta.
Este puro formulismo protocolar de la religión católica, al que no le queda ya casi nada de sustancia cristiana, era lo que a todos cogía.
A algunos de los jóvenes un poco inquietos y rebeldes los profesores los enviaban a la Catedral, a sostener el misal delante del obispo, en la misa mayor, y a cantar en los oficios y en las vísperas. De uno de aquellos jóvenes indisciplinados se supo entre los alumnos que guardaba Los Miserables, de Víctor Hugo, en hojas esparcidas y disimuladas entre los libros y los apuntes. Nadie quiso denunciarle. Una vez Javier le vio, mientras leía las hojas de la novela, cómo accionaba violentamente sin duda por el efecto que le iba produciendo la lectura.
Algunos muchachos se revelaban casi como incrédulos, pero se lo callaban. Los ingresados en el Seminario a los diez o doce años, de familia pobre, ¿cómo luego iban a dejar la carrera y a perder aquel esfuerzo? Era difícil o imposible.
Javier no tenía dudas. El confesor le preguntó varias veces.
—¿Y crees tú que tu vocación para el sacerdocio es fuerte y sincera?
—Creo que sí.
—Me parece una creencia un poco tibia, hijo mío. ¿No tienes ansias de vivir en el mundo, de brillar, de figurar?
—No.
—Porque tampoco la vida en el mundo es condenable. Se puede vivir dentro de la sociedad y ser útil y hasta dar ejemplo de virtudes.
Evidentemente Javier no sentía la aspiración de vivir en el mundo. Para él esto caracterizaba la existencia de su padre, el gritar, el reñir, el disputar, el tener pleitos, etc.
Entre los seminaristas había alguno que otro tipo distinguido por su aspecto o por sus condiciones intelectuales. La mayoría era gente vulgar y corriente y algunos estúpidos y retrasados que se mostraban hipócritas para compensar así sus pocas condiciones intelectuales.
No se permitían allí amistades particulares; tampoco se aceptaban conversaciones íntimas entre dos o tres. La consigna era Nunquam duo, raro solus. Táctica parecida a las de los comunistas.
Todo se consideraba pecaminoso. El pasar el brazo por los hombros a un amigo llamaba la atención del ordenando, que ponía un correctivo.
Estas prohibiciones para algunos jóvenes de la ciudad nerviosos eran toques de alarma que dirigían su atención sobre lo erótico y en vez de ser un freno constituían un acicate.
En general los profesores no se distinguían por su sentido psicológico. Su psicología práctica no pasaba el nivel de los seminaristas aldeanos. Trabajaban principalmente para ellos.
No era posible tener amigos en un sitio en donde la amistad se consideraba casi como un delito.
Javier era de los favorecidos; se le permitía alguna transgresión de estas normas. Los juegos violentos eran muy recomendados por los profesores.
Javier se encontraba bien en el Seminario; no era hipócrita, no tenía temperamento para ello ni la necesidad le obligaba a serlo; se le trataba bien, se le dispensaban faltas por motivos de salud. Para muchos estudiantes campesinos, un tanto envidiosos y cazurros, constituía un caso de favoritismo.
Muchos de los alumnos contaban con algún amigo de la familia o pariente cura que se interesaba por ellos y con más o menos frecuencia preguntaban qué tal marchaban en sus estudios.
Javier tenía como encargado al canónigo don Pedro, a quien le recomendó su tía Paula. Solía ir a verle al Seminario y hablaba con los profesores.
—¿Qué tal va mi recomendado? —preguntaba el canónigo.
—Es un joven inteligente, de un ingenio lento y un poco oscuro —le dijo una vez el rector—. Posee las virtudes personales necesarias para ser un buen cristiano, pero le faltan las condiciones de carácter. No tiene ningún talento para la elocuencia, ningún sentido de emulación, ningún afán de distinguirse ni de destacarse. Ha pasado a veces en clase que los alumnos no contestaban a una cuestión y le he preguntado a Olaran:
—¿Usted no sabe de qué se trata?
—Quizá se refiera a esto.
—Sí. Si lo sabía usted ¿por qué no lo ha dicho?
—No tenía seguridad —ha contestado.
Javier era tratado con excesiva benevolencia.
Entre los profesores únicamente el que explicaba teología moral le manifestaba poca simpatía.
Este hombre tenía un aire fastuoso y desdeñoso. Se consideraba por encima de todo el mundo y miraba a los alumnos y a los compañeros muy por encima del hombro. No podía permitir que se le discutiera; hablaba como un oráculo. Los elogios, las pelotillas que decían los estudiantes no le parecían alabanzas interesadas, sino natural reconocimiento de su genialidad. Este padre absolutista y tomista tenía odio por los agustinianos; en otra época los hubiera considerado como promotores en germen de herejías.
Había también algún profesor que admiraba al fraile, obispo por entonces de la Diócesis, y a imitación de él, rebatía la teoría de la Evolución con algunos pequeños argumentos contradictorios, sacados por algún abate francés, de experiencias de biología y de la teoría de Mendel, y trataba a Darwin y a Lamarck y a los geólogos como ignorantes, con la petulancia y la tontería de un catedrático español. El hombre de Neanderthal o el Pithecanthropus erectus de Java no eran para él más que invenciones malévolas para atacar el catolicismo y la bella construcción del Génesis.
La vida en el Seminario era indudablemente monótona; las horas de las comidas marcadas a golpe de campana; el cuarto espacioso con su cama de hierro, su silla, mesa, armario y lavabo, con crucifijo y algunas estampas religiosas. Un montante sobre la puerta servía para la ventilación y la luz. Se hablaba de que se daban novatadas, pero a Javier no le dieron ninguna más que algunas bromas inocentes.
Se levantaba temprano, a la hora en que se llamaba por los corredores con la campana o se encendía la luz; a las seis bajaba con los compañeros, se dedicaba a los rezos y a lo que llamaban meditaciones, oía misa y volvía al cuarto. Después arreglaba éste, lo barría, quitaba el polvo, hacía la cama, dejaba la ventana abierta y cerraba la puerta con llave.
Los cuartos tenían todos su llave, y mientras el estudiante se encontraba dentro no podía tenerlo un solo momento cerrado; al salir de él para ir a clase lo cerraba siempre para evitar algún caso de hurto, que solía darse a pesar de esta precaución.
Bajaba a desayunar, el desayuno era poco sustancioso. Después volvía a la celda, repasaba las lecciones y marchaba a clase.
En ella se recitaba la lección y se entablaban discusiones un tanto bizantinas que se consideraban como pura ciencia.
Al medio día se rezaba el Ángelus y se congregaban todos en el refectorio. En el refectorio se leía, al comer y al cenar, pero no al desayunar ni al merendar. Ocupaban la tribuna por turno los estudiantes. Al que le tocaba actuar, leía en la comida un capítulo del Nuevo Testamento, en latín, de la Vulgata, y terminado esto, algún trozo de un libro de historia o un artículo de alguna revista científica o de amenidad. Por la noche, en la cena, la lectura consistía en la vida del santo del día o en un capítulo del Año Cristiano del padre Croiset.
En general la mayoría de los estudiantes se quejaban de que no comían lo suficiente. Eran casi todos glotones.
Se contaba, quizá era una leyenda, la historia de un seminarista hambrón que tenía familia en Vitoria que se había arreglado la manera de entrar víveres en la celda. Su cuarto daba a la calle y en él guardaba una cestita y un bramante. De noche, cuando reinaba el silencio, abría la ventana, daba un silbido suave y bajaba la cesta con cuidado. El criado o la persona conocida de acuerdo con él la llenaba de carne frita o de trozos de chorizo y de un panecillo y el estudiante subía las provisiones más contento que si sacara ánima del purgatorio. Una noche en que el prefecto de disciplina general estaba por casualidad en el cuarto de debajo del seminarista notó el bramante, abrió la ventana, se asomó y vio cómo subía pausadamente la cesta. Al llegar junto a él la cogió y se quedó con ella. Al día siguiente le armó una gresca al seminarista terrible y le cambió a una habitación del patio de donde no se podía dedicar nadie a la elevación de la carne.
En cuaresma, por vía de práctica, los de clase de oratoria predicaban un sermón sobre un tema que se les señalaba de antemano. Los días de gran fiesta religiosa, cuando sonaba la campana María, de la Catedral, no se leía y se charlaba. A estos días los estudiantes los llamaban de benedicamus, por la doble ración de vino que se les daba, al cual la mayoría era muy aficionada.
Después de la comida llegaba la hora del recreo, generalmente violento; jugaban los seminaristas al fútbol en el patio y a la pelota en dos grandes frontones. Generalmente los vigilaban algunos internos ordenados para evitar las disputas.
A los estudiantes se les permitía quitarse la chaqueta para jugar. Había alumnos que preferían pasear por los claustros. Éstos conservaban la esclavina negra y algunos usaban manguitos.
Después había más clases, otras lecturas, otro recreo en sitio cerrado, juego de damas o de ajedrez, otros rezos, y a prima noche cada cual desaparecía en su cuarto y se iba a la cama. Entonces el patio y pasillos quedaban sumidos en el mayor silencio.
Las horas de estudio eran fijas, y por la noche, después de cenar, al regresar a sus celdas se les daba tiempo para acostarse. Unos minutos después se apagaban todas las luces a la vez por el encargado, con una llave general que había en el pasillo, quedando en éste una sola luz. El mismo encargado, que era el primero en levantarse, daba la luz con la llave general, en invierno a las seis. En abril y en mayo los seminaristas hacía acopio de velas para repasar las asignaturas y había muchos que estudiaban hasta las doce de la noche. Se decía que se notaba gran falta de velas en la sacristía.
Los alumnos debían ir todos los días a misa, confesar y comulgar por lo menos una vez al mes, servir en la Catedral y en otras iglesias del pueblo en los días festivos. El obispo, con el consejo de dos canónigos, tenía atribuciones para castigar a los díscolos e incorregibles, expulsándoles si era necesario.
Los domingos y días festivos Javier iba a la misa mayor de la Catedral y a las vísperas.
La vida en comunidad es para el amo o para el esclavo; el hombre libre no la puede aceptar; el judío dogmático y afirmativo ha sido siempre comunista, lo mismo con los profetas que con Karl Marx.
Si se estableciera el comunismo se podría abrigar la esperanza de que algún pueblo bárbaro y noble como los antiguos vikingos, los lombardos o los cántabros, rompieran la pesada estructura social, la hicieran pedazos y formaran una nueva sociedad a base de individualismo y de libertad.
En el Seminario se estudiaban las dos teologías, la dogmática y la moral, en la Summa Theologica, de Santo Tomás, y en el compendio de Teología Moral de Ferreres, y los que se querían lucir utilizaban una obra de un alemán, Prumer. Todavía había muchos partidarios del tratado de teología de Perrone.
De la mayoría de las materias que estudiaban los seminaristas no se podían dar cuenta exacta. Todo estaba adobado, recortado, falsificado, convertido en definiciones, en quintas esencias arbitrarias. ¿Cómo darse cuenta de la obra de los padres de la Iglesia, de lo que se llama patrología cuando los textos de ésta, en una colección francesa, comprenden nada menos que cuatrocientos volúmenes? Había allí seguramente escrito en mal griego y en mal latín de todo: ingeniosidades, elocuencias, prejuicios, mentiras, insensateces, hipocresías y fraudes. Existía materia de estudio bastante para llenar la vida de un hombre.
¡Qué misión más extraña la de hacer de la fantasía un alimento usual y corriente para la inteligencia!
Entre los seminaristas, que se conocían ya mejor porque vivían colegiados, había de todo, el aldeano bárbaro con una idea fiera, egoísta, de la existencia, cuya aspiración era no volver nunca al arado y a los bueyes; el chico listo que veía en la carrera una manera de ascender en la escala social, el que ansiaba el mando y el que soñaba con la predicación.
La vida del escolar teólogo, en estos años del internado, se hallaba tan ocupada por los estudios, rezos y predicaciones que no le permitían discurrir con libertad. La mayoría de aquellos estudiantes eran poco nostálgicos, recordaban poco su pueblo y su casa. Sin duda la idea, compartida desde la adolescencia, de abandonar la familia les había hecho indiferentes para sus padres y sus hermanos.
Uno de los sentimentales que se encontraba perdido en el Seminario con la añoranza del rincón era un guipuzcoano de un caserío del monte Izarraitz, cerca de Azpeitia. Estudiaba el primero de filosofía.
Este chico, Ignacio Arizmendi, no podía olvidar a su madre y a sus hermanos y estaba inquieto y triste. Sentía miedo cuando no sabía la lección, lo que era en él frecuente, y no tenía humor ni ganas para jugar. Era como algunos pájaros salvajes que no se acostumbran a la jaula. Al mismo tiempo le espantaba la idea de que le fueran a expulsar, porque esto era, para él el descrédito más completo.
Arizmendi lloraba con mucha frecuencia al verse en el Seminario. Los compañeros de tierra seca, que no comprendían aquel sentimentalismo nostálgico, decían que el chico no se entristecía pensando en la familia, ni en la madre, sino recordando, principalmente, la vaca y el ternero de su caserío.
Ignacio, a veces, cuando se encontraba de buen humor, cantaba a Javier esta canción, que había oído sin duda a algún seminarista y que se acomodaba bien a sus deseos:
Txiki txikitik aitak et’amak
Fraile ninduten nonbratu,
Bai eta ere estudiora
Salamankara bigaldu.
Salamankara nindoalarik,
Bidian nuen pensatu
Estudiante tunante bainan
Hobe nuela ezkondu.
(Cuando era pequeño, muy pequeño, mi padre y mi madre me querían meter fraile y también enviarme a Salamanca a estudiar. Cuándo iba a Salamanca, en el camino estuve pensando que mejor que estudiar para cura sería casarse.)
Ignacio contó a Javier sus apuros y sus penas.
—Yo creo que lo mejor que puedes hacer es marcharte del Seminario. Tus padres ya lo comprenderán —le dijo Javier.
—Sí, pero no me atrevo.
Al poco tiempo Ignacio Arizmendi no apareció en las clases. Estaba enfermo. Javier pidió permiso para verle.
Los alumnos de primero de filosofía tenían unas camarillas, separadas unas de otras por un sencillo tabique, con el techo común. Ignacio estaba en una de estas camarillas, muy triste, muy decaído, con una afección gripal. Unos días después le llevaron a la enfermería, en donde le cuidaron las Siervas de María y le reconoció el médico. No le encontró gran cosa, pero le vio muy decaído.
Javier le visitó, y aprovechó la ocasión para hablarle al médico y explicarle la situación espiritual en que se encontraba el muchacho.
—Entonces, lo mejor es que se vaya —dijo el facultativo—; yo le hablaré al rector.
En la visita siguiente le aseguraron que la familia iba a venir a buscar a Ignacio y a llevarle.
—Ya viene tu familia —le dijo al enfermo.
—Sí.
—¿Estarás contento?
—Ya lo creo.
El enfermo inmediatamente comenzó a hablar vascuence y a contar historias de su casa y de sus vacas, de las romerías y de los bailes en las encrucijadas, que llamaba billeras; de los rebaños de ovejas, a los que llevaba al monte, y de las noches de otoño al lado del fuego, cuando se asaban castañas y se contaban cuentos.
Javier dejó a su compañero muy lleno de esperanza. Unos días después se dijo que el muchacho estaba mal; luego se supo que se presentó su madre, se lo llevó en un automóvil y ya no volvió.
Como quizá no era correcto preguntar y no le dijeron nada, Javier no se enteró de lo que le había pasado a su amigo.