III

LA VIDA EN VITORIA

Al año siguiente, después de hacer la reválida de latinidad, Javier empezó a cursar filosofía y pasó al Seminario Conciliar. Allí se aplicó algo más. Se estudiaba la filosofía escolástica.

Javier aprendía sus lecciones mecánicamente, sin preocuparse de si las teorías de los libros le parecían bien o mal.

El Seminario era una gran incubadora de clérigos para el país vasco; pretendía conservar e intensificar el espíritu católico de las provincias y quería ser un baluarte contra la indiferencia y la inmoralidad.

La tendencia de que no hubiera estudiantes libres comenzó a marcarse por entonces entre los directores del Seminario; luego se pretendió acabar con los externos. Así, durante todos los cursos, los alumnos vivirían en el internado. Muchos de los estudiantes, y casi siempre los mejores, abandonaban la carrera en las vacaciones.

En general, los profesores del Seminario se distinguían por su austeridad. Había un gran espionaje. El prefecto de disciplina general daba sus órdenes a los pasantes y éstos hablaban con sus amigos para averiguar cuanto ocurriera entre los alumnos.

Los externos tenían también vigilancia y la ejercían los más formales de entre ellos a las órdenes del vicerrector.

Al mismo tiempo, los estudiantes se cerraban a los intentos de investigación como una ostra y a veces no se podía averiguar nada. Los seminaristas externos andaban muy alejados de la vida del pueblo, sin aparecer en ninguna parte, y un tanto espiados por unos y por otros. Los externos vestían traje de paisano, negro, corbata negra, y no iban con los demás seminaristas de paseo. Algunos de los externos solían entrar, al anochecer, en las tabernas de la ciudad vieja, que llaman el Campillo, y metidos allí en algún rincón se dedicaban a jugar a las cartas, a beber un vaso de vino y a fumar. Si aparecía algún supuesto espía de los formales encontraban sitio donde esconderse con el asentimiento del tabernero. También había algunos seminaristas y curas que solían ir de tertulia a una tienda de comestibles de la calle Nueva.

Javier no tenía motivos para esconderse y paseaba mucho por todo el pueblo.

Los días de invierno de Vitoria, muy fríos, con el cielo gris, apenas andaba gente por las calles. La primavera era más alegre. Al despertarse Javier por las mañanas y salir al balcón, por encima de unas tapias de piedra del jardín de enfrente veía grandes perales llenos de flores blancas y algunos lilos como cascadas de flores violetas.

Por las mañanas, Javier, un tanto perezoso y a quien le costaba levantarse de la cama, oía el ir y venir de la asistenta vieja de la casa. Esta invariablemente solía cantar, mientras hacía sus quehaceres, una canción del globo de Milá con este estribillo:

Cuántas pollitas

habrá,

habrá que dirán a su papá,

papá:

papá, yo quiero subir

en el globo con Milá.

La canción era un vals de murga con letra que quería ser maliciosa.

También la asistenta solía cantar una polca antigua con esta letra:

La Pisqui la peinadora

con excusas de peinar

le da citas al velero

y se van a pasear.

Se suben por el Campillo,

se bajan por San Miguel,

le dan vuelta a la Florida,

de la Florida al café.

Esta canción le parecía a Javier una estampa del siglo XIX.

Por las mañanas, la tonadilla vulgar del globo de Milá era la preferida por la asistenta, y oyéndola se iba vistiendo Javier.

Dentro de su chabacanería, este vals le era simpático.

Javier desayunaba y marchaba al Seminario.

Aquellas mañanas de primavera en Vitoria, con el cielo pálido y con un gran silencio, le deleitaban. Los pájaros trinaban, y por encima de las tapias aparecían las flores de los árboles de distinto color; se oían los pasos de algunos madrugadores, las pisadas del caballo de un carro en el asfalto, las señoras que iban a misa con el rosario en la mano y vejetes de aire místico envueltos en sus abrigos. Él pensaba en sus estudios y marchaba hacia el barrio alto.

El aire grave y discreto de la urbe le agradaba a Javier. Tenía indudablemente Vitoria cierta vitola señorial; recordaba las ciudades castellanas y algo también los pueblos del centro de Francia.

Por las noches, Javier oía desde su cuarto el campaneo y el ruido de las trompetas en algún cuartel lejano. Muchas veces escuchaba a la vieja asistenta y a la tía Paula que discutían. La asistenta se caracterizaba porque cuando se acaloraba decía como exclamación: «¡Oña!» Después, cuando la vieja se marchaba, la tía Paula hacía media o ganchillo, mientras él estudiaba o ponía en limpio sus apuntes.