SEMINARISTA
Había por entonces en Vitoria dos Seminarios: el Seminario de Aguirre y el Conciliar. Los dos estaban, cerca uno de otro, en el Campillo o barrio alto. El primero en una casa de la antigua Sociedad Económica Vascongada. El segundo, construido en 1883, tenía el título de Siminarium Conciliare.
El Seminario de Aguirre fue creado por un cura de este apellido a mediados del siglo XIX.
Domingo Ambrosio de Aguirre era un clérigo alavés, escapado de España en tiempo de la Guerra de la Independencia. Se instaló en Cuba y allí se dedicó a su ministerio y al mismo tiempo a la plantación de cafetales. Se hizo rico, volvió a Vitoria y entonces decidió emplear parte de su fortuna en crear un Seminario. Eligió la casa de la Sociedad Vascongada de Amigos del País, en el pueblo viejo, cerca de la Catedral, casa con una portada del Renacimiento. Al principio, el Seminario de Aguirre era completo y se cursaban en él todos los estudios; tenía becas gratuitas y aceptaba alumnos internos; luego fue especializado, destinado a los estudios de latinidad.
Tiempo después, en el Seminario de Aguirre tenían beca gratuita los descendientes del fundador, y se llamaba patrono al catedrático que los representaba en las reuniones del Consejo de Administración.
Entre los dos Seminarios se estudiaban los tres cursos reglamentarios: cinco años de latín, tres de filosofía y cuatro de teología. Los dos últimos de teología se pasaban en el internado; los cuatro primeros de latín se daban en el Seminario de Aguirre.
Javier, en este Seminario, siguió algunas asignaturas sueltas; estaba flojo en latín y en estudios clásicos. Tenía compañeros más pequeños que él, pero como no era muy alto ni muy corpulento, no parecía mayor que sus condiscípulos; al revés, parecía más infantil que muchos.
Los estudiantes de cura no se conocían entre ellos. Para los latinos, los que estaban en el Seminario Conciliar, filósofos y teólogos, eran veteranos. Javier no era un estudiante empollón; no tenía tampoco mucha memoria ni agresividad en las discusiones. Era simpático a la mayoría de los profesores, que le trataban con cierta distinción especial, considerándole como muchacho rico y de porvenir. Tenía la superioridad de saber francés e inglés. Las calificaciones del Seminario eran meritus, benemeritus y meritissimus.
Javier fue meritissimus muchas veces sin merecerlo.
En el Seminario de Aguirre se estudiaba bien el latín y la retórica, aunque de una manera antigua; lo demás, la geografía y la historia, medianamente.
Javier insistió en la composición latina y en la retórica, materia para él difícil y poco agradable.
Al terminar el curso marchó a su casa de San Sebastián con la tía Paula. En San Sebastián no se encontraba bien con su padre; no sentía gran afecto por él; era don Francisco siempre un poco duro y seco. Tampoco quería a su madrastra, que le miraba como a un rival; en cambio, experimentaba cariño por sus dos tías y sobre todo por su hermana Pepita, de doce o catorce años menos que él y entonces niña, con la que jugaba constantemente.
La gente de verano, los forasteros, le hacían poca gracia, y Javier solía ir muchas veces a los alrededores de San Sebastián, a ver el mar hasta hartarse. Lo que más le ocupaba durante las vacaciones era la música. Oía todos los conciertos y se dedicaba a tocar el piano.
También en la época del calor iba una temporada al caserío de su abuelo materno, caserío del monte Ernio, del cual se divisaban magníficas vistas.
Como en una aldea próxima, en Baliarrain, había un cura que daba lecciones de latín, fue a sus lecciones. Muchos otros seminaristas que vivían cerca iban también a casa de aquel señor a perfeccionar sus estudios.
El cura, latinista consumado, a quien quisieron llevar varias veces de profesor al Seminario, no quería salir de su aldea.
Con el estudio del verano, Javier adelantó mucho.
Como se decía entre los seminaristas, el latín cuando es malo no hace efecto ni aun en el diablo.
Así, se cuenta que un lego cogió una vez un libro de exorcismos y lo leyó de tan mala manera y a gritos, delante de un endemoniado, que el diablo, que conocía un poco mejor su oficio, le dijo al lego en lenguaje un poco macarrónico: Si non parlas mellioren latinan, non salibo.
Un tipo curioso era el cura de una aldea de la falda del monte Ernio. Éste dejaba todo el sueldo en duros y en pesetas encima de la mesa de su despacho y los iba repartiendo a los pobres. A pesar de ello, tenía mala fama. Javier no se lo explicaba; creía que era un error y una falta de conocimiento de la gente, pero existía una explicación. Entre los curas de los pueblos próximos había mucha política, y aquel hombre, piadoso y de espíritu cristiano, se dejó decir una vez que la salvación la podía conseguir toda persona buena, humilde y caritativa.
Esto, naturalmente, era una falta.
El otro cura, el latinista campestre de Baliarrain, sentía entusiasmo y adoración por los poetas paganos, Virgilio y Horacio sobre todo. Para él la literatura posterior no debía tener el menor interés.
El padre de Javier solía decir con frecuencia hablando de su hijo:
—Este chico no tiene vocación de cura. Lo que le pasa es que es terco, y como se le ha puesto eso en la cabeza hará su tema.