JAVIER OLARAN
Javier Olaran hacía ya tiempo que vivía en Monleón, de cura. Tenía entonces treinta y tres o treinta y cuatro años. Era hombre de ojos grises, pelo rubio oscuro, cara un poco larga y atezada y tipo sonriente. Hablaba con perfección el vascuence, con cierta suavidad el castellano; sentía mucho la música e improvisaba en el piano canciones con gran facilidad.
El padre de Javier, Francisco Olaran, era navarro, de un pueblo de la cuenca de Pamplona; la madre, muerta hacía tiempo, una guipuzcoana de la parte alta de la provincia, de lo que se llama en el país el Goyerri. Se conocieron los dos en San Sebastián, donde ella trabajaba de modista. A Olaran padre, moreno, esbelto, de ojos claros, podía considerársele como tipo del vasco ibérico; la madre, rubia, sonriente, de carácter apacible, era la vasca guipuzcoana y cantábrica. Don Francisco se mostró un tirano en su casa. De joven, estudió para cura. Muy absolutista y mandón y seguro de sí mismo, todo lo que hacía él estaba bien hecho; todo lo de los demás era defectuoso, malintencionado y absurdo. Cambiaba de opinión con frecuencia, y cuando sucedía esto, sus antiguas creencias, que consideraba erróneas, eran otros, según él, los que las defendían.
A los cinco o seis años de estudiar en el Seminario dejó la carrera de cura, se hizo contratista y se casó con la madre de Javier. Años después quedó viudo con dos hijos y contrajo nuevas nupcias con una señorita de buena posición. Por entonces llegó a adquirir fortuna, y la acrecentó durante la guerra europea. Era dueño de varias casas en San Sebastián.
De los dos hijos de su primera mujer, el mayor, Ignacio, se parecía al padre; el segundo, Javier, a su madre. Del nuevo matrimonio tuvo una hija, Pepita, muy diferente a sus hermanos.
Javier, que había oído a su padre hablar de sus ilusiones de chico, de ser cura, las adoptó, y cuando le llevaron al caserío de sus abuelos maternos, cerca de Albistur, le decía a la abuela con frecuencia:
—Amona, ni nahi nuke apaiz izan. (Abuela, yo quisiera ser cura.)
A la abuela, que el ser padre cura le parecía gran categoría, le encantaba la idea y solía ayudar a su nieto a poner una mesa cubierta de tela, blanca y encima unas luces para que el chico hiciera como que decía misa.
La familia de la madre de Javier, que vivía en San Sebastián, estaba constituida por la tía Micaela y su hermana Paula. Doña Micaela era viuda de un militar, con quien se casó cuando estaba de maestra. Esta señora tomó pronto un aire de gran dama. La tía Paula era soltera, ya de alguna edad, y consideraba a Javier como a un hijo.
Don Francisco nunca tuvo estimación ni entusiasmo por el carácter de Javier; le parecía sentimental y débil. «Demasiado donoshtiarra», solía decir con frecuencia, porque a aquel navarro el ser de la capital de Guipúzcoa, provincia más suave y amable que la suya, le parecía algo decadente y blando.
Don Francisco, cuando oyó que su hijo menor quería ser cura, aceptó la idea.
A la madrastra le pareció bien. No tenía gran cariño por Javier; quizá estaba un poco celosa de que produjera tantas simpatías en la familia, y quería alejarlo.
La vocación de Javier para el sacerdocio no era muy clara; ciertamente no le gustaba aquella vida activa de su padre, el cual andaba siempre con pleitos, riñas y protestas, unas veces, sin duda, porque tenía razón y otras porque no la tenía, pero no demostraba un espíritu devoto y místico. Tampoco soñaba con llegar a altos cargos de la Iglesia y mandar como un gran jefe. Él quería una vida de pueblo tranquila, apacible.
La tía Paula y la tía Micaela no veían con gusto la vocación de su sobrino; les parecía que podía aspirar a más alta posición, y con la idea de apartarle de su propósito le obligaron a estudiar el bachillerato en San Sebastián.
Cuando concluyó éste, todavía pensaron enviarle a Pau, a un colegio, a que aprendiera francés e inglés, y estuvo allí dos años.
En el colegio trataban a los alumnos como a jóvenes caballeros y solían llevarlos de visita a casas aristocráticas.
Una pequeña aventura con una muchacha de su edad, una francesita que le invitó a Javier a ir con ella a un pabellón de noche, estuvo a punto de acabar su reputación de joven virtuoso y de apartarle del camino de la Iglesia.
Las dos tías de Javier le impulsaron a estudiar música, para ver si se distraía de su idea de ser cura; pero Javier era terco dentro de su suavidad, y no quería abandonar sus planes.
Don Francisco Olaran no creía que su hijo tuviera mucha vocación de cura, y había dicho repetidas veces que si quería estudiar estudiara, como todos los demás, en las condiciones generales.
El hombre era muy partidario de la igualdad en tratándose de los demás. La tía Paula y la tía Micaela no querían dejar solo en el Seminario a su sobrino, sobre todo los primeros años de su vida. Discutieron las dos si sería mejor llevarlo interno a Vitoria o no; se enteraron de las condiciones de estudio y decidieron que mientras pudiera cursar como externo lo hiciera así. Le acompañaría la tía Paula.
El bachillerato ya aprobado le evitaba muchos de los estudios de la latinidad. Por entonces, excepción hecha de los dos últimos años de teología, en que era obligatorio el internado, se podía estudiar de externo.
La tía Paula decidió instalarse con su sobrino en Vitoria y vivir con él hasta que llegara al internado.
La tía Paula era alta, seca, de aspecto severo, con anteojos, muy buena persona, con un gran cariño por su sobrino, dispuesta a todo por él, con un corazón maternal a pesar de su aire adusto. La tía Paula y Javier fueron a visitar a un canónigo, don Pedro, que había conocido a doña Micaela en San Sebastián. Don Pedro les recibió muy atentamente. Al saber que Javier había estudiado el bachillerato y cursado después en un colegio de Pau, les dijo que los bachilleres estaban exentos de los estudios de latinidad y que se les exigía un examen de reválida ligero, pero como él suponía que el joven estudiante estaría poco fuerte en latín, creía que antes de hacer el examen de reválida le convendría practicar el idioma del Lacio. Suponía que no tendría prisa.
A Javier le pareció bien la idea y comenzó a ir al Seminario de Aguirre a cursar la latinidad. La tía y el sobrino fueron a establecerse a una calle nueva de Vitoria, del barrio de la Estación.
La casa que alquilaron estaba enfrente de un jardín que en el invierno mostraba el entrecruzamiento de ramas grises, y en la primavera, grandes árboles frutales llenos de flores blancas.
La calle era ancha, limpia y tranquila. El primer año lo pasaron muy bien. Javier se encontraba a gusto con sus libros y sus cuadernos.
Una asistenta ya vieja les arreglaba la casa y les hacía la comida y se marchaba después de cenar.