PRÓLOGO

Monleón se encontraba en el nudo en donde se atan las tres provincias vascongadas, en la parte de montes más altos, más rudos y selváticos.

La mañana de abril, lluviosa y fresca, había traído una tarde de cielo claro, con un sol brillante. Para los sabios meteorólogos monleoneses éste era indicio de la poca seguridad del tiempo.

En aquellas horas primeras de la tarde había poca gente en las calles, la mayoría estaba en la mesa acabando de comer.

Las dos peñas puntiagudas que se divisan desde los extremos del pueblo y de los altos próximos, ingentes y grises, se destacaban sobre un cielo limpio y azul con algunas nubes caprichosas y blancas. Una de aquellas peñas, completamente desnuda, se mostraba con sus piedras de color de ceniza; la otra, con la parte baja cubierta de matorrales, ostentaba la cumbre rocosa sin vegetación alguna.

Desde el cerro más próximo a Monleón, cubierto de árboles, el de Santa Bárbara, se veía el caserío de la villa, en su totalidad nuevo, las paredes negruzcas de la iglesia, después las instalaciones de la fábrica vieja próxima al río con sus tejados rojos negruzcos y los edificios modernos de los talleres con unas cubiertas de cemento convertidas en estanques rectangulares llenos de agua azulada. En ellos se reflejaba el paso de las nubes blancas por el cielo brillante.

Se oía la campana aguda de un convento de monjas.

La casa del cura, casa antigua y pequeña, con entramado de madera, algo retirada de la línea de la calle, se encontraba a la entrada del pueblo. Tenía por delante un raso de piedra, al que se subía por varios escalones. Era de dos pisos además del bajo. En éste había puerta y ventana; en el primero, también ventanas, y en el segundo, un balcón corrido de madera cerrado en ambos extremos por una mampara con cristales.

Por atrás, la casa daba a una huerta circunscrita por la tapia. Esta tapia corría a lo largo de las dos paredes laterales hasta el río, donde terminaba. Por la parte de la calle, cerrando el espacio entre la casa y la otra próxima, una verja mostraba rosales floridos llenos en el momento de rosas rojas.

Hacia el fondo, la huerta se contorneaba por uno de los riachuelos que rodeaba el pueblo y tenía como límite un pretil de mampostería.

Al entrar en la casa se pasaba a un zaguán un poco oscuro embaldosado y húmedo. A la derecha partía la escalera, de madera de castaño un poco podrida, con gruesos barrotes torneados y que ascendía al primer piso; a la izquierda se encontraba la cuadra, convertida en leñera, con una reja con tela metálica a la calle. Enfrente de la entrada se abría una puerta que daba a una antigua sala transformada en comedor y a la cocina. La antigua sala y la cocina se comunicaban.

En el piso principal había un gabinete, el despacho del cura, la habitación de una pariente suya y su alcoba y arriba el desván y el cuarto de la muchacha.

En la parte de atrás de la casa, hacia la huerta en el segundo piso, avanzaba una galería de cristales, a la cual cubría en parte una parra llena en el momento de hojas nuevas.

En aquella hora el cura, don Javier Olaran, hablaba en el comedor de su casa con uno de los médicos del pueblo, el doctor Basterreche.

El cura era hombre esbelto, de mediana estatura, con el óvalo de la cara alargado, los ojos claros, el pelo castaño y las manos delgadas y finas. El médico, más alto, desgarbado y rubio, un poco huesudo, tenía aire sonriente.

El comedor, habitación no blanqueada, antigua sala de la casa, mostraba un papel viejo, gris, con guirnaldas y pastorcitos y una ventana ancha, de guillotina, a la huerta. En una pared de este comedor se levantaba un armario tosco de castaño, con la vajilla de porcelana con ribetes dorados, y en la otra pared, la chimenea alta y ancha en donde ardía un hermoso fuego de leña. En medio del cuarto se veía la mesa con mantel blanco y encima una lámpara eléctrica y una pantalla de tela bordada por la señora pariente del cura que vivía con él.

La ventana ancha tenía cortinas para cuando entraba demasiado sol.

En un rincón se erguía un reloj antiguo inglés, regalo de un abuelo de Javier, reloj que, según contaba el cura, había estado mucho tiempo parado en la cocina de un caserío.

En el cuarto entraba la luz verdosa reflejada en el monte próximo.

Mientras hablaban el cura y el médico, la señora preparaba el café en una cafetera que calentaba en una lámpara de alcohol.

—¿Usted lo quiere solo? —preguntó al médico.

—Sí, solo.

—¿Y tú? —dijo al cura.

—Yo muy poco.

Por la ventana se veían los árboles de la huerta, perales y manzanos, llenos de flor; en el fondo, hacia el río, un pabellón pequeño, verde, y a su alrededor macizos de rosales con capullos rojos y blancos y dos lilos llenos de ramilletes morados.

Un camino bordeado con tiestos iba directamente hacia el pabellón y, a su lado, un sauce inclinaba sus ramas sobre el río.

El cura y el médico charlaban animadamente. El médico, hombre todavía joven, de veintisiete o veintiocho años, tenía una historia amorosa lamentable. Casado hacía poco con una señorita rica del pueblo le había ido tan mal en el matrimonio que estaba separado y pensaba divorciarse. El cura don Javier le exhortaba a que no lo hiciese.

—Yo comprendo que a ti no te haga gracia mi resolución, pero ¿qué quieres? —dijo el doctor Basterreche—. Yo no estoy dispuesto a vivir ligado a una mujer estúpida y de malas intenciones. Por lo menos, quiero estar suelto.

—Pero ¿a qué te compromete el matrimonio si estás de hecho separado?

—Me compromete a muchas cosas.

—No sé; yo no lo veo así.

—Yo, que soy el interesado, sí lo veo. No quiero tener que ver nada con ella. La reconciliación es imposible. Vale más la ruptura completa y el divorcio.

—¡Parece mentira que te equivocaras de esa manera, Joshe Mari!

—Yo ya sé que me equivoqué; quizá pudiera decir mejor que, en parte, me equivocaron.

—Ya te lo advertí.

—Es verdad. Hice mal en no seguir tus consejos. Yo no soy un hombre exigente, pero ¿cómo iba a creer que esa mujer fuera una bestia semejante? Una mujer que, porque es rica, le dice a uno: «Tú no has comido nunca de este modo; tú has sido siempre un pobrete. No sabes lo que es una habitación elegante». No, no es posible vivir con ella.

Se cruzaron entre el médico y el cura argumentos a favor y en contra del divorcio, desde un punto de vista general y particular.

Mientras hablaban, la criadita de la casa, la Eustaqui, iba y venía por el comedor y escuchaba con curiosidad lo que decían.

—Vete —le dijo la señora, la tía Paula—, no necesitas oír lo que se está hablando aquí. Son cosas que no te conviene saber.

—¡Qué curiosidad tiene esta chica por lo que se dice! Yo creo que hasta levanta las orejas como los perros para oír —observó el cura.

—¡Pobrecilla! —dijo el médico—. Es muy simpática.

—No, si yo le tengo también simpatía y cariño; es muy buena chica y está muy unida a nosotros.

La Eustaqui tenía una cara infantil de bondad, de ingenuidad y de gracia.

Charlaron después el médico y el cura de la lucha política del pueblo exacerbada desde la República. El médico tenía relaciones bastante estrechas con los socialistas. El cura encontraba a éstos demasiado limitados y fanáticos.

—¡Qué van a ser! —repuso el médico—. No tienen más remedio que ser así.

En esto se oyó el resonar trepidante de un automóvil, y sin llamar a la puerta se presentaron en el comedor tres muchachas y dos jóvenes.

Una de ellas era la hermana del cura. Se llamaba Pepita. Se abalanzó sobre Javier y le besó repetidas veces. Después besó a la tía Paula con mucha menos efusión.

—Estás un poco flaco —le dijo después a su hermano, mirándole cariñosamente.

Pepita, la hermana del cura, tendría entonces diecisiete o dieciocho años. Era muy guapa, muy vistosa y, al parecer, de genio alegre y turbulento.

—Éstos son amigos míos de San Sebastián —dijo mostrando a los recién venidos—. Belén y Marichu —añadió presentándolas—, dos amigas y condiscípulas; el hermano de Belén que es nuestro chauffeur, y este joven, que es estudiante de medicina y novio o pretendiente de Marichu.

El médico y el cura saludaron a los recién llegados. El joven chauffeur indicó:

—Voy a dejar el auto en la plaza, porque aquí en la calle puede estorbar.

—Sí, será mejor —le dijo el cura.

El joven que hacía de chauffeur habló de lo que le pasaba al automóvil con muchos detalles técnicos. Cuando se fue, el doctor Basterreche dijo con cierta ironía:

—Nuestros jóvenes tienen la pedantería mecánica. Hablan del automóvil como si lo hubieran inventado.

La tía Paula llevó a las chicas al cuarto de baño para que se lavaran y se arreglaran un poco. Al volver, Pepita se acercó de nuevo a su hermano, le observó atentamente y le besó repetidas veces.

—Bueno, bueno, basta ya.

—Bésele usted, que le gusta —dijo el médico.

—Pues si es así, le besaré otra vez.

—¡Qué pesada te pones, chica, con tanto besuqueo!

—A ti se te puede besar. No tienes ese olor a cura que es también un olor de solterona.

—¡No seas cínica, Pepita!

—Te advierto, Javiercho, que pienso venir aquí a pasar unos días con vosotros la semana que viene.

—Sí, sí; cuando quieras.

—Tengo que cuidarte, porque estás un poco flaco. Supongo que la tía Paula no te da las cremas y los flanes que a ti te gustan tanto.

—¡Qué chica más insoportable! No hace más que poner en evidencia los defectos de uno.

—Tú no tienes defectos.

—¿Crees tú?

—Claro que sí.

—¿Qué dice el padre? —preguntó el cura—. Ahora no dirá que soy donoshtiarra.

Donoshtiarra es una manera un tanto desdeñosa de llamar a una persona nacida en San Sebastián.

—No; ahora dice que te estás haciendo un poco protestante —contestó Pepita.

—¡Qué tontería!

—¿Dónde está la Eustaqui? Quiero ver a esa neskatilla (a la muchachita).

—Estará en la huerta si no está en su cuarto.

—Voy a verla.

Pepita salió y volvió en seguida.

—Qué, ¿le has visto a la Eustaqui? —preguntó Javier.

—Sí. Está escribiendo. La he dejado por eso.

—¿Es que ha aprendido a escribir?

—Sí, es una chica lista. Bueno, vamos a la huerta. ¿Sigue la tortuga en la fuente?

—Sí.

—¿Ya nos dejarás coger unas flores?

—Sí, todas las que quieras.

—Pero no nos estropeéis las plantas —advirtió la tía Paula—. Llevad unas tijeras para cortar las flores y no quitéis los capullos.

Pepita, con sus amigas y uno de los jóvenes, salió a la huerta y estuvieron cogiendo rosas y lilas e hicieron un ramo con ellas.

Pepita se parecía poco a Javier; eran hermanastros, hijos los dos del mismo padre. Sin duda ella y él habían salido a sus respectivas madres.

Al volver al comedor con su ramo de flores, Pepita dijo a sus amigas.

—Aquí donde le veis, mi hermano es un santo. En esta casa se respira santidad.

—¡Hum! —dijo el médico.

—¿Es que usted no lo cree? Es mucho atrevimiento.

—No; su hermano de usted es un epicúreo refinado; él no quiere el tráfago desagradable de la vida, no; él quiere la música, el arte, la huerta bien cuidada, la casa que huela bien.

—No le hagas caso.

—No le hago.

—Es igual, yo estoy convencido. Javier no es un santo, afortunadamente para él. Un santo no puede ser más que un loco o un tonto.

—¡Qué teoría!

—A mí me parece así. Un hombre con un sentido de la vida un poco amplio no puede ser un santo. Un santo tiene que ser un fanático. Y Javier no lo es. Es un epicúreo, un artista que huye de la fealdad de la vida. ¿Es cierto o no?

—Sí, hay algo de cierto —contestó el interesado.

—Mucho.

—Pero yo lo siento que sea así.

—Yo no.

—Bueno, hemos hablado demasiado de mí. ¿Qué vas a hacer tú, Pepita? ¿Vas a estudiar como dijiste? —preguntó Javier.

—Sí; creo que me voy a hacer farmacéutica. Ya he terminado el bachillerato; ahora voy a empezar a estudiar física y química; ya veré si me gustan estas cosas.

En la manera de expresarse se veía en Pepita una chica enérgica y decidida.

El doctor Basterreche la felicitó por su transformación por haberse convertido en los seis o siete años en los cuales no la veía él en una muchacha tan lozana y tan esbelta.

—¿Pero usted me ha conocido a mí? —preguntó ella.

—Sí, claro que sí.

—Pues yo no le recuerdo.

—Sí, chica, te debes de acordar —indicó Javier—, José María Basterreche, que solía ir algunas veces en San Sebastián a nuestra casa.

—¡Ah, sí! Ya caigo. Pero usted tenía antes una hermosa barba rubia.

—Sí, la abandoné a su propia suerte —contestó el doctor riendo.

—Ahora parece usted el hijo del Basterreche de antes.

—Pues sigo siendo el mismo.

—¿Usted es el que se casó con una millonaria y tuvo luego una serie de dificultades y de disgustos?

—El mismo.

—Chica, ¡qué falta de consideración! No se dicen las cosas así, de una manera tan clara y tan ruda —observó Javier.

—Yo no las sé decir de otra manera.

—Veo que eres muy salvaje, Pepita.

—Prefiero ser salvaje que no hipócrita.

—Basterreche, nuestro amigo, ha sufrido mucho su mala suerte y hasta ha tomado el hábito de beber con exceso. Yo le predico, aunque sin resultado.

—Sí; es una mala costumbre que estoy adquiriendo. El otro día me sentía tan decaído que me bebí casi media botella de coñac y en el momento que estaba más entontecido me vinieron a llamar para una consulta de un enfermo grave. Se me ocurrió un recurso de bastante mal gusto, pero que me sirvió muy bien. Me puse la sonda del estómago, me hice un lavado y al poco tiempo ya tenía la cabeza despejada y pude entender lo que me dijeron.

Pepita hizo un gesto de repulsión.

—¿Le parece a usted mal?

—Me parece sencillamente una majadería.

—¿Qué encuentra usted una majadería?

—Eso de beber porque estaba usted decaído. ¡Ni que fuera usted una señorita tonta!

El médico enrojeció y se quedó un poco confuso.

—No hay que tener opiniones tan tajantes —replicó Javier dirigiéndose a su hermana—. Tú abrumas a las personas.

—Yo no sé decir más que lo que me parece —contestó ella.

El desaliento y el dolor del médico se comentó entre las muchachas.

Se discutió si estaba legitimado o no el desesperarse por una cuestión de amores desgraciados. A ellas les parecía bien y mal.

—En esta cuestión de los amores —afirmó Javier— es necesario elegir con acierto para no volverse atrás. Hay muchos hombres y muchas mujeres en el mundo y no es cuestión de precipitarse.

—Sí; hay muchas mujeres y muchos hombres —replicó con viveza Pepita—, pero a una mujer le puede gustar un hombre solo y no los demás, y a un hombre pasarle lo mismo con las mujeres. Yo te quiero a ti, que eres mi hermano, y podrían decirme: «Hay otros hombres en el mundo», pero a mí eso no me importa, porque yo le quiero a Javier.

El doctor Basterreche, que durante un momento había quedado un poco mustio y cariacontecido, reaccionó con la conversación.

—Su hermano de usted —dijo dirigiéndose a Pepita— cree que todas las mujeres andan detrás de los hombres y eso no es verdad, porque hay muchos hombres que no tienen suerte con las mujeres, como yo, por ejemplo.

—¿Usted no tiene suerte?

—Ninguna. En cambio su hermano de usted es muy solicitado.

—No digas tonterías.

—¡Qué tonterías! Es verdad. Lo he visto muchas veces. Que tú lo aceptes o que no lo aceptes, es otra cosa. Ya sé que no lo aceptas y que eres un buen cura, a pesar de que te tengo por un epicúreo; pero que tienes éxito, es evidente. Se derriten por él; debíamos de cambiar de oficio; tú debías ser el médico y yo el cura. Un chulo de Madrid diría que eres un castigador, sin proponértelo, claro es. Que se muestre amable o duro es lo mismo. Siempre andan alrededor de él. Su tía le adora, las beatas le adoran, la criada, la Eustaqui, le adora; usted, que viene de sopetón, también parece que le adora. Esto es demasiado y yo protesto en mi fuero interno de una injusticia semejante.

Pepita se echó a reír.

—Este Joshe Mari es un fantasioso —dijo Javier.

—Nada de eso; digo sólo la verdad.

—Pero mi hermano, aunque usted no lo crea, es un santo y lo merece todo; en cambio usted, al parecer, es un pecador.

—Es verdad; un pecador a quien yo no puedo convencer para que vuelva al buen camino —dijo Javier.

Todos se rieron.

—La vida del cura está hecha de sacrificios —añadió Pepita.

—Cierto —contestó el doctor—; pero la vida de sacrificios es más agradable casi siempre que la de amarguras.

—¿Cree usted?

—Así me lo parece. La vida corriente es una porquería. Se dice luchar. Luchar con armas nobles es magnífico, pero luchar con la bajeza, con la intriga, con la villanía… es asqueroso, y eso le pasa a casi todo el mundo.

—Bueno, dejemos cosas tristes.

—Anda, canta un poco —indicó Javier al doctor poniéndose él al piano.

El médico se dispuso a cantar. Tenía una voz agradable de barítono. La primera canción que cantó en vascuence fue una dedicada a un Basterreche, sin duda mozo de caserío, canción, como muchas del país, de música muy romántica y de letra muy pedestre.

Bautista Basterretxe

mutiko pijua

niri gurdi-ardatza,

ostuta dihoa.

(Bautista Basterreche, guapo mozo, se escapa después de robarme el eje del carro).

—Ahora hay que lucir la voz —dijo el cura, y preludió una canción de Iparraguirre Nere amak baleki (Si mi madre lo supiera).

El médico cantó:

Zibilak esan naute biziro egoki,

Tolosan behar dela gauza erabaki.

Giltzapean sartu naute poliki-poliki,

negar egingo luke nere amak baleki.

(Los guardias civiles me han dicho, amablemente, que en Tolosa tengo que resolver esta causa. Me han encerrado bajo llave, bonitamente. Mi madre lloraría si lo supiese.)

Al terminar el médico su canción, se aplaudió.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijeron todos.

—¡Qué bien pronuncia el vascuence! —exclamó Belén, a quien, al parecer, no disgustaba el médico.

—Este Iparraguirre era siempre un poco llorón observó Basterreche.

—A ver, toca tú también —dijo Pepita a una de sus amigas, a Marichu.

—No, yo toco muy mal al lado de tu hermano.

Marichu se dedicó a un trozo de ejecución difícil y lo hizo con habilidad, pero con muy poco sentimiento.

Javier tocó después un minué de Mozart.

—¡Qué hombre! ¡Qué elegancia! ¡Qué perfección! —exclamó Basterreche extasiado.

—La del autor, no la mía —dijo Javier.

—La de los dos.

—¡Cómo toca mi hermano! Es un virtuoso en todo —dijo Pepita.

En esto se oyó a lo lejos la música que sonaba en la plaza, con el txun txun.

Javier preludió en el piano la canción de la romería de San Antonio de Urquiola, a la que van las chicas a buscar novio.

Aita san Antoniyo

Urkiolakoa.

(Padre San Antonio el de Urquiola.)

La canción, muy alegre, con un ritmo de música de tamboril, terminaba con el estribillo que cantó Javier:

Lau, lau, lau,

dotea badut baina.

Lau, lau, lau,

Bergaran utzi nau.

(Lau, lau, lau, ya tengo dote. Lau, lau, lau, pero [el novio] me ha dejado en Vergara.)

—Eso es lo que dice la chica —observó Basterreche—, porque el mozo canta:

Lau, lau, lau,

dotea badut baina.

Lau, lau, lau,

ardoak afaldu nau.

(Lau, lau, lau, ya tengo dinero. Lau, lau, lau, el vino me ha perdido.)

—Vamos —dijo Pepita—, vamos a la música; vendremos a merendar antes de marcharnos.

—¿Para qué vamos a molestar en la casa? —repuso uno de los jóvenes—. Merendaremos en el café.

—Es verdad, tiene razón.

—No hay molestia ninguna para nosotros —replicó la tía Paula.

—Sí, sí; hay molestia. Vendremos a despedimos.

Se levantaron todos y también el doctor Basterreche.

—¿Va usted a venir? —le preguntó Pepita.

—Sí; si no les estorba a ustedes el acompañamiento de un majadero, iré también.

—No, no nos estorba.

Se fueron todos y se quedaron Javier y su tía en casa.

—¡Qué bien está Pepita! —dijo Javier.

—Sí, está muy guapa.

—¿Y la Eustaqui? ¿Por dónde anda?

—No sé dónde estará, quizá siga escribiendo.

—Dile que vaya un poco a la plaza. ¿Qué va a hacer esa chica siempre aquí metida?

—Ya le diré; pero no querrá, es muy rara. Ahora se le ha metido en la cabeza aprender a leer y a escribir.

—Eso está bien.

El cura, que tenía el libro de música abierto sobre el piano, siguió tocando a Mozart y a Haydn.

Unas horas después, al anochecer, se presentó el grupo donostiarra en la casa, hubo saludos y besos, montó la grey juvenil en el auto y se marcharon todos alegremente, saludando con las manos y con los pañuelos.