EPÍLOGO

Nuestro pobre Jaun ha muerto. Había ido y venido; había andado demasiado, y le ha llegado su hora.

En la casa de Alzate se han practicado ocultamente algunas ceremonias de la religión antigua. Se ha puesto una moneda en la mano del difunto; se ha dado con el ataúd, al sacarlo de la casa, varios golpes en las esquinas. Se ha comunicado también la muerte del amo a los animales domésticos y a las abejas. Algunos amigos fieles piensan ir a Gentil-arri y hacer allí libaciones en honor del patrón fallecido.

Se ha sacado el cuerpo de Jaun, y ahora los curas le llevan a enterrar, con mucha pompa, al cementerio cristiano, que está alrededor de la iglesia nueva, cantando el gori gori. Las campanas hacen: din, dan, din, dan.

PÁTER PRUDENTIUS.—Este hombre que vamos a enterrar era un rebelde, que pretendía discurrir por su cuenta, sin hacer caso de la Iglesia. Si no fuese por el escándalo, yo hubiera sido partidario de enterrarle fuera de sagrado.

PÁTER FANÁTICUS.—Eso hubiera sido lo mejor. El alma de este hombre estará en el infierno.

PÁTER ANGÉLICUS.—Dios le habrá perdonado.

PÁTER FANÁTICUS.—Ha rehusado los sacramentos.

ARBELÁIZ.—No pensaba él, sin duda, que estuviera tan malo.

PÁTER FANÁTICUS.—¡No pensaba! Cuando se tiene fe, no se descuida eso nunca; pero no tenía fe y merece un castigo eterno.

PÁTER ANGÉLICUS.—La misericordia de Dios es infinita.

PÁTER FANÁTICUS.—Jaun era un réprobo, un impío rebelde a las órdenes de la Iglesia.

EL AMA JOVEN DE OLAZÁBAL.—¡Parece mentira! Según dicen, Jaun no ha muerto como buen cristiano.

EL AMA JOVEN DE ZARRATEA.—¡Jesús, María y José! ¡Qué cosas se oyen! ¡Nosotros los de Alzate, que hemos sido siempre tan buenos cristianos!

ARBELÁIZ.—¡Pobre Jaun, amigo mío! Tú eras valiente y bueno; tú hubieras luchado con estos hombrecitos vestidos de sotana que van a ser nuestros tiranos.

EL POSADERO.—¡Magnífico duelo el del señor de Alzate! Los hombres de su barrio se han comido dos docenas de corderos y se han bebido una barrica de vino. Las viejas se han dedicado al chocolate y al aguardiente. ¡Siquiera muriese uno así todas las semanas!

SHAGUIT.—¡Pobre Jaun! ¡Pobre amigo! ¿Quién me protegerá a mí, que estoy loco, entre gente tan cuerda?

CHIQUI. (A Arbeláiz.) ¿Sabes lo que voy a decir?

ARBELÁIZ.—¿Qué?

CHIQUI.—Voy a decir que Jaun no ha muerto; que yo he llenado su ataúd con tierra, que Jaun vive, y que no morirá; que yo lo he escondido en una cueva del monte Larrun, y que vivirá mientras el país vasco sea esclavo de los católicos, y que cuando llegue el momento, Jaun aparecerá con el martillo de Thor a romper en pedazos el mundo de la hipocresía y del servilismo, y a implantar el culto de la libertad y de la Naturaleza.

ARBELÁIZ.—¿Y quién te creerá?

CHIQUI.—Vosotros. ¿No creéis mayores absurdos? ¿No creéis los cuentos de los católicos?

ARBELÁIZ.—Sí; ¿pero tienes tú, como los católicos, cárceles, horcas, hogueras, jueces, verdugos, soldados para convencer a las gentes?

CHIQUI.—Es verdad; tienes razón.